Las huellas de las personas que caminaron juntas nunca se borran [Proverbio africano]
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27 de octubre. 11.20 horas. Cita Traumatología. H. Insular. La siguiente cita se fijó para el 24 de noviembre; para el día 25, estaba ya señalada la cita con Neurología.
1 | De todo este proceso tan triste como verdadero que se cuenta en estas páginas, lo sucedido en este Movement V es, sin duda, el que más enternecimiento y compasión logró ocasionarme. Siempre que recuerdo lo sucedido, el corazón me da un vuelco. Los hechos ocurrieron así: El lunes 26 fui a verlo a la Clínica de La Paloma. Quise confirmar con su doctora la salida que tenía al día siguiente para el Hospital Insular. Me la confirmó, me indicó que ya estaba pedida la ambulancia y que estaban dadas las instrucciones para el desayuno y demás cuestiones. Le recordé que la consulta era a las 11.20 horas. Ella me indicó que el paciente llegaría a tiempo.
El martes 27, a las 8.00 horas, aparqué en el puerto deportivo y fui caminando hasta la clínica. Tardé unos quince minutos, aproximadamente. Al llegar, me quedé desconcertado: una auxiliar hacía la cama de mi padre, pero a este no lo veía por ningún lado. Pregunté por él. «Ya se lo llevaron al hospital». ¿Cómo que ya se lo llevaron si tiene cita a las once y veinte?, pregunté. «Las ambulancias de traslado tienen un margen de dos horas antes para venir y llevarse al paciente». ¿Desayunó? No supo responderme. Yo, que me había alegrado por llegar a tiempo, que pensaba darle el desayuno y vestirlo adecuadamente, ahora me encontraba como un gilipollas en medio de la habitación y medio bloqueado. Al instante, caminaba con paso firme por las calles Maestro Valle y León y Castillo de Las Palmas de Gran Canaria rumbo al puerto deportivo. Lo que hice antes en quince minutos ahora me despaché en menos de diez. Jadeando y sudando, por supuesto, pero lo hice en menos de diez minutos. Monté en el coche y antes de veinte minutos (maldito tráfico capitalino) no llegué hasta el aparcamiento del Hospital Insular. Como era la primera hora de la mañana, tuve que dejar el coche en no sé cuál planta y bajar las no sé cuántas escaleras que bajé hasta enfilar la entrada principal del recinto sanitario. Primera planta, Traumatología. Señora de la ventana. ¿Está el paciente don Victoriano Santana Peña? Espere, por favor. Lo han traído en una ambulancia de traslado de la Clínica de La Paloma. Ah, sí. Esperé tres minutos, cuarenta y dos segundos, veintinueve centésima; o sea, una eternidad. Pase, está en consulta. «¿Cómo?» —pensé— «¿Quién puede estar tratando de hablar con él?». La señora amable me condujo hasta la consulta y allí lo vi… «[…] Me sangra el corazón cuando recuerdo la imagen: el médico mirando su expediente y, frente a él, a un lado de la mesa, sentado en una silla de ruedas, mi padre con el pijama puesto y la mirada asustada. Jamás me había encontrado con alguien tan perdido, tan fuera del mundo… Miraba al médico con la misma sensación de miedo que un animal apresado, sacado de su hábitat y puesto en una jaula donde muchos ojos desconocidos lo observan… […]». Entré en la consulta. El médico sintió cierto alivio al verme porque tenía con quien comunicarse, pero mucho más lo tuvo mi padre. Me dirigí a él, lo saludé, lo calmé, le dije que me disculpase por llegar tarde, pero se había producido una lamentable confusión que después le contaría; luego, saludé al médico y reanudé mis disculpas… El médico le quitó hierro al asunto. Eso y el ver la mirada de mi padre más sosegada me tranquilizó. Se trataba de una consulta rutinaria en la que todos los ítems estaban correctos excepto uno: la rehabilitación. El médico consideraba que el paciente ya debía caminar, aunque fuese poco y no muy bien. Le indiqué que estaba asistiendo a rehabilitación en La Paloma y que había hecho muchos avances, aunque su problema cerebral le impedía ordenar correctamente los movimientos. Le conté lo que me había contado la doctora Hernández: «su padre comienza a caminar más o menos bien y luego, por la razón que sea, se viene abajo porque pierde la concentración». Que insista, me dijo el traumatólogo. La herida ha cerrado bien y todo parece indicar que la recuperación de la lesión es excelente. «Don Victoriano, ahora no podemos detenernos, ¿vale? Tiene usted que caminar y hacer más ejercicio para que la pierna se ponga fuerte». Y mi padre respondía que sí, que caminaba mucho, de aquí para allí… Le respondía al médico medio mirándome a mí. Acabada la consulta, se concertó la siguiente cita, se le condujo hasta la salida de ambulancias y a las 11.00 horas ya estaba de nuevo en su habitación. Esta vez, llegué casi al mismo tiempo que él: dejé el coche en el aparcamiento de los Salesianos y caminé los 562 metros de distancia que restaban hasta llegar a la clínica como si tuviese un volador en salva sea la parte. Cuando lo vi, estaba sentado en su sillón. Me saludó, lo saludé; le di agua, bebió. Estaba algo confundido. No era para menos, sólo eran las once de la mañana y hasta ese momento lo habían levantado temprano, le dieron el desayuno, sobre la marcha lo “empaquetaron” en una ambulancia para el hospital; allí vio a gente extraña que le dijo cosas extrañas y lo llevaron a sitios extraños; me vio al poco a mí, observó a un señor con una bata blanca que hablaba conmigo, el señor le dijo algo, él dijo algo, yo dije algo, alguien por ahí también dijo algo; lo trasladaron a la salida de ambulancias, esperamos juntos, le enseñé un catálogo, lo vio y no lo vio; lo volvieron a subir al carro médico, dejó de verme, lo devolvieron a su habitación; volvió a verme al rato y, enseguida, a mi tío Carmelo, que llegó justo detrás mío… . Y sólo eran las once de la mañana, ¿cómo no iba a estar confuso el hombre? «[…] El rostro de mi padre ante tanto ajetreo me transportó al que me he imaginado siempre de Segismundo, el protagonista de La vida es sueño de Calderón de la Barca (1635), cuando se despierta en su torre después de haber estado en el palacio (lugar en el que, a su vez, despertó tras haberse quedado dormido en su torre) y cuenta que ha soñado que estaba en un palacio porque ahora, despierto, observa que está en la torre de siempre. ¡Qué bello galimatías! ¡Qué hermosa oración la que sigue, trasunto metafórico de los hechos acaecidos bajo el imperio de la nube negra hasta que se disipó en la desembocadura “donde van los señoríos derechos a se acabar y consumir”! […]».
«[…] Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!);
¡que hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son».[1]
[1] Calderón de la Barca, Pedro: La vida es sueño. Edición de Ciriaco Morón. Madrid: Cátedra, 1991. Páginas 164-165 (las estrofas corresponden a los versos 2158-2187 de la obra).