Las metamorfosis aka El asno de oro – Capítulo 10

Capítulo 10. Aventuras y desventuras de malhechores

Todos estaban cómodamente cenando cuando se presentó otro grupo de jóvenes, tan numeroso y ladrón como el primero, pues traían también un buen botín: monedas de oro y plata, vasijas, tejidos de seda con bordado de oro, etc. Tras los saludos, el aseo y mil preliminares, ocupan un sitio junto a sus camaradas y todos comen y beben sin orden ni concierto: chillan, juegan, cantan estrepitosamente, riñen entre bromas… Así hasta que el más robusto de todos ellos tomó la palabra:

Ladrón 1. Nosotros, los que tomamos en un valiente asalto la casa de Milón en Hipata, además de la abundante recolección que debemos a nuestro valor, pudimos regresar al campamento sin una sola baja; y, por si este detalle tiene algún valor, volvimos sobre nuestras propias piernas y con ocho patas más por añadidura. Ustedes, en cambio, los que tenían como objetivo las ciudades de Beocia, han regresado con tristes bajas, entre ellas la del valiente Lámaco, su jefe, cuya vida tiene a mis ojos mayor precio que todos estos fardos que han traído. Él tendrá un lugar junto con ilustres reyes y aguerridos generales; en cambio, ustedes, que han permitido que pasase esta desgracia, no pasarán de ser unos vulgares rateros.

Uno de los hombres del grupo recién llegado, molesto, le replica:

Ladrón 2. Sólo tú ignoras que, cuanto más importante es una casa, más fácil resulta asaltarla. De nada sirve que haya mucho servicio en sus amplias salas, pues cada cual mira más por su propia vida que por salvar los bienes del dueño. En cambio, la gente modesta y de vida retirada esconde celosamente la poca o mucha fortuna que tiene, y la defiende con valor, arriesgando incluso la propia vida. Escucha lo ocurrido y por qué perdimos a Lámaco, Alcimo y Transileón, cuyos recuerdos siguen hiriéndonos de pena y dolor. 

***

Cuando llegamos a Tebas, cumplimos con lo primero que exige que se haga en nuestra profesión: indagar la situación económica de los habitantes. Nos llamó la atención un tal Crísero, banquero y dueño de grandes capitales, quien disimulaba su opulencia no excediéndose en liberalidades; viviendo solo y retirado en una casa modesta, aunque bien fortificada; sucio y cubierto de andrajos; y guardando sus sacas de oro en sus colchones. Todo esto lo descubrimos después de unas pacientes, largas y precisas pesquisas. Tras ver pros y contras, se decidió que nuestro primer ataque en esa ciudad fuera contra él, dando por seguro que su aislamiento favorecía nuestra empresa.

Sin perder tiempo, a la caída de la noche, nos pusimos al acecho ante su puerta. Descartamos apalancarla, forzarla o romperla para que el ruido no despertara a todo el vecindario y se llenase de dificultad lo que habíamos previsto que sería muy sencillo. Crísero, más vigilante aún que nosotros, pudo percatarse de nuestros movimientos en torno a su casa de los últimos días y, atento a su naturaleza desconfiada, se preparó para repeler un posible ataque. El día de nuestro asalto, nos esperaba al otro lado de la puerta armado con un enorme clavo. Lámaco, nuestro ilustre jefe, dejándose llevar por su incuestionable valor, metió poco a poco la mano por el agujero donde va la llave para hacer saltar la cerradura. Un grito horrendo de dolor nos paralizó: Crísero clavó la mano invasora en la madera de la puerta, dejando a nuestro líder inmovilizado. 

Con rapidez subió al tejado de su tugurio y, con toda la fuerza de sus pulmones, pidió ayuda a sus vecinos, llamándoles por su nombre y recordándoles que está en juego la vida de todos. Mas sabiendo el ladino que su condición de banquero podía desincentivar la voluntad de que salieran en su auxilio si gritaba que había ladrones en su casa, por eso de la natural avaricia y frialdad que tienen los de su condición, que mueven al deseo de que sean víctimas de los robos que ellos cometen, difundió que el peligro no era otro que un violento incendio que se había apoderado de su casa. De esta manera, logró que cada vecino se alarmase ante la proximidad del inminente peligro y todos corriesen angustiados a prestar socorro.

Nos vimos sin esperarlo en un inquietante dilema: o dejar que los avisados nos viesen y, entre todos, nos redujesen; o abandonar al compañero a su suerte. Optamos por una tercera opción con el visto bueno de Lámaco: cortarle parte del brazo, dejando el antebrazo clavado en la puerta y taponándole la herida con un gran vendaje para que no se desangrase y fuese peor el remedio que la enfermedad, y para que las gotas de sangre no sirvieran de rastro. Así lo hicimos. 

