Las metamorfosis aka El asno de oro – Capítulo 22

Capítulo 22. Dos perdidos, dos recuperados

Se dice, se cuenta, se comenta y se comparte que un crimen, un odioso y horrendo crimen pudo haberse cometido en casa del decurión a los pocos días de nuestra llegada. 

Esto es lo que sé de lo ocurrido: el dueño de la casa tenía un hijo joven, culto y ejemplar de su primer matrimonio. Con su segunda mujer, muy bella, por cierto, tuvo otro que, en ese momento, rondaba los doce años. Por dar rienda suelta a su natural libertinaje o porque así lo quiso la voluntad del destino, con el tiempo, la madrastra terminó enamorándose de su hijastro. Al principio, llevaba bien el asalto de Cupido, quien no le causaba más inquietudes que las propias del rubor o, de tanto en tanto, las de cierta aceleración cardíaca al constatar ante la desnudez del mancebo que ya no era un niño; mas luego, cuando el dios se dejó de tonterías y se entregó a fondo, la madrastra sucumbió. A todos mostraba un aspecto decaído y a todos decía que cierto malestar físico le rondaba. Nadie lo dudaba. ¿Cómo dudarlo si los males de amor y las enfermedades presentan los mismos síntomas: palidez, lánguida mirada, cansancio, idéntica inquietud, igual profundidad de suspiros, similares palpitaciones, dificultades respiratorias, etc.? ¡Qué fácil es diagnosticar el problema! No hace falta saber medicina, solo tener una leve idea de lo que es la ansiedad amorosa.

Un día, incapaz de dominar la pasión que le azotaba, mandó llamar a su hijastro. ¡Con qué gusto hubiese borrado esa denominación familiar que la cubría de vergüenza! El joven obedeció y se presentó en la habitación con el respeto debido a la esposa de su padre y a la madre de su hermano. Ella, que estaba convencida de lo que quería decirle al joven, no se decide y comienza a titubear; no sabe cómo empezar, no sabe cómo decirle con la boca el discurso que le dicta el corazón. El muchacho, con tono preocupado, le pregunta por su estado y ella, sin poder reprimir su angustia, comienza a llorar y le dice:

Madrastra. La causa, el único motivo del mal que me aqueja y el único remedio a este mal que me aqueja eres tú, tú en persona. Ten piedad de una mujer que por ti se muere. No pienses en tu padre. Su esposa morirá si tú no la salvas. Eres su imagen. ¿Cómo no voy a quererte? Estamos solos. Haz lo que tienes que hacer. Si nadie lo sabe, no será real para nadie.

Aunque el desconcierto y el horror habían asaltado al joven ante la proposición de su madrastra, consideró que lo mejor era no ser duro con ella respondiendo con una rotunda negativa. Así, pues, con admirable temple, calmó a la mujer de su padre con buenas palabras y con un «ya se verá» acompañado de un «cuando mi padre salga de viaje…», seguido de un «ahora no es el momento» y alguna que otra frase similar. Con estas expresiones futuribles, la mujer se sosegó y el muchacho, consciente del problema grave que se le había presentado, comenzó a inquietarse buscando una solución que, de entrada, él entendía que pasaba por huir de la casa lo antes posible.

Mas he aquí que los desesperos de la señora lograron convencer al marido para que viera con buenos ojos el que ella se fuera a una finca que tenían lejos de la ciudad. Su hijastro, que todavía no se había marchado de la casa, alegó un pretexto para no cumplir con la petición de su madrastra de que la acompañara. A esta excusa le siguió otra al día siguiente; y luego, otra; y más adelante, otra más… Así fue cómo concluyó la mujer que, en realidad, él no quería cumplir con su compromiso. De esta manera, trocó el amor prohibido que sentía hacia el mancebo por un odio funesto porque se sentía despreciada y humillada.

Esta nueva inquina le condujo a conseguir, por medio de un esclavo, un veneno que mezcló con vino y que, bebido, debía causar la muerte fulminante de quien la había rechazado. Mas he aquí que el pequeño de la casa, el de doce años, el hermanastro del que fuera deseado y ahora aborrecido, encuentra la copa de vino llena y, respondiendo a la llamada de la sed, se bebe de un trago el letal líquido. En un plis plas, cae sin vida.

El primero en llegar adonde estaba el cadáver fue su preceptor, quien pidió ayuda. Luego llegó la servidumbre y, por último, la madre. Todos ven la copa en el suelo y todos intuyen qué ha pasado, pero no logran atinar quién es el culpable. 

La mala de esta historia, que debería estar lamentándose amargamente por la muerte de su hijo, estaba mientras tanto, con el cuerpo aún caliente de su vástago, trazando la más cruel de las venganzas. Envió un mensajero para que fuera a buscar a su marido. A pesar de lo lejos que estaba, llegó con bastante prontitud al triste hogar. Ella, entre falsos sollozos e impostado dolor, le da a entender que su hijo ha muerto envenenado por culpa de su hermanastro, quien se vengó de esta manera por no haber podido consumar los lascivos deseos que sentía hacia ella, su madrastra. Mas no quedó así la calumnia, sino que quedó aumentada con una amenaza de quitarle la vida a puñaladas si denunciaba lo sucedido.

El pobre padre… Ay, el pobre padre. ¿Cómo crees que se debió quedar ante lo que escuchó de su pérfida y dañina esposa? Decir “arrasado de dolor y tristeza” es no llegar ni lo mínimo. Enterraba a su pequeño sabiendo que el mayor debía ser condenado porque no podía ni imaginarse que su bien amada esposa se hubiese inventado todo lo que le había contado.

