Capítulo 20. Infidelidades
¡Qué triste existencia la de los que se ven amarrados de por vida a estar con quienes deberían no haber nacido! ¡Qué mala suerte la de aquellos que tropiezan con quienes no deberían y ven cómo el resto de sus años mortales queda condicionado a los designios de estos seres que, de tan malos como son, hasta el mismo diablo no los querría cerca de sí! ¡Cómo no tener pena por aquel hombre tan desgraciado por tener que estar junto aquella monstruosa criatura en quien todos los defectos se habían acomodado! Era maliciosa, cruel, depravada, borracha, pendenciera, tozuda, avara, ladrona, manirrota, impúdica y sacrílega hasta decir “basta”. Se burlaba de su pobre marido de mil maneras, pues imaginación para el mal no le faltaba; se embriagaba desde por la mañana y se entregaba a la prostitución con cualquiera a lo largo del día.
Pero si solo fuera eso, pues bien, vale; en fin, ¿qué se le va a hacer? Lo siento por el molinero y a otra cosa. Lo malo es que sentía hacia mí un odio extraño. Me desayunaba todos los días, antes de empezar mi labor, con alguna paliza; y siempre era quien más tarde llegaba al pesebre, a pesar de ser siempre de los primeros en empezar mi trabajo. Y todo porque así lo disponía ella.
A tal punto llegó la cosa que decidí (porque para eso yo era humano, aunque con forma de asno) buscar la manera de ponerle fin a la situación, aunque tuviera que arrancarle la cabeza para ello. Así, pues, me propuse fijarme en todo lo que hiciera cuando pudiera verla y en oír todo lo que dijera cuando mis orejas grandes la captaran. Ella debía tener un punto débil y yo tenía que descubrirlo para hallar el modo de acabar con ella. Me tenía tan harto su trato… Y eso que no ha sido poco lo que he recibido hasta ahora, a tenor de lo que les he venido contando en este libro en los once capítulos que llevo como asno.
Desde ese momento, buscaba el modo de encontrarme donde ella estaba, aunque eso trajera consigo toda clase de golpes y menoscabos. Pero el sacrificio valió la pena. Sucedió que un día descubrí que un joven que no formaba parte de aquel lugar, en determinados momentos del día, entraba en la casa. Esto, por un lado; por el otro, descubrí también que el monstruo tenía una cómplice: una vieja que, supongo, era tan depravada como ella. ¿Que cómo sé lo que te cuento? Pues gracias a conversaciones como esta que oí con sobresaliente claridad:
Vieja. Ya te vale, ya, ama querida, con ese amante lento y pusilánime que te has echado. ¿Por qué no me preguntaste? ¿Acaso cumple contigo como debería? Me da que no. Hay que ver cómo tiembla cuando está cerca de tu marido. Más provecho hubieses sacado con Filesitero, muchísimo más, qué duda cabe. Es joven, guapo, elegante, valiente y de un ingenio fuera de lo común. Si supieras cómo se toreó a un marido celoso, me darías la razón.
Molinera. ¿Sí? A ver, cuenta, cuenta…
Vieja. Escucha bien…
***
Bárbaro era el jefe de una escuadra de soldados de nuestra ciudad al que conocían como el Escorpión por el carácter que tenía. Estaba casado con una hermosísima mujer de muy buena familia que tenía encerrada en su casa. Se tomaba muchas precauciones en que estuviera muy bien resguardada.
Un día tuvo que hacer un viaje ineludible y dio instrucciones a su esclavo más fiel para que vigilase a su esposa bajo la amenaza de sufrir el peor de los castigos y la más cruel de las muertes si un solo hombre se acercaba a ella y era capaz de tocarle aunque fuera la punta de un solo dedo.
Myrmex, que así se llamaba el esclavo, asumió el encargo con miedo y con la voluntad firme de que nadie, absolutamente nadie, se acercara a la esposa de su amo si era hombre y no pertenecía a la familia. Cumplió y muy bien, por cierto, con el encargo: prohibía a la señora cualquier salida, se sentaba a su lado cuando ella hilaba, la acompañaba al baño por las tardes sujetando el borde de su vestido… En fin, que daba cuenta de manera más que sobresaliente con la misión que se le había confiado.
Mas he aquí que un día la ve Filesitero y, conocedor de las dificultades que conlleva romper la muralla de virtud y precaución que el esposo había edificado alrededor de su mujer, asume el propósito de echar abajo la pared para acercarse y estar con ella. Tiene claro que la fidelidad humana es frágil y que el oro abre todas las puertas, absolutamente todas.