Todavía impresionados por la terrible solución adoptada, nos apremió una inquietud peor aún: huimos de manera tan  atolondrada, que no sabíamos adónde ir. Imagínate el panorama: desorientados, con el miedo de que nos detenga la multitud avisada por Crísero, con nuestro compañero desangrándose a pesar del fuerte vendaje y desmayándose de tanto en tanto, y siendo conscientes de que por mucho correr es posible que no lleguemos a tiempo para salvarle y, quizás, para salvarnos. Es entonces cuando aquel hombre sublime, aquella alma de valor sin igual, que pensaba lo mismo que nosotros, nos exhorta repetidas veces, que le liberemos del suplicio a la vez que del pesar por la nueva vida que le espera: ¿Para qué querría un salteador valiente sobrevivir a su brazo, si ya no ha de seguir saqueando y degollando? Para él, mejor final no habría en ese instante que caer bajo el golpe de una mano amiga. Nos pide, pues, aquello que no somos capaces de hacer. Como ninguno de nosotros se dejaba convencer cogió su espada con la mano que le quedaba, la cubrió de besos y de un terrible golpe se la clavó en medio del corazón. Nosotros, rendidos de admiración ante el heroísmo de nuestro gran caudillo, envolvimos con cariño lo que quedaba de su cuerpo y confiamos su guardia a los abismos del mar. Ahora nuestro Lámaco tiene por sepultura los extensos límites del ponto.

Lo de Alcimo, en cambio, no fue más que mala suerte. Forzó la casa de una pobre vieja mientras ésta dormía; al subir al piso superior del dormitorio, se olvidó de ella y empezó a tirar por la ventana todos los objetos que veía de valor para que después los recogiéramos. Todo lo que arrojaba caía en una parcela que había junto a la vivienda. Para terminar la faena que tan bien había realizado, solo le quedó el último enser por arrojarnos: la cama. Sin dudarlo, tiró al suelo a la anciana y se disponía a cumplir con su cometido cuando la maldita mujer aquella, echándose a sus pies, se puso a suplicar:

Vieja. Dime, hijo mío, ¿por qué regalas esta miseria, estos harapos de una pobre vieja, a los ricos vecinos que tienen su casa frente a mi ventana? ¿No ves que estás echando todo lo que me quitas en su terreno?

Estas palabras astutas hicieron caer en la trampa a Alcimo, quien creyó que hablaba con sinceridad y que había una posibilidad de que todo lo que había tirado por la ventana no fuera a caer a nuestras manos. Para convencerse de esta probabilidad, se asomó a la ventana para explorar concienzudamente los alrededores y, sobre todo, para apreciar la riqueza de la casa colindante. La oscuridad y su inconsciencia, su imprudencia, su absurdo atrevimiento, hicieron que se alongase por la ventana más de lo razonable, lo que aprovechó aquel carcamal para darle un empujón tan suave como repentino e inesperado que lo tiró de cabeza. Era demasiada la altura y, por añadidura, fue a estrellarse sobre una enorme piedra que allí había. Aún vivía cuando lo encontramos, extrañados de la tardanza en informarnos de sus logros. Tenías las costillas rotas y vomitaba ríos de sangre. Le quedó un aliento vital para contarnos lo que había pasado. Al dolor de su pérdida se unió el de nuestra ira y fuimos a por la vieja, pero la hayamos muerta. Prefirió irse a su manera que esperar a conocer la nuestra. Quisimos que Alcimo acompañara a Lámaco y juntas navegan sus almas.

Cansados ya de tantas adversidades, renunciamos a seguir en Tebas y subimos a Platea, la ciudad más cercana. Allí vimos que no se hablaba más que de un tal Demócares, un hombre de ilustre familia, de extraordinaria fortuna y de rara liberalidad que organizaba unos espectaculares festejos con gladiadores famosos por la destreza de su brazo, cazadores de probada agilidad y fieras, muchas, enormes y ferocísimas, que alimentaba con malhechores condenados a muerte. De todas las bestias que tenía, destacaban unos enormes osos que él compraba en cantidad, agotando con ellos todas las posibilidades de su hacienda, pues el sostenimiento de esos animales era costoso y él les daba una alimentación esmerada.

Ocurrió que la demora en preparar un lujoso y esplendoroso festejo trajo consigo una prolongada cautividad de los plantígrados, quienes perdieron vigor, adelgazaron excesivamente y, por inacción, terminaron enfermando de peste. Muchos murieron y muchos acabaron por las calles, tumbados y moribundos; y muchos sirvieron de alimento para el populacho, pues el hambre obliga a no seleccionar los víveres.

Esta situación nos movió a Eubulo, aquí presente, y a mí a una ingeniosa ocurrencia: llevar a nuestro escondrijo un gran oso que habíamos visto. Lo sacrificamos. Le sacamos la piel con cuidado, conservando las garras y la cabeza del animal hasta la nuca. Rascamos a conciencia todo el interior de la piel para afinarla y, después de espolvorearla con ceniza fina, la pusimos al sol a secar. Mientras la grasa iba desapareciendo bajo las ardientes vaharadas del cielo, su carne nos sirvió de alimento en reuniones donde hablábamos de nuestra siguiente operación. Decidimos que uno de nosotros se pondría aquella piel y, disfrazado de oso, lo llevaríamos a la casa de Demócares. Luego, aprovechando oportunamente las horas silenciosas de la noche, nuestro compañero nos facilitaría la entrada a los demás por la puerta grande.