Acabados los funerales, habló entre lágrimas al foro para declarar que se debían suspender los trámites legales para que se hiciera la debida justicia cuanto antes, ya que estaba claro que su hijo era un incestuoso porque había profanado el lecho paterno, un fratricida porque había matado a su hermano y un criminal por intentar asesinar a su madrastra. Todos respaldaron sus palabras y, por aclamación general, se dictó el siguiente veredicto: «Hay que matar al acusado a pedradas en la plaza pública».

Pero la decisión contaba con poderosos detractores: aquellos que no podían aceptar el incumplimiento del procedimiento judicial como está consignado en las leyes y reglamentos. La sentencia debía fundarse sobre el examen imparcial de las razones alegadas por ambas partes. No se podía condenar a nadie sin oírlo y sin que pudiera defenderse. Ajusticiar sin más es más propio de pueblos salvajes. Los civilizados se atienen a las leyes y al cumplimiento cabal de los pasos que deben seguirse para que los juicios sean sobre todo justos. 

Llamaron ante el senado al acusador y al acusado, quienes debatieron largo y tendido sobre el caso. Se pidieron pruebas convincentes y se consideró indispensable que declarase el esclavo que suministró el veneno a la madrastra. Si me preguntas por el hilo que condujo al ovillo de su citación, no sé qué contestarte. Desconozco cómo apareció en el juicio la mención a este esclavo y cómo se determinó que su declaración podía ser relevante para lo que se juzgaba. Esto lo desconozco, pero no que mintió como un bellaco y que se inventó cuanto afirmó diciendo que era la pura verdad: que el joven acudió a él harto de los desplantes de ella y que le pidió que matara a su hermanastro, que recibiría un gran premio por ello; que él se negó; que el asesino preparó la copa de vino con el veneno y que se la dio para que se la alcanzara al que luego caería muerto, pero volvió a negarse a participar en ese asunto; y que, por último, decidió el muchacho terminar lo que había empezado. 

La declaración, perfectamente verosímil y expuesta por el miserable charlatán con estudiado horror, puso fin al debate y elevó la convicción de la condena hasta donde ya no cabía duda alguna. Todos tenían claro que el voto final de los senadores daría como resultado la pena de muerte para el joven. Pero he aquí que tomó la palabra un prestigioso y honorable anciano que había escuchado atentamente el desarrollo del juicio:

Anciano. Senadores, no puedo callar ante lo que es una injusticia manifiesta. Esté esclavo ha mentido. Lo sé bien. Le reconocí nada más verle llegar. Vino a verme pidiéndome un veneno fulminante para una persona querida que padecía una enfermedad incurable y que deseaba morir para librarse de sus males. Me ofreció cien escudos de oro. No le creí. No me pregunten por qué. ¿Experiencia? ¿Instinto? ¿Iluminación divina? No lo sé. Supuse que fraguaba un delito y actué de la siguiente manera: le di lo que me pedía, pero no acepté su dinero por si había monedas falsas o de mala ley. Lo puse todo en una bolsa y le pedí que lo sellara con su anillo. Al día siguiente, le pediría a un amigo banquero que comprobase la legalidad de las piezas. Todo esto era una mentira que yo le había dicho al esclavo. No tenía intención alguna de quedarme con el dinero, sino de tener una prueba que ayudase a delatarlo si se producía un caso como el que ha sucedido: que alguien ha muerto envenenado sin haberlo deseado. Hace un rato, acaba de llegar uno de mis hombres de mi casa. Le pedí que me trajera la bolsa. Es esta. El esclavo verá su sello. ¿Cómo pudo el hermanastro hacerse con el veneno si este individuo, que afirmaba falsamente que no quería saber nada de las intenciones criminales, fue quien lo compró? Me preguntarán: ¿por qué le diste la pócima?, ¿por qué no te desentendiste del asunto?, ¿por qué no te limitaste a un simple no? Les responderé: porque soy médico y mi trabajo no es matar a los hombres, sino salvarles la vida. Si yo le negaba el veneno, él lo hubiese buscado en otro lugar y, en caso de no hallarlo, que hiciera uso de otros mortales remedios. Nunca creí que me pidiera lo que me pedía porque quería aliviar el dolor de un enfermo. Por eso siempre supuse que me pedía un medio para quitarle la vida a alguien. Preferí, pues, hacerle ver que le había dado el veneno que me pedía, que no es tal, sino un narcótico de la mandrágora que provoca un prolongado letargo que que suele confundirse con la muerte. Si el chico tomó la pócima que le di al esclavo, está vivo. Pronto despertará donde lo han dejado sepultado y verá la luz del día.

He aquí que todos salen corriendo hacia el lugar donde estaba el sepulcro. El padre, con sus propias manos, retira la tapa del ataúd en el instante mismo en el que su hijo abre los ojos disipando así el sueño de la muerte supuesta.

La mentira descubierta del esclavo le conduce a la confesión: la mujer era la culpable. Ella le pidió el veneno para su hijastro porque lo odiaba. Él se extrañó de este rechazo porque en la casa la servidumbre chismeaba sobre cómo le tiraba los tejos al hijo de su marido. Más tarde supo que él la había rechazado y, al poco, fue cuando recibió la propuesta u orden, según se mire, de comprar el veneno.

La madrastra fue condenada a destierro perpetuo; al esclavo le tocó la crucifixión; el senador y médico, se quedó con los escudos de oro, que eran todos legales; el padre pasó de la negrura de haber perdido a dos hijos a la blancura de tenerlos cerca de él; y yo, que me entretuve conociendo esta historia en el poco tiempo que estuve en aquella casa, he disfrutado contándotela.Patricia Franz Santana - Asinus

Asinus de Patricia Franz Santana