Cuando se le presenta la ocasión, se acerca Myrmex y le cuenta que ama con locura a su señora y que si no puede estar con ella se quitará la vida, pues no tiene sentido seguir en el estado en el que se encuentra. Le deja ver que de noche el acceso sería mucho más fácil. Y termina por golpear la firmeza del esclavo cuando le muestra diez brillantes y nuevas monedas de oro y se las ofrece si le facilita la conclusión de su propósito. Veinte monedas de oro serían para la mujer si accedía a estar con él.
Myrmex, seducido por el oro, pero temeroso de su amo y de las consecuencias de su incumplimiento, salió corriendo y se refugió en su casa. En su cabeza, daban vueltas el oro, el castigo, cuanto haría con las monedas, cuanto perdería si las cogía…
Al día siguiente, la situación volvió a darse y el esclavo padeció las mismas tentaciones: escuchó la atractiva oferta y se encerró en su casa soñando con los beneficios que le reportarían las monedas y teniendo pesadillas cuando pensaba en el severo castigo que recibiría por su codicia. Al tercer día, se repitió la escena y acabó por aceptar el ofrecimiento de Filesitero. Una oportunidad así es posible que no se le volviese a dar en la vida, pensó.
Comentó a su señora el negocio que el galán quería hacer con ella: veinte monedas de oro si accedía a estar con él… con todas las consecuencias, claro está. La mujer, que conocía de vista al joven y que le agradaba la posesión de un capital como el que le ofrecía, permitió el encuentro.
Por la noche, Myrmex trae al amante hasta la habitación de la señora. Apenas habían iniciado lo que prometía ser una noche entretenida cuando, de repente y contra toda sospecha, se presenta el marido en la casa y comienza a dar golpes en la puerta.
Marido. Ábreme, Myrmex. Ábreme ya.
Da voces, golpea el portón con una piedra. El esclavo está petrificado. Necesitaba ganar tiempo mientras los amantes se vestían y buscaban el modo de que Filesitero saliese de la casa.
Myrmex. Ya voy, señor.
Marido. Que abras te digo. Ya. Ábreme ya.
Myrmex. Sí, señor. Es que es muy de noche y no encuentro la llave.
Filesitero se pone su túnica y salta fuera de una ventana que da a una calle justo en el momento en el que el marido consigue acceder en la casa. Este entra como un toro, echa una mirada asesina a su esclavo y, con el ceño fruncido y un gesto de ira que daba miedo, va corriendo hacia el dormitorio. No ve nada que le mueva a pensar en lo que ahí ha ocurrido hace un rato y se acuesta.
Al día siguiente, cuando la luz del sol iluminaba la habitación, ve el marido debajo de la cama unas sandalias desconocidas. Eran las de Filesitero, quien, con las prisas de la noche anterior, debió salir tan apurado que ni se dio cuenta de que no se había calzado ni quiso regresar a por ellas cuando se percató, a tenor de lo que le podía pasar.
El marido sospecha lo que ha ocurrido, coge las sandalias, se las guarda en su manto y pide a dos de sus esclavos que prendan a Myrmex y que lo lleven arrastrado al foro. Mientras lo zarandean y golpean, el marido va detrás con gesto serio. En esto que, a lo lejos, Filesitero ve la comitiva y cae en la cuenta de lo que está sucediendo: aquella escena tiene que ver con las sandalias que, sin duda, Bárbaro ha encontrado en el dormitorio. En vez de darse la vuelta y desentenderse del asunto, decide vacilar al marido y, con asombrosa sangre fría, sale al encuentro y dice:
Filesiterio. ¡Ah, mezquino ladrón! ¡Has sido tú! ¡Sí, tú! ¡No lo niegues! ¡Ojalá tu amo aquí presente y las divinidades del cielo acaben contigo de tan mala manera como tu maldad lo requiere! ¡Fuiste tú quien ayer me robó mis sandalias en el balneario! ¡Bien te mereces que te golpeen una y otra vez!
Le escupió el galán y se alejó del lugar echando maldiciones contra Myrmex. Bárbaro, impactado por la escena, regresa a casa. Al rato, llama a Myrmex, le entrega las sandalias, lo perdona de corazón y le aconseja que devuelva a su legítimo dueño las sandalias que le ha robado.
***
Molinera. ¿Cobró las veinte monedas la mujer infiel?
