Capítulo 14. Lucio, acusado; Gracia, liberada
Al poco de amanecer, llegó adonde estábamos uno que, por la manera de saludar a los ladrones, intuí que era del gremio. Venía exhausto. Se sentó y habló a todos.
Ladrón. Amigos, Milón de Hipata, cuya casa asaltamos hace poco, ha dejado de ser un problema para nosotros. Su muerte no cae sobre nuestras espaldas. En la ciudad se acusa a un tal Lucio como autor de la fechoría. Cuentan que días antes de lo ocurrido, gracias a una falsa carta de recomendación y a su naturaleza embaucadora, se había ganado la confianza de Milón, quien lo acogió como si de un familiar suyo se tratara; luego, cameló a la sirvienta de su anfitrión, fingiendo estar enamorado de ella para conocer los entresijos de la casa y ver cómo llevar a cabo su propósito. Esto dicen unos; otros, que el crimen es un deseo de venganza de ese tal Lucio contra su huésped por la humillación que recibió el Día de la Risa.
El caso es que, como digo, todos los dedos acusadores se dirigen al tipo que les he dicho, que ha desaparecido desde la misma noche en la que atacamos la vivienda. Dicen que lograron apresar a su esclavo, quien seguía en la casa aun cuando su amo ya había cometido el crimen. Lo han sometido a toda clase de torturas para que diga dónde está Lucio, pero cuentan que todavía no ha cantado. Poco nos ha de importar la suerte de este esclavo. Lo mejor de todo es que, como todos piensan que hay que buscar y capturar a ese asesino llamado Lucio, nadie se acuerda de nosotros. Estamos libres de cualquier contratiempo.
Todos aplaudían con alegría la buena nueva mientras una densa confusión me inundaba, pues sentía alivio y, al mismo tiempo, pesar. Me alegraba estar como estaba porque me libraba de ser encontrado, acusado y arrastrado a una barahúnda de golpes mortales cuando me preguntasen por aquello que no podía responder y cuando, con el propósito de aminorar el daño, me inventase una respuesta que tampoco les iba a satisfacer. ¿Alguien se creería que no pude matar a mi amigo Milón porque me había convertido en un asno? Pero me causaba un gran pesar descubrir que la Fortuna, ciega como se la representa, era incapaz de arrimarse a los buenos porque hacía lo propio con quienes no debían ser merecedores de su auxilio; o sea, que permitía que el malo gozase de la fama de virtuoso mientras que los inocentes como yo éramos quienes debíamos recibir los palos que correspondían a los criminales. Yo quería a Milón, yo jamás hubiese cometido el acto que me atribuyen; mas, ¿cómo decirlo? ¿Cómo comunicarlo? ¿Cómo lograr que me escuchen y que entiendan que mis manos no están manchadas de sangre como sí lo están las de quienes, cerca de donde estaba, hablaban entre risas y jolgorios de sus hazañas?
Como si los hubiesen cortado de un tajo, el alivio y el pesar desaparecieron de repente cuando caí en la cuenta de que había llegado el día de nuestro sacrificio a manos de aquellos que bien merecían ser calificados como feroces y crueles bestias.
Entre un pensamiento y otro andaba cuando vi cómo el joven sacó de un bolso que traía consigo una pequeña talega con mil piezas de oro. Dijo que era el provechoso fruto de sus asaltos a varios viajeros y que las entregaba para la caja pecuniaria de la comunidad. Todos alabaron su generosidad con más muestras de alegría si cabe. Luego dijo:
Ladrón. Propongo que repongamos los huecos que tenemos con nuevos compañeros de armas. Paremos un tiempo nuestras actividades para llenar nuestra organización con personas valiosas que se sientan atraídas por nuestras recompensas. Pienso, por ejemplo, en los esclavos. Sin duda alguna, cambiarían su vil existencia por otra que puede convertirlos en reyes. También tengo en mente a muchos ociosos corpulentos, jóvenes, vigorosos, valientes… que más provecho sacarían si, conforme están horas tirados por ahí esperando que alguien les lance alguna que otra moneda, usasen sus manos para empuñar armas y conseguir oro.
Todos estuvieron de acuerdo con el orador, quien, nada más acabar, abandonó la estancia durante un breve rato. Sin hacer esperar mucho al grupo que se había quedado expectante, regresó con un auténtico gigante, muy joven y bastante fornido, que iba cubierto de harapos. «Este es el primero de los muchos que podrían venir», dijo; y pidió al recién llegado, que se llamaba Hemo de Tracia, que se dirigiese a quienes lo habían visto llegar con no escaso asombro.
Hemo de Tracia. Salud, clientes del valeroso dios Marte. Soy Hemo de Tracia, bandolero muy conocido, admirado por mis semejantes, perseguido por la justicia dondequiera que ésta esté. Como mi padre Terón, otro ilustre bandolero también, he sido jefe de una banda heroica con la que he arrasado por completo toda Macedonia. Tengo arrojo y decisión, y mi moral se crece ante la muerte, que no me espanta ni amedrenta, aunque mis ropas puedan sugerirles otra cosa. Perdí mi banda en una mala inspiración del cielo, que me empujó asaltar a quien no debía por tener una protección militar imposible de superar. He aprendido de lo ocurrido. Desde ahora, son ustedes mis fieles compañeros de armas si tienen a bien acogerme y si, deseando ser más ricos de lo que han sido en toda su vida, me aceptan como su jefe. Y como prueba de mi buena voluntad, les entrego mi modesta dote, dos mil piezas de oro dentro de este zurrón.
