Las metamorfosis aka El asno de oro – Capítulo 5

Capítulo 5. La historia de Telifrón

Un buen día, Birrena pretendió con mucha insistencia que fuera a cenar a su casa. Como no quería ir, di todas las excusas posibles; pero no logré mi propósito. Se lo conté a Fotis. Ella, disgustada de verme lejos, aunque fuera tan cerca, aceptó el que no pudiésemos estar juntos esa noche y me dijo:

Fotis. No te distraigas. Vuelve pronto de la cena y ten cuidado cuando regreses. Hay una pandilla de jóvenes de las mejores familias que están locos y  que perturban la tranquilidad pública. Al pasar, verás gente degollada en plena calle. Tu brillante fortuna y la poca consideración que se tiene hacia los forasteros pueden favorecer el deseo de tenderte una emboscada.

Narrador. No te preocupes, querida Fotis. Volveré temprano, pues ningún banquete puede atraparme más tiempo del necesario si no estoy contigo. Además, iré armado con mi espada. Yo mismo seré mi propia escolta.

Con estas precauciones, salí a cenar. Al poco, llego adonde se me esperaba y veo a mi anfitriona:

Birrena. ¿Te encuentras a gusto en nuestra tierra? Si no me equivoco, nuestros templos, nuestros baños y demás edificios públicos dejan muy atrás a los de todas las demás ciudades; además, disponemos de todas las comodidades de la vida diaria. Están aseguradas la libertad y la paz. Un forastero activo encuentra aquí la animación de Roma; un huésped tranquilo, el sosiego del campo. En pocas palabras: somos, para la provincia entera, la plácida zona de recreo.

Narrador. Tiene razón por lo que a mí toca. En ningún rincón del mundo creo haberme sentido más libre que aquí. Sin embargo, me invade un serio temor ante las invisibles e inevitables trampas de la ciencia mágica; pues, según dicen, ni siquiera está segura la paz de los muertos en sus tumbas. Se cuenta que hay quienes acuden a los hornos crematorios y los sepulcros en busca de ciertos residuos y de trozos de cadáveres para buscar la perdición de los vivos; y que viejas brujas, durante la marcha del fúnebre cortejo, en rápido vuelo, se adelantan a instalarse en la sepultura ajena.

Comensal. Aquí no hay la menor consideración para nadie, ya sean vivos o muertos. No sé quién ha sido víctima de una desventura análoga… No lo recuerdo. Sé que lo mutilaron hasta desfigurarle completamente el rostro.

El comentario trajo consigo que muchos comensales soltaran carcajadas y volvieran su mirada a un hombre recostado que estaba aparte en un rincón. Él, cohibido al sentirse observado por todos, murmuró unas palabras de despecho e intentó levantarse para salir.

Birrena. No, no, no, querido Telifrón, espera un poco. Haz uso de tu habitual amabilidad y vuelve a contarnos tu historia para que la conozca mi hijo Lucio.

El señalado se mostró reacio al principio; no obstante, la insistencia de Birrena, que lo apremiaba y conjuraba por su vida, acabó por vencer su resistencia. Apiló las mantas para apoyar en ellas el codo y, con el cuerpo medio erguido, extendió la mano derecha en ademán oratorio:

***

Telifrón. Era yo todavía menor de edad cuando salí de Mileto para asistir a los Juegos Olímpicos y visitar, de paso, estas regiones donde nos hallamos y que tanto renombre dan a la provincia. Había recorrido toda la Tesalia cuando, en mala hora, llegué a Larisa. Iba recorriendo todos los rincones al tiempo que mi presupuesto iba menguando. Así fue hasta que tocó a su fin y tuve que buscarme la vida para aliviar mi falta de recursos. Entonces vi en medio de la plaza a un viejo de elevada estatura subido a una piedra y que gritaba con voz potente:

Viejo. ¡Quien quiera guardar a un muerto, ponga precio al servicio!

Le pregunto a quien estaba a mi lado: 

Telifrón. ¿Qué significa esto? ¿Es frecuente en este país que los muertos escapen?