Vieja. No dio tiempo a pagarle. Además, el servicio no se había cumplido.
Molinera. ¿Y las diez de Myrmex? Él sí cumplió.
Vieja. Que dé gracias de que Filesitero le salvó la vida, que vale mucho más que diez monedas de oro.
Molinera. Ay, si yo tuviera un Filesitero así, tan decidido y desenvuelto; y no el asustadizo que tengo…
Vieja. Pues habrá que enseñarle. Ya me encargaré yo de eso, pues hija, nieta y madre de buenas celestinas soy: de las mejores he aprendido y a las mejores he enseñado.
No alcancé a oír más porque se iban alejando de donde yo estaba en dirección a la casa.
El caso es que, según me voy enterando por lo que se dice por aquí y se comenta por ahí, uniendo versiones y dándoles el sentido que creo que tienen, la esposa, siguiendo los consejos de la vieja, dispuso un banquete magnífico para recibir al amante la misma noche en la que su marido cenaba fuera. La vieja, por su parte, condujo al chiquillo hasta donde le esperaba la molinera, vestida de manera sugerente para la ocasión. Y sí, créame, era un chiquillo, otra denominación no cabe, pues aquel no era más que un delicado joven de mejillas suaves que en las artes amatorias más se dejaba hacer por desconocimiento que por dejar la iniciativa a la pareja.
He aquí que comienza la esposa a besar y agasajar cuando, de repente, se oye la llegada del marido, quien ha vuelto a su casa con demasiada antelación. Imagínate la de maldiciones que debió proferir su mujer ante esta interrupción y la de deseos de que todos los males del mundo se conjurasen en ese momento sobre el molinero. Escondió como pudo al desmayado galán en una artesa de madera algo desusada que estaba situada cerca de donde estábamos los cuadrúpedos de la caballeriza. Vi cómo se metía dentro el joven, temblando como una hoja mecida por huracanes; y cómo volvía a entrar rápidamente la infiel en la casa.
Llegó el marido y ella, con la mayor serenidad, le preguntó por qué había dado fin tan pronto a la cena con su amigo, qué había pasado para que el regreso a casa fuera tan inmediato. Él, con pesar e infinidad de suspiros, le dijo:
Marido. Ay, es terrible. ¿Es posible que una madre de familia, fiel y sensata, haya podido manchar su nombre y el de su marido con una conducta tan indigna? No me lo puedo creer.
La mujer, algo desconcertada y poniéndose en lo peor, le preguntó con no poca inquietud:
Mujer. ¿Una madre de familia?… ¿Quién? ¿Qué ha pasado?
***
Marido. La esposa de mi amigo, batanero, como sabes, siempre ha sido considerada una mujer virtuosa. La conoces. Sabes que no miento. Pero no siempre es oro todo lo que reluce. Al parecer, concibió una pasión secreta por cierto galán, con quien tenía frecuentes citas furtivas; la última de ellas, esta misma noche, donde, al parecer, había concertado un encuentro amoroso con el joven.
Cuando llegamos a la casa después del baño, la mujer había escondido al muchacho en una jaula de mimbre creyendo que ahí no sería descubierto. Nos recibió con amabilidad y ocupó el lugar que le correspondía entre nosotros. Mas he aquí que la jaula contenía alguna sustancia que obligó al joven a estornudar.
La primera vez y la segunda, el marido no sospechó nada creyendo que era la mujer quien había estornudado; pero las siguientes veces, empezó a vislumbrar lo peor. Se acercó a donde creía que estaba la fuente del sonido y dio con el joven, que respiraba con muchas dificultades debido a algún producto químico que contenía la jaula y que desconocía la mujer.
Quiso matarlo allí mismo, pero logré aplacarlo, pues antes nos perjudicaba a nosotros que nos beneficiaba aquel asesinato, pues, por muy justo que fuera, no nos correspondía. Además, le dije mi amigo, el joven se estaba muriendo, pues no había más que ver cómo boqueaba. Lo cogimos y lo llevamos hasta el rincón de una calle cercana, donde posiblemente debió terminar sus días.
Cuando dejamos al galán, yo dejé a mi amigo. Aplacé el volvernos a ver para otra ocasión, pues sabía que en ese momento más interés tenía él en atender el desagradable asunto doméstico que le había surgido que en cenar y departir conmigo los mil asuntos que siempre abordábamos en estas ocasiones. Y por eso estoy aquí, antes de lo previsto y con hambre.