Puso la bolsa en el centro de la mesa y quienes estaban en torno a ella se la fueron pasando de mano en mano. El considerable peso, el sonido de las monedas y su áureo brillo contagió al grupo a una suerte de felicidad colectiva que, sin aplazamientos ni titubeos, se tradujo en el nombramiento por unanimidad del recién llegado como el jefe de los ladrones.
Lo primero que hacen es cambiarle los harapos que llevaba por unas ropas más decentes; luego, lo colocan en el puesto de honor de la mesa que le corresponde para celebrar entre todos el nuevo mandato.
Como el lugar donde lo sientan es el más confortable y caliente de la estancia, que es cerca de donde están los animales, o sea, de quien te cuenta esto que lees, logro enterarme durante el banquete, si así puede denominarse, que le dan cuenta de la evasión de la muchacha, de mi colaboración al servirle de montura y de la muerte horrenda que nos esperaba a ambos. Quiere ver a la presa y le conducen hasta ella. Al verla cargada de cadenas hizo una mueca de desaprobación.
Hemo de Tracia. No soy quién para oponerme a lo que han decidido, a pesar de que ahora, porque así lo han querido ustedes, sea su jefe; pero sentiría hondos remordimientos de conciencia si no les dijera qué es, en mi opinión, lo que debemos hacer. Tal y como yo lo veo, un ladrón juicioso, vamos, lo que todos queremos ser, no debe anteponer nada al lucro, nada que no nos dé beneficios económicos debe ser prioritario, ni siquiera la venganza. Si eliminamos a la joven, al margen del método que usen, solo habrán logrado satisfacer la furia que sienten por ella, pero no habrán obtenido ningún provecho. Lo mejor, así lo creo yo, es llevarla a alguna ciudad y ponerla allí en venta. Es joven, es bonita, tiene clase… ¿acaso no sacaríamos por ella un buen pellizco? Sé de muchos que pagarían más de lo que se pueden imaginar por ella. ¿Qué mancebía no pagaría por tenerla a su servicio? Venderla como sierva de un lupanar, alejada de la vida regalada que ha tenido en su corta existencia y condenada hasta que muera a sufrir las inclemencias de su profesión, ¿no es suficiente venganza? Esta es mi propuesta. Les hablo con la mano en el corazón. La última palabra es de ustedes. Lo que decidan me parecerá bien.
Aunque Gracia me caía bien y no le deseaba mal alguno, reconozco que me aferré a la propuesta del recién llegado e imploraba a los dioses humanos y zoológicos, si los hubiese, que todos los ladrones aceptasen su propuesta. La deliberación fue larga, y la espera ante la decisión general me torturaba hasta lo indecible. Finalmente, el grupo accedió a lo que había propuesto Hemo de Tracia y liberaron a la joven de sus ataduras.
Como te puedes imaginar, me alegré mucho de la decisión. La joven se alegró también; es más, tanto se alegró que, a mi entender, yo creo que había hasta alborozo cuando el jefe le dijo lo que habían decidido para ella. Pensé que había cierta lógica en sentirse feliz por haberse librado de una muerte tan cruel, pero no entendía que la perspectiva de pasarse el resto de su vida en un burdel fuese motivo de tanto contento. Reconozco que en ese momento pensé que la muchacha había perdido el juicio.
Hemo pidió a uno de los ladrones que le acompañase a la ciudad para hacer la venta. Cargó a Gracia sobre mis lomos y salimos despacio de aquel siniestro lugar. El resto se quedó celebrando la nueva regencia y lo que prometían ser tiempos de prosperidad para los hijos de Caco.
Cerraba la marcha el jefe, yo iba en medio y el otro ladrón encabezaba la fila. Cuando ya estábamos bastante lejos de nuestro punto de partida, el caballo de Hemo se alineó conmigo y, gracias a mi agudo oído y mis no pequeñas orejas, escuché un susurro tan tenue que no lo pudo captar quien estaba al frente de la comitiva.
Hemo de Tracia. Ten confianza, mi dulce Gracia, pues todos estos enemigos tuyos serán muy pronto tus prisioneros.
Dicho esto, se abalanzó sobre el otro ladrón, a quien sorprendió clavándole un cuchillo hasta la empuñadura por el costado. Fulminado el desprevenido, Hemo de Tracia, que en realidad era Tlepólemo, el prometido de Gracia, se dio prisa para esconder el rastro de su heroica acción: enterró al muerto; quitó a Gracia sus ataduras, no sin una suma considerable de besos, lágrimas y demás muestras afectuosas; y subió a su amada al caballo que se había quedado sin jinete para que estuviese más cómoda y más a su altura visual. Ay, si ellos supiesen cuánto me alegré que me considerasen bajo e incómodo, y que la felicidad que en ese momento ellos consideraban cosa de dos era, en realidad, compartida por tres.
Asinus de Patricia Franz Santana