Transeúnte. Calla. Bien se ve que eres un crío o un extranjero de tierras lejanas para ignorar que te encuentras en Tesalia, donde las brujas desgarran corrientemente a mordiscos la cara de los muertos en busca del ingrediente que  complemente su ciencia mágica.

Telifrón. Por favor, dime en qué consiste esta guardia fúnebre.

Transeúnte. En primer lugar, hay que estar en vela toda la noche ininterrumpidamente, con los ojos bien abiertos y sin pestañear, y clavados sobre el cadáver. No hay que distraer la mirada sobre ningún otro objeto, ni siquiera de reojo, porque esas malditas brujas, bajo la apariencia de cualquier clase de animal, se deslizan tan furtivamente que les es fácil burlar cualquier tipo de vigilancia. Adoptan la forma de ave, de perro, de rata y hasta la de mosca; luego, con sus terribles encantamientos, infunden un sueño irresistible a los guardianes. 

Telifrón. ¿Se paga bien?

Transeúnte. A pesar de los peligros del servicio, no se cobra por él más seis monedas de oro, entre cuatro y seis suele ser lo habitual. ¡Ah! Olvidaba un detalle: si por la mañana uno no entrega el cadáver intacto, todo lo que en él falte o esté deteriorado hay que reponerlo con piezas recortadas de la propia cara.

Bien informado ya, algo impresionado al principio, pero luego bastante envalentonado, me acerco al pregonero: 

Telifrón. Deja ya de desgañitarte. Aquí está, a punto, el guardián que buscas. Quiero ver tu oferta.

Viejo. Mil sestercios te están esperando; pero, oye bien, joven, fíjate de quién se trata: es el hijo de uno de los principales ciudadanos. Tienes la obligación de guardar muy bien el cadáver de esas infames harpías.

Telifrón. Déjate de tonterías. Aquí tienes a un hombre de hierro que no duerme, más penetrante que el propio Linceo o que Argo. Vigilaré a ese muerto y a dos más si me los pones cerca.

Aún no había terminado de alabarme como el más idóneo cuando me pidió que le siguiera y me llevó hasta una casa cuya entrada principal estaba cerrada. Entramos por una puertecita trasera y llegamos a una habitación oscura porque tenía las ventanas cerradas. Allí había una señora llorosa y vestida de luto. 

Viejo. He aquí a un hombre que se ha comprometido a guardar fielmente el cadáver de tu marido.

Ella, separando hacia ambos lados los cabellos que le caían sobre la cara y poniendo al descubierto un rostro de radiante hermosura a pesar del dolor, levanta la vista y me dice: 

Viuda. Por favor, procura cumplir tu misión con la mayor vigilancia posible.

Telifrón. Descuida. Preocúpate tan sólo de preparar lo que he de cobrar por el servicio.

Ella se levanta y me conduce a la sala donde estaba el cadáver, cubierto con un espléndido sudario. Pide que entren con ella siete testigos. Descubre personalmente al difunto y, reclinada sobre él, llora un buen rato; luego, invocando la lealtad de los presentes, les va mostrando, angustiada, cada miembro del difunto según la fórmula adecuadamente preestablecida. Un hombre levanta acta en las tablillas:

Viuda. Mirad la nariz: intacta; los ojos, indemnes; las orejas, bien conservadas; los labios, perfectos; la barbilla, entera. Dad fe de todo ello.

En el acto, se firman las tablillas y ella se retira, pero yo la llamo y le digo: 

Telifrón. Señora, manda que me traigan todo lo necesario para el caso. 

Viuda. ¿Qué quieres decir? 

Telifrón. Una lámpara bastante grande, aceite suficiente para toda la noche, agua caliente con unas jarras de vino y un vaso, y una fuente bien arreglada con las sobras de la cena.

Viuda. ¡Vete por ahí, impertinente! ¿En las fúnebres circunstancias de esta casa hablas de comer y reclamas tu parte cuando llevamos ya una porción de días sin ver ni el humo del hogar? ¿Crees acaso que has venido aquí a celebrar un banquete? ¿No sería más oportuno que te pusieras a tono con las circunstancias de luto y de lágrimas?

