Capítulo 11. La joven secuestrada
Concluida esta exposición, hacen un brindis en memoria de sus camaradas fallecidos; luego, entonan algunos himnos en honor del dios Marte y se retiran a descansar. En cuanto a nosotros, los animales, porque aquí es el grupo donde me corresponde estar hasta que se solucione mi problema, la vieja aquella nos distribuyó, sin medir, cebada fresca en abundancia. Yo, como nunca había comido la cebada cruda, sino bien triturada y en papilla cocida a fuego lento, al divisar un rincón donde se amontonaban los mendrugos de pan que habían sobrado a toda aquella gente, me retiré a probar la destreza de mis mandíbulas entumecidas por un largo período de hambre. Comí a dos carrillos y sin desmayar; y aunque antes, cuando yo era Lucio, con uno o dos panes tenía bastante y me retiraba de la mesa, ahora, ante las exigencias de mi vientre tan profundo, iba ya por la tercera cesta y seguía engullendo. Entre masticadas me sorprendió la clara luz del día.
Acabado el manjar, salí de esa suerte de establo donde nos habían puesto y fui a aliviar mi sed en un riachuelo cercano. En aquel preciso instante, vi cómo se acercaban dos ladrones dando muestras de mucha angustia y preocupación. Traían a una joven de aspecto distinguido que no dejaba de llorar, de arrancarse el pelo ni de rasgarse las vestiduras. La llevaron al interior de una cueva.
Me olvidé de mi sed y con un disimulado trote logré asomar mi hocico por un hueco próximo a la entrada. La vi sentada y oí cómo uno de sus raptores le decía:
Ladrón. No peligran ni tu vida ni tu honor. Ten un poco de paciencia para facilitar nuestra empresa. La dura ley de la pobreza nos ha reducido a este oficio. Tus padres, al contrario, tienen montañas de riquezas y, por avaros que sean, no tardarán en disponer lo que le pidamos por tu rescate. Deja de llorar.
Con estas y otras palabras similares, trataban en vano de calmar a la muchacha; pero ella, con la cabeza entre las rodillas, se deshacía en lágrimas. Mandaron a la vieja que entrara e hiciera compañía a la joven. Así lo hizo, pero nada de lo que decía la vieja lograba cortar su llanto; al contrario, se lamentaba con mayor desesperación entre vivas convulsiones e ininterrumpidos sollozos, hasta el punto de hacerme saltar las lágrimas a mí también.
Joven. ¡Qué desgraciada soy! Con una casa como la mía, con tanto servicio, con esclavos tan familiares y queridos, con padres tan adorables, heme aquí abandonada, víctima de un rapto cruel; como una esclava encerrada en esta cárcel de roca, en esta sala de tortura, sin ninguna de las comodidades que rodearon mi nacimiento y mi niñez, sin estar segura de salir con vida entre tantos y tan temibles ladrones, en una población de horribles asesinos… Dime, venerable anciana, ¿cómo puedo dejar de llorar? ¿Cómo puedo incluso soportar la existencia?
Tales eran sus lamentaciones y los aspavientos, y los movimientos de todo su cuerpo que, ya rendida, cerró sus ojos y se quedó dormida. Mas al poco, se despertó y, con ojos enloquecidos, volvió nuevamente a dar muestras de amargura, a golpearse el pecho, abofetearse la cara, tirarse de los pelos… La vieja le preguntó con insistencia el porqué de este nuevo y redoblado disgusto; ella, suspirando cada vez más angustiada, le contestó:
Joven. ¡Ay! Ahora sí que estoy perdida del todo, ahora ya me he despedido de toda esperanza de salvación. Un lazo corredizo, tal vez un puñal o más probablemente un precipicio… He ahí, sin la menor duda, la suerte que me espera.
Al oír sus palabras, la vieja, un tanto irritada y con mirada más severa, le pregunta:
Vieja. ¿Me vas a decir por qué tienes que llorar? Después de caer en profundo sueño, ¿por qué, de repente, vuelves a dar libre rienda a tu llanto? Me parece que está claro: tú pretendes que se malogre el bonito ingreso que mi gente espera de tu rescate. Si persistes en tu actitud, con lágrimas, caídas, levantadas, recaídas y… ¡voy a asarte viva!
La jovencita se asustó al oírla y, besándole la mano, le dijo:
Joven. Perdón, madrecita, pero mi desgracia es muy grande. Sea compasiva y humana. Tenga un poco de paciencia. No puedo creer que, en la avanzada madurez de su vida, bajo su venerable cabello blanco, se haya secado por completo los sentimientos de compasión. Fíjese si no es desgracia la mía: me han secuestrado hoy, ¡el día de mi boda! Para colmo, acabo de tener una horrible pesadilla: he revivido mi desdicha o, más exactamente, he visto colmada la medida de mis males. He creído verme arrancada violentamente de mi casa, de mi habitación, de mi propio lecho; y que me llevaban por parajes solitarios e intransitables, e iba invocando el nombre de mi infortunado marido. Él, al verse privado de mis brazos, recién perfumado y todavía coronado de flores, seguía mi rastro mientras yo corría huyendo sobre unas piernas que no eran las mías. Y como él lamentaba a voz en grito el rapto de su bella esposa y pedía auxilio al pueblo, uno de los ladrones, indignado y harto de esta molesta persecución, va y mata al desgraciado joven que era mi marido. Despavorida y angustiada por tan espantosa visión, me desperté de mi funesto sueño.
La vieja, impresionada por las lágrimas y el relato de la joven, le dice suspirando:
Vieja. Ten confianza, reina mía, y no te dejes asustar por las vanas ilusiones de los sueños. Pues, según dicen, son engañosas las visiones que tenemos cuando soñamos de día; e incluso las que tenemos de noche anuncian a veces lo contrario de lo que representan. Así, llorar, recibir una paliza y, a veces, verse degollado son augurios de suerte en los negocios y prosperidad. Y al contrario: reír, hartarse de golosinas o entregarse a las delicias del amor significa que se va a ser víctima de la tristeza, la enfermedad o cualquier otra desgracia. Ahora voy a distraerte ya con una de las bonitas historias que cuentan las viejas que, sin duda alguna, te calmará y logrará distraerte. Es la historia de Cupido y Psique…
Asinus de Patricia Franz Santana