El designado para convertirse en oso fue Trasileón. Él fue quien corrió el riesgo de la peligrosa estratagema. Cuando la piel estaba lista, se enfundó en ella. Hicimos los ajustes oportunos para que el aspecto de animal feroz fuera lo más creíble posible. Lo metimos en una jaula que nos costó muy barata y pusimos al instante en marcha nuestro plan, que pasaba por aprovechar una circunstancia que habíamos averiguado: la amistad de nuestra víctima con un adinerado tracio llamado Nicanor, muy aficionado a la caza. Íbamos a intentar convencer a Demócares que su amigo le entregaba un oso que había cazado para que contribuyese al realce de los juegos que estaba organizando.

Compusimos una carta y, avanzada la tarde, nos presentamos en la casa del ilustre vecino de Platea. Él quedó complacido por el animal y la generosidad de su amigo, y mandó que se nos entregaran diez monedas de oro como mensajeros de su felicidad.

Como la curiosidad humana corre siempre tras las novedades y los sucesos, en un santiamén toda la ciudad sabía que Demócares tenía una nueva bestia y que su propósito de seguir con la organización de su espectáculo seguía adelante. Quiso el rico que el pueblo disfrutara de la contemplación del animal dejándolo suelto en uno de sus parques. Yo, que vi peligrar nuestro plan, le dije:

Narrador. Ten cuidado, señor, el calor del día y el largo viaje han cansado al animal. No debes soltarlo entre los demás si son muchos y si, como he oído decir, están enfermos. ¿Por qué no le buscas en tu casa un lugar despejado y bien ventilado, a ser posible junto a algún estanque que refresque el ambiente? ¿Ignoras acaso que esta clase de animales se guarecen siempre entre bosques, en húmedas cavernas y en la proximidad de aguas cristalinas?

Demócares, recordando las pérdidas que tanto pesar le causaron, se puso de nuestra parte y nos permitió que colocáramos la jaula a nuestro gusto. Nos ofrecimos a cuidar del animal durante la noche, pero nos dijo que no hacía falta porque su servidumbre ya sabía cómo atenderlo.

Saludamos y nos retiramos. Cuando el sol se fue, nos aprestamos a cumplir con el plan previsto. Todo estaba saliendo tal y como lo habíamos planeado: nuestro oso Transileón, en cuanto vio que estaba todo despejado, salió de la jaula y se puso en un lugar cerca de una luz para ser visible. Uno de los nuestros, que estaba en la azotea de una casa colindante, lo vio y le hizo señales. Le respondió nuestro valiente con otras que venían a significar “voy a abrir la puerta”; el otro hizo otras para informarle de que “muy bien, voy a avisar a los nuestros para que estén preparados”. 

Pero no contamos con un imprevisto: un esclavo desvelado salió al patio y vio al descomunal animal suelto. Como es lógico suponer, sobre todo porque la bestia era enorme y la noche muy oscura, decidió volver a la casa e informar a los que allí estaban de que el oso se había escapado. La numerosa servidumbre se reúne y llena por completo la morada. Antorchas, lámparas, velas, candelas y todo el servicio de alumbrado iluminan la oscuridad. Nadie sale sin armas: cada cual viene con su garrote, su lanza o su espada desenvainada para prohibir el paso.

Lo peor de todo no fueron las luces ajenas ni la gente armada, sino los perros, que iban con su furia a flor de piel y que se abalanzaron sobre nuestro disfrazado compañero tan pronto como dieron con él. Yo presencié la horrible escena. Vi cómo se resistía Transileón; cómo, entre dentelladas y desgarros, seguía luchando y representando hasta la muerte el papel que voluntariamente había asumido. Recuerdo ver cómo unas veces retrocedía y otras veces hacía frente, hasta que, tras mil posturas y movimientos acrobáticos, logró escabullirse y salir de casa. Sin embargo, no halló la salvación que esperaba. Todos los perros del barrio, tan rabiosos como numerosos, lanzaron contra la misma presa. ¡Qué terrible espectáculo! 

Allí tirado quedó. Nadie se atrevió a tocarlo hasta muy entrado el día, cuando un carnicero, más atrevido que el resto de temerosos ciudadanos y de precavidos compañeros de latrocinio, se acercó al animal, comprobó la verdad del disfraz y, sin contemplaciones, cogió y se llevó la piel, dejando a nuestro llorado compañero tirado en la calle. No pudimos llevárnoslo para darle la despedida digna que se merecía porque Demócares y los suyos ya se habían dado cuenta de qué había detrás  del falso oso. Cogimos el botín que pudimos conseguir hasta que se desencadenaron los sucesos de la noche y tomamos la ruta que nos ha llevado hasta aquí.

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Patricia Franz Santana - Asinus

Asinus de Patricia Franz Santana