Capítulo 3. Adevertencias de Birrena; amores de Fotis
En cuanto se disipó la noche y el sol trajo un nuevo día, desperté y salté de la cama lleno de curiosidad por conocer fenómenos raros y maravillosos. Eran esos los negocios que me habían traído hasta aquí, a la tierra universalmente célebre como cuna de la magia y los encantamientos. El lugar donde había sucedido todo lo que contó Aristómenes.
Enseguida me fui a la calle, donde no perdí detalle alguno de todo cuanto me rodeaba. Entre la impaciencia y la curiosidad, observaba cada cosa con el mayor interés y concluía que nada era lo que parecía: si veía una piedra, me imaginaba que era un hombre petrificado; si oía aves, que eran personas cubiertas de plumas; consideraba que los árboles que rodeaban el recinto de la ciudad eran personas transformadas en follaje y que las aguas de las fuentes manaban de algún cuerpo humano. Creía que en cualquier momento las estatuas e imágenes echarían a andar, que las paredes se pondrían a hablar, que los bueyes y otros animales análogos anunciarían el porvenir, que del propio cielo y de la órbita radiante del sol bajaría de pronto algún oráculo. Con esta obsesión o, mejor dicho, con esta fiebre producida por el deseo que me atormentaba, lo recorría todo sin descubrir el más leve indicio o el menor rastro de mis imaginaciones.
Yendo de aquí para allí, acabé de pronto y sin saber cómo en el mercado. En el mismo instante en el que me percato de donde estoy, pasa una señora acompañada de una nutrida servidumbre. A su lado iba un anciano cargado de años que, al verme, exclamó:
Anciano. Por Hércules, pero si tú eres Lucio.
Y sobre la marcha me da un beso; después, susurra al oído de la señora unas palabras que no pude captar y me dice:
Anciano. Pero, ¿a qué esperas para acercarte a saludar a quien bien pudiera ser tu madre?
Narrador. No me atrevo, no conozco a esta señora.
Sin más, todo sonrojado, me quedo cabizbajo e inmóvil; pero ella, volviendo sobre mí su mirada, exclama:
Señora. He ahí el sello de familia, la modestia de la dignísima Salvia, su madre; y en todos sus rasgos físicos es un maravilloso y vivo retrato suyo: estatura proporcionada, musculosa esbeltez, color matizado, cabellera rubia y sin artificios, ojos azules, pero despiertos y con la viva mirada del águila, un rostro con la lozanía de la flor, un porte lleno de gracia y naturalidad.
Hablaba mientras pasaba sus manos llenas de alhajas de oro por mi cara.
Señora. Soy yo, querido Lucio, quien con mis manos te acogí al nacer. ¿Cómo no iba a hacerlo si estaba unida a tu madre por los lazos de la sangre y del común alimento? Efectivamente, ambas somos de la familia de Plutarco, juntas nos criamos con la leche de la misma nodriza y juntas crecimos conviviendo como hermanas. Sólo nos separa la posición social: tu madre se casó con un hombre de brillantísima carrera; yo, con un simple ciudadano. Yo soy aquella Birrena, cuyo nombre tal vez recuerdes haber oído pronunciar a menudo entre los encargados de tu educación. Acepta, pues, con confianza mi hospitalidad; mejor dicho: toma posesión de tu propia casa.
Durante este discurso tuve tiempo de disipar mi sonrojo:
Narrador. De ninguna manera, señora, no podría abandonar la hospitalidad de Milón sin que haya ningún motivo de queja; pero en todo lo que no esté reñido con los deberes de la cortesía, me tendrá totalmente a su lado. Es más, a partir de ahora, cuantas veces tenga ocasión de volver por aquí, no dejaré de visitarla.
Mientras intercambiamos estas y otras palabras del mismo estilo, recorrimos apenas unos pasos y llegamos a la impresionante casa de Birrena, que examiné con verdadero deleite. Ella percibe mi maravillada expresión e insiste en que aquello es mío. Pide a todos que se retiren porque desea charlar conmigo sin testigos. Cuando estamos solos, me dice:
Birrena. Oh, querido Lucio, me tienes gravemente preocupada y deseo prevenirte a tiempo como a un hijo querido: debes estar en alerta, pero muy en alerta para no ser víctima de las peligrosas mañas y los criminales atractivos de Pánfila, la mujer de Milón, de quien, según dices, eres huésped. Se la considera una hechicera de primer orden y una maestra en toda clase de encantamientos sepulcrales. Le basta con soplar sobre unas simples varitas, unas menudas piedras u otras chucherías por el estilo para sumergir toda la luz de este mundo sideral en el fondo del Tártaro y el antiguo Caos.