Pronunciando esas palabras, se volvió hacia una joven sirvienta y le dijo: 

Viuda. Mirrina, tráele rápidamente una lámpara y el correspondiente aceite; luego, encierra al guardián y sal enseguida de la habitación.

Llegó la lámpara, el aceite y la orden de que me encerraran. Y ahí me quedé, solo y en compañía del cadáver. Me froté los ojos y me dispuse a combatir el sueño cantando de manera animada. Al rato, cansado de la música, me coloqué de la manera más cómoda posible para pasar las horas que me restaban para salir de allí. Llegó el crepúsculo de la tarde; luego, la noche verdadera; más tarde, la noche tenebrosa; después, las altas horas de la noche y, por fin, la noche profunda y silenciosa. 

Mi pánico, insignificante cuando cerré el trato, se había ido acumulando por momentos con el transcurso de las horas hasta el punto de ver ruidos y oír movimientos… De repente, una comadreja se detuvo frente a mí y me clavó una mirada tan penetrante que me causó una indescriptible inquietud. Me repuse del susto y le dije: 

Telifrón. ¿Quieres irte, bestia maldita, y esconderte con tus hermanas las ratas? ¿O prefieres probar ahora mismo la violencia de mis golpes? ¿Por qué no te vas?

La comadreja dio media vuelta y, en un trote, desapareció de la estancia. De pronto, un profundo sueño se apoderó de mí y me desvanecí como si cayera al fondo de un abismo. No sé cuánto tiempo estuve así. Sé que, en un determinado momento, debió amanecer y, tras la ruptura de la tregua nocturna con el canto de los gallos, me desperté lleno de angustia. Corrí a ver el cadáver. Acerqué la luz, descubrí la cara y la examiné detalladamente según los artículos del contrato. Todo parecía estar en orden.

En ese instante, irrumpe la desgraciada esposa, bañada en lágrimas y acompañada por los testigos del día anterior. Angustiada, se arroja sobre el cadáver y, tras muchos y prolongados besos, hace un detenido reconocimiento a la luz de la lámpara. Luego, se vuelve, llama a su administrador y le ordena que, sin demora, me pague. Tras cobrar, me dice: 

Viuda. Joven, te quedamos sumamente agradecidos. Visto el concienzudo servicio que has hecho, no dudes de que, en adelante, te contaremos entre nuestras amistades.

Colmado de alegría ante esta inesperada ganancia y extasiado ante las relucientes monedas de oro que yo hacía sonar repetidas veces en la mano dije: 

Telifrón. Di más bien, señora, entre tus servidores. Cuantas veces necesites mis servicios de vigilancia, no tengas reparos en contar conmigo. Me voy. Espero que pronto volvamos a vernos…

Apenas había concluido la última frase cuando comprobé mi error y la falta de prudencia de mis palabras. Los amigos y familiares de la viuda empezaron a insultarme, a llamarme maldito agorero, a acusarme de desearles la muerte. De ahí se pasó a la agresión: uno me golpeó la mandíbula a puñetazos; otro, la espalda a codazos; un tercero me hundió las costillas; aquellos me daban patadas mientras estos me arrancaban los pelos; y no faltaron los que me rasgaron la ropa. El caso es que, magullado y hecho trizas, salí de ahí.

Cuando me repuse del percance, comprobé que el ataúd ya estaba en camino de su morada definitiva. Por tratarse de un personaje aristocrático, las honras fúnebres eran oficiales y el cortejo pasaba por el foro. Un anciano vestido de negro, triste, deshecho en lágrimas y arrancándose su noble pelo canoso sale al encuentro, abraza fuertemente el féretro y con voz potente, aunque entrecortada por los sollozos, exclama: 

Anciano. Ciudadanos, apelo a la buena fe que tienen, a la bondad que les es propia como pueblo, para que venguen la muerte de este hermano, impongan un duro castigo a esta nefasta y maldita mujer, culpable del mayor de los delitos. Ella es, ella y nadie más, la que ha envenenado a este desgraciado joven, mi sobrino, el hijo de mi hermana; y lo ha hecho para complacer a un adúltero y captar una herencia.

