Las metamorfosis aka El asno de oro – Capítulo 24

Capítulo 24. A serial killer

En la ciudad griega, en Corinto, un día oí una historia familiar terrible. No tiene desperdicio. Lee bien lo que ahora te cuento: una historia que comienza con un hombre que tiene previsto salir de viaje y que deja en casa a su mujer en avanzado estado de gestación. Antes de marcharse, le deja dicho que si se  pusiera de parto durante su ausencia y naciera una niña, que la matara. Brutal, ¿no? 

 Sigo. Unos días después, la mujer parió una niña, pero fue incapaz de quitarle la vida. Con todo el dolor del alma, hizo lo mejor para la neonata: dársela a unos vecinos para que la criaran. Cuando llegó su marido, le contó que había cumplido a rajatabla lo que él le había indicado.

Pasaron los años y la que fuera bebé viva gracias a la compasión de su madre pasó a convertirse en una jovencita casadera. Hasta ese momento, la señora había visto crecer a su hija bajo el techo de sus vecinos y había ayudado en lo posible a la crianza, pues su situación económica era mejor que la de quienes acogieron a su fruto; pero al llegar la edad propia para darle una dote, la madre se dio cuenta de un riesgo que podía darse: que su hijo, que era un par de años mayor que su hija, con la natural fogosidad juvenil, quisiera seducir a su hermana; o sea, a la que reconocía como hija de sus vecinos, una amiga de juegos cuando eran pequeños. Con gran sentido común, así lo creo yo, aunque mi aspecto sea el de un asno, decidió confesarle a su hijo quién era esa joven y le pidió que, por favor, guardara el secreto y, en la medida de lo posible, cuidara de ella, pues era su hermana natural.

Pocos tiempo después de este reconocimiento, la vida de la joven se complicó: quienes la criaron le revelan que es adoptada y que, dadas sus carencias, no pueden dotarla convenientemente. También le dan cuenta de quién es su verdadera madre, que ya era viuda, y dónde vivía su único hermano, que estaba casado y disponía de una buena posición. Por último, le declaran que no pueden mantenerla más y que busque en su familia de sangre lo que ellos no pueden darle.

De esta manera, expulsada del techo que la había cobijado hasta ese momento, sale en busca de su madre, a quien cuenta lo sucedido. Imagino que no fue llegar a la casa de la viuda, tocar la puerta y ya está. Supongo que hubo entre medias muchas situaciones emocionales: lágrimas, confesiones, arrepentimientos, sonrisas y no sé qué más. El caso es que la joven le cuenta su situación a su madre y, al poco, su hermano la conoce y asume una decisión trascendente para el relato que nos ocupa: acoger a la muchacha en su casa y darle una dote para que se pueda casar con un íntimo amigo y compañero suyo.

Hasta aquí todo bien, ¿no? Recapitulo: una madre se ve obligada a desprenderse de su hija recién nacida y se la da a unos vecinos, estos la crían y, en un determinado momento, deciden que no van a mantenerla más confesándole quién es su madre. La muchacha se encuentra con su progenitora y conoce a su hermano; este, casado y con buena posición económica, la acoge en su casa y la dota para que se pueda casar con un compañero suyo. 

Vamos a la parte terrible de esta historia, que, como puedes imaginar, no es otra que la esposa del hermano, la cuñada de la joven, la nuera de la viuda; la mujer que, desconociendo el secreto familiar, se encuentra de la noche a la mañana con que una muchacha ha entrado en la vida doméstica que comparte con su esposo. ¿Por qué? Se preguntará la mosqueada esposa, quien encuentra enseguida las razones: «para quitarme el marido». En su ánimo toma forma un deseo moldeado por los celos: el de la venganza. ¡Claro que su marido debería haberle contado la verdad! Pero por esas cosas de la honra, el honor y demás decidieron que el secreto quedara entre la madre y sus dos hijos, que nadie más debería conocer la historia real.

