Capítulo 25. La invocación
Muchos días estuvimos en Corinto y muchas historias como esta conocí. Si tuviera más tiempo y más medios, te las contaría todas; pero, como ves, a este libro ya le quedan pocas páginas y debo aprovecharlas bien para compartir contigo lo que ahora mismo considero que es lo importante. Ya habrá ocasión para hablarte de esos otros relatos de terror que conocí a lo largo de mi periplo por tierras griegas, donde fui, dentro de lo que cabe, muy feliz.
Esta felicidad siempre venía empañada con el recuerdo de quien fui y la constatación de lo que era: un asno; sí, especial, diferente, singular…, pero asno al fin y al cabo. Iba de la alegría a la felicidad, de esta a la tristeza, de aquí a la resignación y volvía a la alegría. En este ir y venir pasaron los días, las semanas y los meses hasta que, llegada la primavera y, con ella, las flores, volví a concebir la esperanza de que no faltaran esas rosas que habrían de servirme de antídoto contra la maldición que había caído sobre mí.
La idea de encontrar algunas empezó poco a poco a ser insistente hasta el punto de alumbrar en mi ánimo la firme voluntad de salir en su búsqueda. Gracias a la despreocupación con la que me vigilaban, debido a mi notable mansedumbre, me propuse escapar tan pronto como se diera la ocasión para ello. Más pronto de lo esperado, pude hacer realidad mi deseo. Con sumo disimulo, fui llegando hasta la puerta; con más fingida inocencia, hice como que estiraba las patas en la acera; con grácil candidez di pasitos haciendo ver que estaba despistado oliendo fragancias… así hasta que me vi a cierta distancia. Fue entonces cuando eché a correr como si me persiguiera cualquier ser maligno. ¡Cómo corrí! Por un instante, no dudé en que sería capaz de alcanzar a un pura sangre y dejarlo atrás en un santiamén. Se me iba la vida en aquella carrera enloquecida. Tanto, tanto, tanto fue que, cuando me detuve, me di cuenta de que la tarde ya estaba poco a poco poniéndose y recordaba haber emprendido la fuga antes del mediodía. ¿Cientos de kilómetros? ¿Miles? No sé, pero si no recorrí eso, no creo andar muy lejos de la cifra.
Como es de suponer, hubo un momento en el que me tuve que detener. Estaba tan maltrecho de agotamiento, tan hecho polvo, tan… tan… que solo quería un echadero donde tumbarme y descansar los dos o tres días que por lo menos iba a necesitar para reponer. En esto, la diosa Fortuna no me fue esquiva, pues al poco di con una playa retirada. Fue acomodarme y enseguida me quedé profundamente dormido.
No sé cuánto tiempo permanecí dormido, pero no lejos estaba aún la amanecida de llegar cuando una angustiosa pesadilla me despertó. Mientras trataba de calmarme para volver a coger el sueño, contemplé la luna, que brillaba en ese momento de una manera muy especial. Mis pensamientos comenzaron a flotar ante aquella imagen. Pensé en cómo todo, absolutamente todo, se rige por la influencia de su luz; y en cómo los seres vivos deben su desarrollo a la influencia que ejerce cuando está creciente y su decrepitud a cuando está menguante.
Tanto me impactó aquella visión que todo atisbo de cansancio desapareció al instante y un singular propósito me poseyó: implorar perdón y clemencia a la diosa que tenía frente a mí. Me levanté y me dirigí al mar, donde hundí la cabeza en el agua durante un buen rato, como si me bautizara. Después, con lágrimas en los ojos, hablé con humildad y devoción a la deidad:
NARRADOR.
Te invoco, Reina del Cielo,
ya seas la Ceres nutricia, madre inventora de las mieses, que en la alegría de encontrar de nuevo a tu hija enseñaste a los hombres a dejar como pasto de animales la antigua bellota, para comer alimentos más agradables, y que ahora habitas los fértiles campos de Eleusis;
ya seas la Venus celestial, que en los primeros días del mundo uniste los sexos opuestos dando origen al Amor para perpetuar el género humano en una eterna procreación, y que ahora recibes un culto en el santuario de Pafos entre las olas;
ya seas la hermana de Febo, que, aliviando con solicitud a las parturientas, has alumbrado tantos pueblos, y que ahora te ves venerada en el ilustre templo de Éfeso; ya seas la terrible Prosérpina, la de los aullidos nocturnos, la de la triple faz, que reprimes la agresividad de los duendes, cierras sus prisiones subterráneas, andas errante por los bosques sagrados y te dejas aplacar por un variado ritual.
A ti, Reina del Cielo, invoco
a ti, que con tu pálida claridad iluminas todas las murallas,
con la humedad de tus rayos das vigor y fecundidad a los sembrados
y en tu marcha solitaria vas derramando tenues resplandores.
A ti, Reina del Cielo, invoco
sea cual fuere el nombre,
sea cual fuere el rito,
sea cual fuere la imagen que en buena ley hayan de figurar en tu advocación.
Reina del Cielo,
asísteme en este instante colmado de desventuras,
consolida mi tambaleante suerte,
pon término a mis crueles reveses
y dame la paz.
Basta ya de fatigas,
basta ya de peligros.
Despójame de esta maldita figura de cuadrúpedo;
devuélveme a mi familia,
devuélveme mi personalidad de Lucio.
Y si alguna divinidad ofendida me persigue
con su implacable cólera,
séame al menos lícito morir,
ya que no me es lícito vivir.
Así me desahogué; luego, agotado, caí presa del más profundo sueño. Mas no era aquella una noche para dormir, por lo que se ve, pues al poco de cerrar los ojos, emergió del agua la diosa a la que había dirigido mi súplica. Al tiempo que se elevaba, las aguas se agitaban, brillaban luces fascinantes en el cielo y en mi corazón habitaba el temor y, al mismo tiempo, una extraña tranquilidad, como si en el fondo pensase que todo era un sueño debido a mi cansancio y que pronto habría de despertar en la playa. Pero no… La diosa me contempló y me dijo:
DIOSA. Aquí me tienes, Lucio. Soy la madre de todo, pues todo se rige por mi voluntad. Tus ruegos me han conmovido. Aquí estoy para liberarte. Volverás a tu forma humana si te entregas a mi servicio hasta el último suspiro de tu existencia. Tu vida será feliz y gloriosa bajo mi amparo, no dejaré de estar contigo si tú no dejas de cumplir con tu obligación hacia mí. Si estás dispuesto a recuperar tu lugar entre los hombres, ve mañana al puerto y acércate hasta el sacerdote que me consagrará un barco. Él llevará una pulsera de rosas. Te aproximas como si fueras a besarle la mano y darás un suave mordisco a los primeros pétalos que toquen tu hocico. No temas. Él no te hará nada. Él te estará esperando. Me acabo de aparecer en sus sueños y le he dicho que mañana un asno enviado por mí se le acercará y morderá las rosas que llevará como pulsera. Hazlo todo así y volverás a ser quien eras, y dejarás de dedicarte a lo que tus antiguas ocupaciones para entregarte a mi culto, el culto de Isis, la única a quien has de adorar por encima de todo.
Terminó de hablar la diosa y volvió la noche oscura a aquella playa. Isis me había hablado. Sí, era ella; a ella, desde ese mismo instante, decidí consagrar mi vida. Expectante estuve durante mucho rato. De pie, frente al mar, mirando y diciéndome: “¡Cuánto tarda en llegar el nuevo día!”. Esto pensaba incluso cuando los primeros rayos parecían querer mostrarse en el horizonte.
Asinus de Patricia Franz Santana