El anciano aquel, a voz en grito, iba repitiendo sus lastimosas quejas y su grave acusación. La masa, entretanto, se irritaba. Se oían voces reclamando antorchas y muchos buscaron piedras para atacar a la mujer. Ella, con lágrimas bien estudiadas, juraba por todos los dioses que todo era mentira.

Anciano. Llamemos a la divina providencia para conocer la verdad. Aquí está Zaclas, un profeta egipcio de primer orden con quien he llegado a un acuerdo que, dicho sea de paso, no poco dinero me ha costado. Le he pedido que, con permiso de la muerte, saque del infierno al espíritu del difunto para dar vida a este cadáver solo un instante.

Pronunciadas estas palabras, presenta a un joven rapado que lleva una túnica de lino y unas sandalias. Besa de manera prolongada su mano y llega a abrazar sus rodillas al tiempo que dice: 

Anciano. Oh, pontífice, ten piedad de nosotros. ¡Por los astros del cielo, por las divinidades del infierno, por los elementos del universo, por el silencio de las noches, por los santuarios de Coptos, por los desbordamientos del Nilo, por los misterios de Menfis y por los sistros de Faros! ¡Permite que mi sobrino goce un instante de la luz del sol! ¡Ilumina estos ojos cerrados para siempre! No oponemos resistencia a los designios del destino ni negamos a la tierra lo que es suyo, sólo pedimos unos instantes de vida para tener el consuelo de la venganza.

El profeta, atendiendo la plegaria, aplica cierta hierba a la boca del cadáver y otra a su pecho; luego, mirando a Oriente, invoca en silencio al sol en su majestuosa carrera. La expectación de los asistentes aumentaba con la espera del prodigioso milagro. Al poco, vemos cómo se dilata el pecho del muerto, cómo respira, cómo late el pulso, cómo se llena de vida todo su cuerpo. El cadáver se levanta y habla: 

El resucitado. Saciado ya de las aguas del Leteo y en plena navegación sobre las lagunas del Estigio, ¿por qué se me llama de nuevo a los quehaceres de una efímera existencia? Basta ya, te lo ruego, basta; déjame en mi remanso de paz.

Zaclas. ¡No! Has de hablar. Has de poner en claro ante el pueblo todo el misterio de tu muerte. 

El resucitado. Los culpables artificios de mi nueva esposa fueron la causa de mi muerte. He sido víctima de una pócima mortal y, sin dar tiempo a que mi lecho se enfriara, se traspasó a un seductor.

La esposa, armándose de audacia y serenidad, rechazó las acusaciones de su marido mientras el pueblo comienza a alborotarse con división de opiniones: para unos, no cabe mayor infamia en una mujer y hay que enterrarla viva con el cuerpo de su marido; para otros, no hay que dar crédito a las mentiras de un cadáver. Algunos acusaban al profeta y otros no las tenían todas consigo con el tío. Mas todos callaron cuando el joven resucitado volvió a hablar: 

El resucitado. Yo no miento. No tengo motivos para ello. Lo que ocurrió, ocurrió. Yo padecí la mala suerte de dar con una mujer perjudicial y he pagado por ello; y este pobre que ahí ven también tuvo la mala suerte de llamarse como yo y de quedarse sin dinero hasta el punto de aceptar el encargo de velar mi cuerpo.

Un gesto de asombro se extendió entre los presentes. Anonadado por la mención, me acerqué al grupo principal. Iba a preguntar por qué me había nombrado cuando, señalándome con el dedo, dijo el resucitado levantando más la voz, si cabe. 