***
Habló el molinero y, con el mayor cinismo habido y por haber, echaba imprecaciones y maldiciones su mujer contra su homóloga, la del batanero, por haber manchado con su acto el honor de las mujeres y por haber convertido el hogar en un lupanar, y otras tantas expresiones que hubiesen valido para elevarla a los altares de la honra más eximia.
Decía esto la mujer mientras pensaba en cómo quitarse de encima a su marido para que pudiera liberar a su seductor escondido. Así, le recomendó en varias ocasiones que se fueran a dormir, que ya era tarde y que mañana tenían que madrugar; pero el marido, que no había cenado, insistía en que antes debía comer algo. Entre una cosa y la otra, ella le sirvió la mesa con las viandas que había preparado para otro comensal.
En esto que vi la ocasión de descubrir el engaño y de complicarle la vida a la esposa. Si Aquiles tuvo un talón por donde fue vulnerable; el joven escondido tuvo en los dedos del pie el suyo. Ahí vi su punto débil, pues no terminaba de cubrírselos la artesa. Sucedió que, a la hora de siempre, nos sacaron para beber a la fuente. Íbamos todos en manada. Al pasar junto al mueble, pisé las no escondidas falanges con toda mi fuerza; tanto, que el dolor se volvió intolerable y dio paso a gritos y más gritos, y un retorcerse por el daño que me hizo pensar en si no le había roto algo más aparte de los dedos.
Como puedes imaginarte, se fue al carajo el escondite. El joven se descubrió y las artes amatorias desleales de la mujer también. Pensé que lo mejor para mí y lo peor para ellos estaba por venir. Pero he aquí que el molinero no daba muestras de sentirse afectado por la situación. El jovenzuelo temblaba de miedo y dolor; y el marido, en cambio, con ademán pacífico y tranquilizador, se dirigía a él.
Marido. No tengas miedo. No te castigaré. No soy un bárbaro ni hallarás en mí nada que vaya en tu contra. Sabes que puedo apelar a la ley contra el adulterio y pedir que te quiten la vida; pero no lo haré, pues me pareces un joven simpático y muy guapo. Lo que voy a hacer es proponer a mi mujer que te compartamos. ¿Te parece bien? Hoy me toca a mí…
Así hablaba para mi sorpresa mientras se llevaba al muchacho al dormitorio y dejaba encerrada a su esposa en otra habitación.
Acabó la noche, empezó el día. Yo trataba de entender la reacción del marido sin dar con una respuesta clara que no fuera la posibilidad de que yo estuviese tan hecho animal que comenzase a no captar muy bien a los humanos. Mas he aquí que, al rato de haberse puesto el sol donde no es posible hablar de amanecer, veo cómo el marido llama a dos robustos esclavos. Estos le traen al joven y, cerca de donde estábamos los animales, comienza a azotarle con un látigo y a recriminarle el que vaya cortejando a señoras casadas. Tras unas cuantas injurias, amonestaciones e imprecaciones, seguidas de no pocos latigazos, lo echó a la calle.
La adúltera, por su parte, recibió el repudio público de su marido, quien le cerró las puertas de su casa. Mas ella, que era mala, mala, pero mala de verdad, quiso resolver esta situación como solo su mente retorcida era capaz de concebir: acudiendo a una hechicera para que lograra con sus oscuras artes que el marido la perdonase y el matrimonio se reconciliase; o, si esto no era posible, que el marido acabase sus días de manera violenta.
A los pocos días, deduje que la bruja no había conseguido ablandar el corazón del marido porque lo hallaron sus esclavos ahorcado de una viga que había en su dormitorio. Algunos dijeron que lo vieron hablando con una mujer que iba descalza y que estaba muy demacrada y muy pálida, extremadamente delgada y con una cabellera muy larga, canosa y llena de cenizas; que hablaron y luego entraron juntos donde lo vieron colgado.
Pasaron los funerales, el dolor, las lágrimas, los lamentos… y llegaron los negocios. Una hija del molinero, fruto de un matrimonio anterior, según supe, se hizo con toda la hacienda y optó por venderla de la manera más rápida posible. Se subastó todo y yo, que era un “objeto”, entré en la puja. Así fui a parar a manos de un hortelano, quien se convirtió en mi amo número…, pues no sé qué número hace ya de amo. ¿Lo has contabilizado? En fin, sigo con mi historia.
Asinus de Patricia Franz Santana