Capítulo 4. Diófanes el Despistado; ardores con Fotis
Sobre el mediodía, Birrena me envía como regalos de bienvenida un cerdo bien cebado, cinco pollitos y un cántaro de exquisito vino añejo. Llamé entonces a Fotis y le dije:
Narrador. He aquí a Baco que espontáneamente se ofrece para animar a Venus y prestarle sus armas. Hemos de beber este vino hasta la última gota para que ahogue la cobardía de recatado y a los enamorados comunique alegre vigor. El navío de Venus no necesita más abastecimiento que éste. Para pasar una noche en vela, ha de abundar el aceite en la lámpara y el vino en la copa.
Dediqué el resto del día al baño mientras pensaba en la noche que me esperaba. A la hora de la cena, el bueno de Milón me pidió que les acompañase, a lo que no pude negarme. En todo momento, tenía presente las advertencias de Birrena y evitaba con las máximas precauciones la mirada de su mujer, cuyo rostro inspiraba a mis ojos el mismo pánico que me produciría el lago Averno. El temor por mirar a la esposa de mi anfitrión se volvía en placer cuando me fijaba en Fotis, la camarera. En un momento de la velada, sin dejar de mirar una lámpara que nos iluminaba, habló la mujer de Milón:
Pánfila. ¡Qué día de lluvia tendremos mañana!
Al preguntarle su marido cómo lo sabía, contestó que la lámpara se lo estaba anunciando. Milón se echó a reír y dijo mirándome:
Milón. Mantenemos a una ilustre sibila en esta lámpara. Desde su candelero, como observatorio, contempla todos los fenómenos del firmamento hasta la altura del sol.
Narrador. Las artes adivinatorias de esa sibila quizás sean como las del caldeo que en mi patria, Corinto, tiene alborotada a toda la ciudad con sus sorprendentes oráculos y se gana la vida divulgando los secretos del destino: señala la fecha que garantiza un indisoluble matrimonio o una fundación perdurable, la que es apta para una operación financiera y la que asegura un viaje feliz por vía terrestre o marítima.
En esto, Milón se echó a reír de nuevo preguntándome:
Milón. ¿Qué aspecto tiene? ¿Cómo se llama?
Narrador. Es alto, algo moreno y responde al nombre de Diófanes.
Milón. ¡Es el mismo! ¡No puede ser otro! También aquí, entre nosotros, anunció a no poca gente muchos oráculos semejantes logrando con ello no un poco de calderilla, no, sino crecidas retribuciones hasta que la Fortuna le volvió la espalda o, mejor dicho, interceptó cruelmente la carrera del desgraciado.
***
Un día, rodeado de un nutrido corro de personas, distribuía sus profecías a la galería de espectadores. Entonces se acercó a él un mercader llamado Cerdón que quería saber la fecha adecuada para cierto viaje. Diófanes había señalado ya el día y el cliente había soltado la bolsa, sacado el dinero y contado los cien denarios para pagar la consulta del adivino. En esto que un joven de buena familia, acercándose por detrás, coge al agorero por el manto y, al volverse, lo estrecha fuertemente entre sus brazos y se pone a besarlo. Diófanes, correspondiendo a su efusión, le hace sentarse a su lado. Desconcertado por este encuentro imprevisto y olvidándose del negocio que estaba realizando en aquel preciso instante, se dirige al recién llegado:
Diófanes. ¡Cuánto tiempo he suspirado por ti! ¡Por fin has llegado!
Joven. Sí, ayer, al anochecer. Cuéntame tú también, hermano, cómo has realizado el viaje por mar y por tierra desde que saliste precipitadamente de Eubea.
Ante la pregunta, nuestro ilustre caldeo, sin pensar en nada y fuera de sí todavía, empieza:
Diófanes. ¡Recaiga sobre los enemigos de nuestro pueblo y sobre nuestros enemigos personales un viaje tan funesto! La nave que nos transportaba, azotada por el oleaje de las tormentas, tras perder ambos timones, fue arrastrada violentamente hacia la costa opuesta y luego hundida. Nosotros, después de perderlo todo, logramos a duras penas salvarnos a nado. Lo que pudimos luego reunir gracias a la compasión de personas desconocidas o a la amabilidad de nuestros amigos, todo cayó en manos de una pandilla de atracadores. Hasta mi único hermano, Arignoto, que pretendió rechazar el ataque, cayó degollado ante mis propios ojos.
Aún estaba contando su triste historia cuando el mercader había barrido las monedas destinadas a pagar el importe de la predicción y se había dado precipitadamente a la fuga. Y ahora sí que acabó Diófanes por recobrar el sentido y darse cuenta del desastre en que imprudentemente había incurrido, sobre todo al ver que todos nosotros, de pie y a su alrededor, soltábamos una ruidosa carcajada.
***
Mientras Milón continuaba charlando sin parar, yo suspiraba en silencio y me maldecía por lo prolongada que estaba siendo la velada, perdiendo así la oportunidad de disfrutar de la sabrosa fruta que me esperaba. Finalmente, tragándome la vergüenza, digo a Milón:
Narrador. Allá se las haya Diófanes con su suerte; que aventure una vez más por tierra o por mar los despojos de las gentes. Como sigo molido todavía del viaje de ayer, permíteme retirarme ahora mismo a dormir.
Dicho y hecho: me dirijo a mi habitación, donde está dispuesta, sobre una mesita adosada a mi lecho, la más linda de las cenas, aderezada con unas copas de respetable tamaño llenas de vino; y en el suelo, en el rincón más alejado de mi puerta para preservar la intimidad, las mantas de los esclavos. Todo estaba dispuesto para la lucha amorosa y más que lo estuvo cuando llegó mi querida Fotis después de haber acostado a la señora. Nos besamos, bebimos; bebimos más y más nos besamos, y nos dimos guerra sin tregua hasta que, embriagado el espíritu y agotadas nuestras energías, caímos uno en brazos del otro para confundir nuestras almas mutuamente rendidas. Estas peripecias del torneo y otras análogas nos mantuvieron despiertos hasta el amanecer; acudíamos al vino de vez en cuando para reanimar nuestras fuerzas agotadas, estimular nuestro ardor y renovar el placer. Con el precedente de este encuentro, organizamos otros muchos de la misma manera.
Asinus de Patricia Franz Santana