El resucitado. No se asombren, no, que tan cierto es mi envenenamiento como que este pobre desgraciado, mientras velaba mi cadáver, puso toda su perspicacia y atención en evitar que unas viejas brujas arrebataran mis despojos. Se disfrazaron muchas veces y siempre en vano porque no podían burlar la actividad y vigilancia de este formidable guardián, mi tocayo. Como último recurso, extendieron las malvadas sobre él un vaho soporífero y lo sepultaron en un profundo sueño. Luego, se pusieron a llamarme por mi nombre y no dejaron de gritar hasta que mi cuerpo rígido y mis helados miembros, con perezoso esfuerzo, empezaron a obedecer por arte de magia. Y este hombre que aquí ven, que en realidad estaba vivo y que de muerto tan sólo tenía el sueño, al oír que le llamaban, se levantó y, avanzando como un fantasma, fue a dar contra la puerta de la sala, que estaba bien cerrada y que tenía un agujero pequeño. Por ahí le arrancaron primero la nariz y luego las orejas. Este gran hombre que ustedes ven me sustituyó a mí como víctima para sufrir la amputación. Y para que la astucia de las brujas pasase inadvertida, con el modelo de las orejas cortadas moldearon en cera otras y se las pusieron de manera que no fuera fácil distinguir las verdaderas de las falsas. Y lo mismo hicieron con la nariz. Su mala suerte, pues, es como la mía: yo, cadáver, estoy intacto; él, vivo, está mutilado. No miento. Lo pueden comprobar.

Asustado por esas palabras, me pongo a comprobar la realidad de mi rostro: me cojo la nariz y se me queda en la mano; me toco las orejas, se me caen. Los asistentes me apuntan con el dedo, todos concentran sobre mí su mirada para señalarme y todos, de repente, empiezan a reírse. Cuando las burlas empezaban a ser incontenibles e insoportables, me escabullí como pude del lugar.

Desfigurado y condenado al ridículo, ya no pude volver al hogar paterno. Como pueden ver, dejo caer el cabello por ambos lados para ocultar las cicatrices de las orejas; y en cuanto a la nariz, disimulo bastante bien mi deformidad gracias a este pañito que llevo pegado con un ungüento.

***

En cuanto Telifrón terminó su historia, los convidados, animados con el vino, reanudan otra vez sus carcajadas y Birrena se dirige a mí en los siguientes términos:

Birrena. Mañana celebramos el aniversario de la fundación de esta ciudad. Es un día grande para nosotros. Es típico y exclusivo de nuestro pueblo el invocar al augusto dios de la risa con un ritual alegre y divertido. Tu presencia acentuará para nosotros la alegría de esta fecha. Y ojalá tu propia felicidad pueda inspirarte algún recurso para honrar a nuestra divinidad.

Narrador. Muy bien, señora; se cumplirán tus órdenes. Me gustaría ciertamente descubrir algún tema que diera al gran dios ocasión de manifestarse a rienda suelta.

Después de esto, mi esclavo me recordó que era ya de noche; además, mi estómago estaba ya a punto de reventar con la bebida. Me levanté al instante y, con no menos rapidez, me despedí de Birrena y me puse en marcha rumbo a casa.

Al enfilar la primera calle, un brusco vendaval apagó la luz que nos guiaba. Nos costó trabajo salvar aquella repentina oscuridad en plena noche. Ya íbamos a entrar, cogidos del brazo para cuidarnos de las caídas propiciadas por la oscuridad y la bebida, cuando tres individuos vigorosos y corpulentos se precipitaron con todas sus fuerzas sobre nuestra puerta. Nos parecieron salteadores y, para más inri, de los más rabiosos dentro de su género.

Sobre la marcha, desenvainé la espada que llevaba oculta bajo la ropa y, sin titubear, me lancé sobre los forajidos. A medida que se me van presentando, los voy apuñalando sin piedad hasta que acaban expirando a mis pies. El combate y el consiguiente alboroto habían despertado a Fotis. Al ver la puerta abierta, me lanzó dentro de la casa. Yo estaba jadeante y bañado de sudor. Mi combate frente a los tres asaltantes me había dejado agotado. No hubo preguntas ni más ruidos. Tres muertos quedaban en la calle y, en el interior de la casa, Fotis y yo despiertos y expectantes. Nada se oyó en esa oscura noche y lo mejor que hicimos fue olvidar el suceso cuanto antes e irnos a la cama, cada uno por su lado, claro está. Acostarme y dormirme sucedió a la vez.Patricia Franz Santana - Asinus

Asinus de Patricia Franz Santana