En cuanto ve a un joven bien parecido, se enamora de su belleza y ya no tiene ojos ni corazón para nadie que no sea él: le prodiga caricias, conquista su simpatía y lo encadena para siempre con los lazos de un amor insaciable. A los menos complacientes y a los que caen en desgracia por su frialdad, en un abrir y cerrar de ojos, los transforma en piedras, en borregos o en un animal cualquiera; o son limpiamente eliminados. Ya ves lo que me inquieta en tu caso y lo que me decide a ponerte en guardia. La llama del amor jamás se extingue en su corazón; y tu juventud y hermosura te convierten en un buen partido para ella.
Así me habló Birrena, sensiblemente angustiada; pero yo, con mi curiosidad habitual, en cuanto oí nombrar el objeto permanente de mis deseos, es decir, el arte de magia, lejos de ponerme en guardia ante Pánfila sentí, al contrario, el vivo y espontáneo deseo de ingresar, al precio que fuera, en tal escuela y precipitarme, como luego comprobaría, en pleno abismo. Apresuradamente y perdiendo la cabeza, me libero de la mano de Birrena, como si fuera una importuna atadura. Le digo un rápido adiós y corro en un vuelo al domicilio de Milón. Acelerando el paso como un loco mientras me decía:
Narrador. Bueno, Lucio, ten mucha vista y no te distraigas. Ahí está la ocasión soñada, tu viejo anhelo se realiza. Deja a un lado los temores infantiles, enfréntate decididamente y cara a cara con la realidad: no te enredes en ninguna intriga amorosa con la patrona que te hospeda y respeta religiosamente el lecho nupcial del honrado Milón; sin embargo, puedes lanzar toda tu artillería contra la sirvienta Fotis, pues es bonita, salada y vivaracha. Anoche, cuando te caías de sueño, te acompañó amablemente al dormitorio, te arregló con cariño la cama, te arropó con evidente ternura y, después de besar tu frente, se veía en sus ojos con qué sentimiento se retiraba; y, finalmente, volviéndose muchas veces, se paraba a mirarte.
Deliberando así en mi fuero interno, llegué a la puerta de Milón. No están ni su dueño ni su esposa, pero sí mi querida Fotis, quien preparaba para los amos un plato de embutido troceado y picadillo de carne cocida. La muchacha, lindamente vestida, con una túnica de lino ceñida, con un cinturón rojo oscuro casi a la altura de los pechos, daba con sus preciosas manos vueltas y más vueltas a la sartén. Al compás de este rápido movimiento circular, bailaba todo su cuerpo con suave deslizamiento de los miembros y contoneándose en las más vivas y graciosas ondulaciones sus vibrantes caderas y hasta la espalda en toda su extensión. Ante tal espectáculo, quedé inmóvil, asombrado, embelesado. Mis sentidos, tranquilos hasta entonces, se inflamaron al instante.
Narrador. ¡Qué gracia y salero tienes, querida Fotis, para armonizar el movimiento del puchero con el de tus caderas! ¡Qué delicioso guiso estás preparando! ¡Feliz, mil veces feliz, quien consiga de ti permiso para meter la punta del dedo!
Entonces, la simpática y traviesa chiquilla, me dice:
Fotis. Vete de aquí, pobre desgraciado; aléjate lo más posible de mi fogón. Si te alcanzara la más leve chispa, te abrasarías hasta la médula de los huesos y nadie más que yo podría extinguir tu incendio; yo, como buena sirvienta, sé sacudir con la misma gracia tanto una olla como una cama…
Al hablar así, se volvió hacia mí y se puso a sonreír. Yo, sin embargo, antes de irme, tuve buen cuidado de pasar revista de arriba abajo a toda su persona y, sin poder aguantar más el suplicio de tan encendida complacencia, me incliné sobre ella y le apliqué el más dulce de los besos. Ella, volviendo la cabeza y guiñándome el ojo con mirada arrebatadora, me dice:
Fotis. Oye, tú, estudiantillo, estás saboreando una fruta agridulce. Ten cuidado: la dulzura de esta miel puede acarrearte eterna amargura de hiel.
Narrador. ¿Qué quieres decir, encanto? Yo estoy dispuesto, reconfortado antes con un beso tuyo, sólo uno, a dejarme asar extendido en esa hoguera donde cocinas.
Y, al decírselo, la estreché más fuertemente en mis brazos y la cubrí de besos. Mi pasión despertó su ternura y pronto correspondió a mi amor con idéntico cariño. Sus labios entreabiertos exhalaban un delicioso aroma, un néctar de amor que me embriagaba:
Narrador. Me muero; mejor dicho, ya estoy muerto si no te compadeces de mí.
En esto, ella, besándome una vez más, dijo:
Fotis. Ten confianza, comparto tus sentimientos. Soy tu esclava y nuestra pasión no tendrá que esperar demasiado. A la hora de encender las lámparas, acudiré a tu habitación. Vete, pues, y prepárate; pasaremos la noche entera en animosa y alegre liza.
Con el intercambio de estas palabras y otras fórmulas cariñosas, nos despedimos.
Asinus de Patricia Franz Santana