Capítulo 7. Fostis «confiesa»
Al tiempo que se marchaban, llegaba corriendo un servidor de Birrena:
Servidor. Su madre pregunta por usted y le recuerda que se acerca la hora del banquete cuya invitación aceptó ayer por la tarde.
Narrador. Dígale que tendría sumo gusto en acceder a sus deseos si mis compromisos me lo permitieran; pero mi querido Milón, en cuya casa me hospedo, apelando a la divinidad que celebramos, ha logrado mi compromiso y hoy cenaré con él. Es más: ni él se aparta de mí ni consiente en que yo me aparte de él; en consecuencia, aplacemos la invitación para otro momento.
Al poco de marcharse el servidor a cumplir con la respuesta a su señora, Milón ordenó que nos fuésemos al balneario más próximo. A mala hora. Cualquier paso que daba suponía imaginar a todos riéndose y señalándome con la vista, el gesto y las manos. Tan poca cosa llegué a sentirme que no logré tomar conciencia de cómo llegué y salí del balneario, ni de cómo se desarrolló la mísera cena con mi anfitrión ni de cómo, alegando un fuerte dolor de cabeza como consecuencia de mi llanto prolongado, me fue fácil conseguir permiso para retirarme a descansar. Tampoco llegué a saber muy bien cómo, acostado en la cama y recordando los penosos detalles de un día que no mereció la pena ser vivido, se acercó mi querida Fotis. «Lo único hermoso del día», llegué a pensar, lo recuerdo, a pesar de que se me presentaba en un estado desconocido para mí: había perdido su fisonomía risueña y el tono burlón de su voz; su frente, profundamente arrugada, denotaba seria preocupación; y se dirigía a mí con vacilación y timidez:
Fotis. Yo, yo misma, lo confieso, soy la culpable de tu desgracia.
Y sacando de su seno una especie de correa me la ofreció diciendo:
Fotis. Tómala, por favor, y véngate. Castígame. Sométeme a un suplicio tan severo como te plazca. No hubo gusto en mi participación, sino miedo y mucha mala suerte en el cumplimiento de unas órdenes que me vi obligada a satisfacer.
Narrador. No hay en el mundo correa más infame y audaz que la que has elegido para tu propio suplicio. Saldrá de mis manos cortada y hecha añicos antes que pueda rozar tu suave piel. Háblame con franqueza: ¿qué has hecho para dar a la fortuna la ocasión de volverse cruel contra mí? Por mucho que se me asegure, ni tú ni nadie me harán creer que hayas pensado siquiera en causarme daño; ahora bien, cuando la intención es buena, no pueden imputarse como crimen las consecuencias fortuitas, aunque acarreen perjuicios.
Fotis. Déjame cerrar bien la puerta de la habitación. Si alguna de mis palabras se filtrara al exterior, me sentiría culpable de una profanación y de un gran escándalo.
Echó el pestillo, enganchó sólidamente la barra y volvió a mi lado. Abrazando mi cuello con ambas manos, me dijo con voz tenue, casi imperceptible:
Fotis. Tengo miedo. Me asusta descubrir lo que sigilosamente se oculta en esta casa y revelar los misteriosos secretos de mi señora. El amor y la confianza que siento por ti me impulsan a revelarte cosas que solo yo sé y que, conocidas por ti, deben obligarte a guardarlas bajo la sagrada ley del silencio. Vas a enterarte de todo lo que hay en esta casa, vas a conocer los maravillosos y secretos recursos de mi señora para que los difuntos le obedezcan, los astros cambien de rumbo, rindan su voluntad los dioses y se pongan a su servicio los elementos naturales.
___»Jamás se entrega a sus conjuros con tanta pasión como cuando algún joven de agraciado físico atrae su mirada. Hace unos días, por ejemplo, amenazó al mismo sol con sepultarlo en eternas tinieblas por haber tardado en marcharse y ceder su lugar a la noche para que ella pudiera entregarse a sus mágicos encantamientos; y todo porque está locamente enamorada de un hermoso muchacho de Beocia.
___»Ayer, al volver del baño, lo vio en la barbería y me mandó recoger a escondidas el pelo que se había caído al suelo tras los tijeretazos del peluquero. Yo, con excesivo cuidado, lo recogía hasta que me descubrió el dueño del local y, llamándome hechicera, me amenazó con denunciarme si no renunciaba a prácticas criminales como la de robar el cabello de sus clientes más jóvenes y apuestos. Me registró el cuerpo con violencia y encontró el pelo que tenía escondido en mi seno. Me lo arrebató con ira y me echó a patadas de su local.
___»Quedé muy afectada por lo sucedido y llegué a pensar en huir porque conozco la furia de mi señora cuando se dan contratiempos como este, pero me acordé de ti y deseché al instante la idea. Luego me asaltó la duda: si no me iba a escapar, ¿cómo resolvería las consecuencias del previsible enfado de mi señora? Fue entonces cuando la fortuna puso frente a mí a un hombre que estaba esquilando con sus tijeras unos pellejos de cabra. Vi cómo los cosía cuidadosamente, los hinchaba y luego los colgaba. El pelo caído al suelo era rubio, muy parecido al del beocio. Recogí un poco y se lo entregué a mi señora inventando un relato sobre cómo lo conseguí.