En secreto, a primera hora del día, la enfadada esposa cogió el anillo de su marido y se fue a una casita que tenían en las afueras de la ciudad. Como mujer de buena posición que era, no fue sola, pues le acompañaba su muy leal esclavo. A este envía nuevamente a la ciudad con un mensaje para la joven: que el dueño del anillo, que le muestra como prueba de que es cierta la petición, quiere verla en su casa campestre, que se venga cuanto antes sola, que allí la está esperando. Así lo hizo y las cosas sucedieron tal y como se esperaba que sucedieran. La joven no sospechó nada: reconoció el anillo, sabía que su hermano tenía una casa en el campo, no pensó mal del esclavo que le hablaba, a quien conocía de verlo bajo el mismo techo donde ella habitaba… En suma, que pensó que su hermano, que así era como lo reconocía, la reclamaba y que era su obligación atender a su requerimiento. Sin dudarlo ni un instante, se puso en camino.

Al llegar la joven a su destino, el esclavo la inmovilizó atándola. Apareció la cuñada, quien le rasgó la ropa y empezó a darle latigazos al tiempo que la acusaba de querer robarle su marido. La joven repetía una y otra vez que no, que estaba equivocada, que no era esa su intención porque su esposo era su hermano, e insistía muchas veces con la palabra «hermano». Pero la celosa no atendió a nada de lo que le decía y siguió castigándola con más saña si cabe; tanto, que terminó arrebatándole la vida.

Sacaron de la casa el cadáver, eliminaron todas las pruebas delatoras de lo sucedido y arrojaron el cuerpo en un lugar cercano; luego, volvieron a la ciudad. A eso del mediodía, parecía como si no hubiese pasado nada. El esclavo hacía sus menesteres y la mujer los que le tocaban; eso sí, teniendo claro que su venganza todavía estaba incompleta: ahora era su marido quien debía ser ajusticiado.

No me preguntes cómo, pero se supo lo ocurrido y un lúgubre manto de dolor envolvió aquella casa. El hermano doliente y, a la vez, desprevenido esposo estaba tan roto de dolor por la muerte de su hermana que acabó enfermando. Su mujer, ni corta ni perezosa, fue a visitar a un médico conocido por su carencia de escrúpulos. Le ofreció una considerable suma si ponía fin a la vida de su marido. 

El galeno aceptó el encargo. Ni lo dudó. Enmascaró como calmante intestinal y purgante biliar un potente veneno; luego, fue a casa del enfermo, hizo como que lo auscultaba, vertió el tósigo en una copa y, en presencia de los parientes y amigos que acompañaban al convaleciente, se lo dio a beber. Mas he aquí que la maquinadora, con tal de deshacerse de quien podría delatarla no se sabe cuándo ni por qué, frena al médico y, con voz alta y clara para que todos la oigan bien, dice:

MUJER. No, no, eso no. No dará a mi marido eso si antes no lo toma usted. ¿Quién me asegura que no contiene algo que pueda perjudicarle? Adoro a mi marido y quiero lo mejor para él. Entenderá que le pida lo que le exijo que haga. Pruebe usted primero, aunque solo sea un par de pequeños sorbos, lo que hay en esa copa.

El médico, desconcertado y aterrado por las consecuencias si no actuaba con la prontitud que todos esperaban, bebió de la copa. El marido, más agradecido a la vida que nunca por tener una esposa tan diligente, se bebió el resto de un solo trago. 

Prisa tenía el terapeuta por marcharse de ahí cuanto antes para poderse tomar el antídoto que frenaría las consecuencias del veneno, pero la mujer insistía en que lo mejor era que no se despegara de su marido para ver los efectos de la medicina. Él insistía en que tenía que irse porque otros pacientes le esperaban, mas ella no decaía en su empeño de que no debía moverse de donde estaba porque la mejoría de su marido bien merecía todas sus atenciones.

Finalmente, para no despertar sospechas entre los presentes, lo dejó marchar, consciente quizás de que el daño del líquido mortal era ya irreparable. Sale el hombre como puede de aquella casa y, como puede, más muerto que vivo, llega a su casa. Logra contarle a su mujer todo y le pide que reclame la recompensa prometida y debida, y que lo hiciera por el fin del marido y, sobre todo, por su fin. Luego, entre estertores, convulsiones, bascas y retortijones, murió; y lo hizo casi al mismo tiempo -minuto arriba, minuto abajo- que su paciente. 

