Capítulo 23. Banquetes fraternales
¿Te acuerdas del legionario que hace un par de capítulos ocupaba mi relato? Volvamos a él. Te cuento: a los pocos días del episodio de la resurrección —vamos, de lo que te acabo de contar hace nada—, el soldado fue destinado a una ciudad de la que no había oído hablar nunca. ¿Su nombre? Pues no me acuerdo ahora. Hace tanto de todo esto que te relato… Bueno, sigo: el tipo me llevó hasta esa ciudad y me vendió a dos libertos que trabajaban para un señor muy rico. Uno era panadero y pastelero; el otro, cocinero. Los dos vivían en una habitación amplia donde había, en una esquina, una suerte de pesebre para mí. Mi trabajo no era otro que el de transportar los utensilios de cocina que debían llevar de aquí para allá acompañando a su viajero amo.
Todas las noches, regresaban a su “casa” trayendo consigo los abundantes y suculentos restos de las cenas que preparaban y servían durante los atardeceres. Como antes de acostarse solían ir al balneario, cerraban con llave y me dejaban solo con aquel fabuloso tesoro que, como puedes suponer, no dudé en aceptarlo en lugar del heno que me servían. Mas no dejaba que la gula y la sinrazón me dominasen, pues podía perder más pronto que tarde el beneficio que aquella situación me reportaba. Así que, con inmejorables modales, cogía un poquito de aquí y otro poquito de allí, todo de manera muy discreta y sin que se notase lo que faltaba.
Pero como yo era un burro y, como es lógico suponer, tenía que hacer burradas, hice lo inevitable: me fui confiando, me fui confiando, me fui confiando y empecé a hincarle el diente a lo más selecto de lo que traían. ¿Qué pasó? Que empezaron los hermanos a desconfiar; pero no de mí, sino entre ellos. Al poco, estalló la discordia en forma de acusaciones graves: que si ladrón uno, que si sinvergüenza el otro, que si lo que roba uno es para venderlo a escondidas y ganar más dinero que el otro, que si lo que sisa el otro es para ganarse la voluntad de alguna linda muchacha… Mucho discutieron y mucho provecho sacaron de decirse las cosas a la cara, pues llegaron al punto de jurar que ninguno le había quitado nada a nadie y, en consecuencia, que una tercera persona era responsable.
Indagar para dar con el culpable fue la decisión que adoptaron. Al principio, hicieron múltiples cábalas, a cual más disparatada, hasta que llegaron a la que parecía más razonable: que alguien tuviera una copia de la llave de la habitación. En todo este proceso, yo siempre estaba al margen. Pero he aquí que uno de los hermanos me echa una mirada y se da cuenta de algo que se les había pasado por alto: que siempre quedaba heno y que yo, cebándome como lo hacía, había engordado hasta el punto de que mi pelo se mostraba limpio, lustroso y bien nutrido. Como nada dijo sobre esto, nada oí y yo seguí a lo mío: deseando que dejaran de hablar y que se fueran para dar cuenta de lo que habían traído ese día.
A la hora habitual de irse al balneario, cerraron la puerta, pero no se fueron, sino que se quedaron mirando por el agujero de la cerradura cómo un servidor husmeaba entre aquella variada exposición de manjares y cómo iba dando cuenta de algunas piezas. No les importaron las mermas al patrimonio gastronómico que les ocasionaba; al contrario, se rieron a carcajada tendida con las exquisitas inclinaciones que mostraba mi paladar. Ellos rieron, también quienes pasaban por ahí y presenciaron la escena, y quienes llegaron más tarde y así hasta que llegó el suceso a oídos del amo. Preguntó qué hacía reír tanto a tantos como allí había. Le respondieron con una invitación: que mirara por el ojo de la cerradura y que lo comprobara por sí mismo. Fue mirar y una risa desorbitada comenzó a inundarle.
Pidió a uno de los hermanos que abriera la puerta de aquella habitación. Así lo hizo y muchos entraron en aquel espacio con una sonrisa de oreja a oreja. Comoquiera que no veía entre los recién llegados a los hermanos, pues estaban al final de la comitiva, no me inmuté y seguí comiendo como si no pasara nada.
El amo me contemplaba encantado y pidió que me pusieran en el comedor, que mayor divertimento no habría para los comensales. Me pusieron una mesa y me sirvieron toda clase de delicias en fuentes intactas, cocinadas para mí. Pero no quedó aquí el regalo: alguien dejó caer la conveniencia de completar el menú de carnes adobadas, aves sazonadas y pescados en salsa con el mejor vino dulce de la casa, pues quedaba claro que, aunque asno, yo era todo un asno gourmet.
Por indicación del señor, un esclavo llenó un cántaro de oro con vino y me lo ofreció diciendo, entre sonrisas, que todos habían ya brindado a mi salud. Muchos pares de ojos se depositaron para verme beber. Yo, para no decepcionar a tan magnífico público, cumplí con mi deber con mucha tranquilidad. De un trago me bebí el goloso fruto de Baco. Como era de suponer, los más encendidos aplausos y las más efusivas felicitaciones llenaron el comedor por mi hazaña.
Tiaso, que así se llamaba quien aquella casa gobernaba, felicísimo con lo que veía, para tenerme a su servicio, pagó a los hermanos cuatro veces el precio que ellos habían abonado; luego, me confió a uno de sus libertos preferidos, quien se ocupó de entrenarme bien para que, a expensas de mis habilidades, divirtiese a su señor.
Me enseñó a ponerme en la mesa apoyándome sobre las patas delanteras; a luchar, haciéndome el derrotado a una señal y el victorioso a otra; e incluso a bailar con solo las patas traseras en el suelo. Pero su máximo logro como docente fue “enseñarme a hablar” con gestos: una inclinación de cabeza hacia atrás significaba «no»; hacia delante, «sí»; pedía agua guiñando alternativamente ambos ojos; y así varias acciones más.
Ni que decir tiene que todo aquello me resultaba muy fácil, por lo que tuve cuidado de no “humanizarme” demasiado; o sea, no imitar con más precisión los modos humanos y, en consecuencia, no ir más allá de las lecciones recibidas, no fuera que terminara dejando de ser un animalito gracioso para convertirme en un monstruo antinatural más merecedor de que le cortasen el cuello que de darle azucarillos.
De nada se hablaba que no fuera de las maravillas que yo era capaz de hacer. Me había convertido en una celebridad. Cuando veían a mi amo, las expresiones eran similares: «Ahí va el que tiene por compañero y comensal al burro sabio: el burro que lucha, que baila, que entiende el lenguaje humano, que piensa y sabe expresarse por señas». Tanta era mi fama que Tiaso, en un viaje que hizo a su Corinto natal, al entrar en la ciudad, iba en mi grupa y no en su carruaje de gala; y decía a cuantos podían oírle que, entre tantas cosas buenas, su mayor felicidad era tenerme a mí a la vez como compañero de mesa y como montura, y como suculenta inversión, por supuesto, pues siempre que le fue posible mis malabares entretuvieron a muchos que pagaban buenas propinas por verme.
Asinus de Patricia Franz Santana