___»¿Te acuerdas de la noche del falso asalto? Cuando el sol ya se había ido y tú estabas cenando en casa de Birrena, Pánfila, mi señora, más fuera de sí que nunca, subió a una de las terrazas de nuestra casa que está expuesta a todos los vientos y donde la vista se extiende sin obstáculos hacia Oriente. Es un lugar prohibido. Ni su marido puede estar ahí. Yo, te confieso que no sé por qué, quizás por curiosidad y también por inconsciencia o por imprudencia, la seguí en secreto. Entré con ella a escondidas y, sin que se percatara, logré ocultarme en un recodo de aquel infernal laboratorio lleno de aromas de toda clase, a cual más inmundo; papiros llenos de textos indescifrables y símbolos rarísimos; innumerables restos de cadáveres frescos todavía y algunos llenos de moscas verdes; tarros con sangre de condenados a muerte degollados… Espeluznante. Esa es la palabra para definir que podía contemplar gracias a que la bruja, tan ensimismada como estaba en su quehacer, no se había percatado de mi presencia.
___»Cuando lo tenía todo dispuesto, comenzó a recitar no sé qué, porque no entendía qué decía; mientras, en un perol, cogiendo de aquí y de allí, mezcló diferentes líquidos y trozos de sustancias viscosas. Dejó que se cocinara a fuego lento ese caldo al tiempo que, en un almirez grande, ponía los pelos que yo le había dado y los especiaba. Cuando unió los preparados en un cuenco y les echó algunas imprecaciones, maldiciones y demás palabrerío mágico, empecé a oír golpes en la puerta de casa y a Pánfila desconcertada. Aquello no era lo que se esperaba. Los pellejos de cabra habían vuelto a la vida y, a la llamada del pelo que había sido suyo, reclamaban entrar en la casa.
___»Es aquí donde apareces tú, mareado por la bebida. La noche oscura te confundió y atacaste a los tres bultos que resucitaron con el conjuro y que, respondiendo al impulso sobrenatural, quisieron abrir la puerta. Eres un héroe, Lucio. Dejaste sin aliento a tres odres de piel de cabra bien hinchados. Abatiste a tus enemigos sin mancharte de sangre. Déjame que te abrace: no eres un homicida, sino un odricida.
Tras un rato seria, mi hermosa Fotis estalló en una risa descontrolada al ver mi cara de asombro y temor por lo que me contaba. Esta broma de Fotis me hizo sonreír y, continuando en el mismo tono, le dije:
Narrador. Pues ya se ve que eres culpable y que te mereces un castigo.
Ella, más irresistible que nunca, hizo mohínes de arrepentimiento y carantoñas de conciliación.
Narrador. Si quieres que te perdone sinceramente y de corazón el gran delito que me ocasionó tantas angustias, has de proporcionarme una cosa que anhelo con toda el alma.
Fotis. Lo que sea con tal de ser perdonada.
Y me abrazó pegando su oído a mi pecho y notando cómo se me aceleraban las pulsaciones.
Narrador. Muéstrame a tu señora en su laboratorio. Quiero verla cuando invoca a los dioses o, por lo menos, cuando cambia de forma. Estoy aquí porque quiero conocer los secretos de la magia y tu señora me los puede mostrar.
Fotis. ¡Ay, mi lindo Lucio, qué más quisiera yo que satisfacer tu deseo! Me pides algo muy difícil de conseguir. Mi señora es muy cautelosa y no consiente que nadie la vea cuando está con sus hechicerías. Jamás hemos conseguido verla los que vivimos aquí.
Narrador. Por favor…
Fotis. Sería jugarnos la vida, mi bello Lucio. Tan pronto como nos viese, nos convertiría en algún insecto fácil de aplastar.
Narrador. Por favor…
Fotis. Nos arrancaría las tripas, nos despellejaría, nos desencajaría los huesos…
Narrador. Por favor…
Fotis. Vale, vale, vale, no sigas. Deja de hacer ojitos. Haré lo que me pides. Me pondré al acecho y buscaré el momento adecuado para atender tus deseos. Eso sí, con la condición de que guardes el secreto. Si ella se enterase, no sé qué pasaría con tu vida; pero sí con la mía: que la más brutal de las palizas que me ha dado pasaría a ser, en comparación, la más dulce de sus caricias. ¿Lo entendiste?
Narrador. Lo entendí.
Y con mi asentimiento llegó un mutuo deseo que encendió nuestros sentidos. Nos despojamos de toda indumentaria y sin mantas y desnudos nos entregamos al amor hasta caer rendidos y dejar que el sueño nos inmovilizase hasta una hora avanzada del nuevo día.
Asinus de Patricia Franz Santana