Sigo. Pasan unos días. Se terminan los funerales, parece que todo vuelve a la normalidad, pero en esto que va y se presenta la viuda del médico en la casa. Pregunta por la otra viuda, la cruel, a quien le reclama el pago correspondiente por las dos conocidas muertes. La deudora, con palabras halagadoras, afectos y demás muestras de comprensión, le da una mínima parte de lo adeudado y le dice que todo lo que falta por poner solo lo puede conseguir si hereda el patrimonio de su difunto marido, que está en manos de la única hija que tenían, fruto de una relación matrimonial anterior del difunto. Le pide, pues, a la viuda del médico que traiga un poco más del veneno que utilizó su esposo para acabar con la vida de la joven.

Así lo hizo. Fue a su casa, cogió un frasco que había en la botica de su marido y se lo llevó a la criminal, quien trazó el siguiente plan: hacer ver que las dos mujeres se habían reencontrado después de mucho tiempo, lo que justificaba el que brindasen por la feliz circunstancia. A este brindis se sumaría la hija: «Hija, te presento a… que hace mucho que no veo. Celebremos el encuentro. Tomemos algo», propuso una viuda a la otra para que las tres bebiesen. La copa de la hija tendría el veneno. Para que no hubiese sospechas que echasen por tierra el plan, la madrastra declaró que echaría delante de ella el líquido. De esta manera, quedaría claro que la única copa mortal sería la de la joven.

El plan salió tal y como estaba previsto: la hija fue llamada para que conociera a una vieja amiga de su madrastra, esta propuso un brindis, sirvió el vino y le mostró a su “amiga” cómo lo mezclaba con el tósigo en la copa de la hija. Las tres bebieron. Al rato, la hija empezó a sentirse mal y murió. Quizás la endeblez de su cuerpo no resistió el ataque del veneno tanto como el médico o el marido de la asesina, que duraron un rato tras su ingesta. La otra mujer comenzó también a marearse y a tener problemas de respiración. Enseguida cayó en la cuenta de que también la habían envenenado. Pero, ¿cómo si vio a su asesina echar el líquido en la copa?

Tras darle muchas vueltas a lo que pudo ocurrir, llegué a la conclusión de que en la copa de la hija no había caído veneno alguno, sino en la botella con la que se llenaron las tres copas; y que si a la malvada ningún mal le había pasado era porque se había tomado antes el antídoto; o sea, que su organismo ya estaba preparado para ingerir lo que mató a las otras.

Me preguntarás cómo se deshizo de los dos cuerpos muertos y yo te hablaré del leal esclavo, el que le ayudó a matar a su cuñada. Pero no te hablaré solo para decirte que hizo desaparecer los dos cadáveres, sino para dar cuenta de que, consciente de la espiral de locura homicida que había envuelto a su ama y de cómo él podía ser acusado de cómplice, sobre todo por formar parte de un estamento sin privilegios ni derechos, decidió ponerle fin haciendo correr el rumor de que las cinco muertes de esta historia tenían un origen común.

Lo que empezó siendo un «bah, mentiras», un «no me lo puedo creer» o un «eso es imposible» se fue convirtiendo en un «a que va a ser verdad», un «¿dónde están las autoridades para investigarlos?» y, en el colmo de la maledicencia, un «el gobernador es amante de la asesina y por eso la encubre». 

El caso llegó a oídos de la máxima autoridad, que puso en marcha un proceso en el que fueron citados quienes vivían en la casa, los vecinos, los parientes y no sé cuántas personas más. Entre lo que unos habían visto, otros habían oído, estos habían intuido y aquellos habían supuesto se logró llegar a la verdad y la inapelable sentencia: que la mujer fuera devorada por sus iguales, o sea, por las bestias. Ella murió y al esclavo…, al esclavo…, pues intuyo que la cosa no le iría mejor.Patricia Franz Santana - Asinus

Asinus de Patricia Franz Santana