Capítulo 8. La primera metamorfosis
Así transcurrieron varias noches, convertidas por nuestro feroz apetito en bellas antesalas de nuevos días que deseábamos ver terminar pronto para volver a encontrarnos y cumplir con nuestra lascivia. Así sucedían nuestras jornadas hasta que una mañana, Fotis llegó corriendo, nerviosa y preocupada, hasta donde estaba y me dijo que su señora, sin éxito en los asuntos amorosos, tenía previsto cubrirse de plumas esa la noche para convertirse en ave y emprender el vuelo hacia su esquivo amado. Me preguntó si seguía estando interesado en el tema de la hechicería y le dije que sí, que quería contemplar ese maravilloso fenómeno que me anunciaba. Ella se puso muy seria cuando supo mi firme determinación, pero yo la tranquilicé acariciándola y asegurándole que nadie nos vería, que tomaríamos todas las precauciones; y con un largo beso, le agradecí la buena nueva.
Imagínate el resto de mañana que tuve y cómo esperaba que pasaran las horas. Pasado el atardecer y adentrándonos en las primeras horas de la noche, mi querida Fotis me indicó que podíamos irnos acercando al laboratorio. De puntillas y sin hacer el menor ruido, me llevó hasta la estancia. A través de unas rendijas de la puerta, pudimos contemplar la escena que se desarrollaba y que todavía tengo nítida en mi memoria. Recuerdo cómo Pánfila se desnudó por completo y cómo sacó de una caja que había dentro de una arqueta una pomada que se untó por todo el cuerpo. Después empezó a mover los brazos mientras, en voz baja, iba repitiendo un conjuro. De tantas veces que lo dijo, lo memoricé. Así estuvo un muy largo rato; al menos, así me lo pareció a mí. Después de no sé cuánto tiempo, vi que una suave pelusa le iba creciendo por todo el cuerpo. Esta se convirtió en plumas mientras la nariz se encorvaba y endurecía, los ojos se agrandaban como platos y las uñas se convertían en garras. La que hasta hacía un rato era la mujer de Milón ahora era un enorme búho que graznaba y revoloteaba alrededor de la estancia hasta que logró lanzarse al exterior por un balcón y, ganando altura, desapareció volando.
Paralizados por el asombro quedamos. Aquello había sido lo más alucinante que había presenciado en mi vida. Cogí de la mano a Fotis y entramos en el laboratorio. Vi las ropas tiradas de Pánfila, el desorden de sus tarros e instrumentos hechiceros y la caja con el ungüento mágico junto con otras de similar aspecto. Miré a mi querida compañera:
Narrador. Concédeme, por favor, ahora que el instante es propicio, una prueba clara y única de tu cariño: ayúdame a untarme por todo el cuerpo esa pomada que ha vuelto en pájaro a tu señora. Te lo pido, dulce vida mía, por estas manos amorosas que sujetan la tuya. Asegúrame para siempre a tu servicio, como esclavo, con un favor que nunca podré pagar: haz de mí un alado Cupido para revolotear alrededor de ti, mi Venus.
Fotis. Ay, Lucio, viejo zorro, eres tan astuto como galán. ¿Pretendes que voluntariamente me dé con el hacha en las piernas? Si desarmado como estás, me cuesta trabajo preservarte de esas lobas de Tesalia; si te pusiera alas, ¿a dónde te podría buscar y cuándo te volvería a ver?
Narrador. El cielo no permitirá que eso suceda. Aunque recorriera todo el cielo en un vuelo tan audaz como el del águila, como mensajero fiel del soberano Júpiter o como portador feliz de sus rayos, después de mi brillante carrera aérea aterrizaría sin tardanza en mi delicioso nido: tú. No hay para mí en el mundo mejor mujer que mi Fotis.
Fotis. Calla, zalamero.
Narrador. Además, ahora caigo en un detalle: en cuanto use el ungüento y tome así forma de ave, tendré que evitar acercarme a cualquier casa. ¿Qué hermosura y qué atractivo puede tener un búho para cautivar a las mujeres? ¡Pobres aves nocturnas! Cuando entran en alguna casa, hay que ver las ganas que despiertan para darles caza y clavarlas en la puerta para que paguen por los infaustos presagios que da su vuelo.
Fotis. Entonces, coincidirás conmigo en que es una locura lo que pretendes.
Narrador. Será un instante. Durante unos minutos seré un búho y luego volveré a ser tu Lucio.
Ella dudó. En su mirada había un “no”; en la mueca de sus labios, otro “no”; en la expresión de su rostro, un rotundo “no”.
Fotis. Está bien, si es tu voluntad…
Narrador. ¡Muchas gracias! Solo tienes que ayudarme a ponerme la pomada y recordarme cómo es el conjuro transformador, aunque creo que me lo sé de memoria porque Pánfila lo repitió muchas veces. Lo que no sé es cómo volver a ser el que era. ¿Debo repetir la misma fórmula?
Fotis. Por eso no temas. Mi señora tiene unos papiros cosidos con todas las recetas. En la cara delantera están las recetas de los encantamientos y en el envés el remedio para revertirlos. Esto lo sé porque me lo enseñó como salvaguarda suya, no porque me tenga en especial consideración. Además, hay una panacea que siempre funciona: masticar rosas.
Narrador. Pues pongámonos manos a la obra, mi dulce Fotis.
Dije yo con prisas y sin ánimo de continuar la conversación. Si había un modo para convertirse y otro revertir la conversión, “¿para qué seguir hablando?”, pensé.
Fuimos hasta la poyo donde tenía todos sus útiles. Nos percatamos de lo desordenado que estaba todo. Ella me pidió que empezáramos cuanto antes para terminar lo más pronto posible. No estaba cómoda en aquel sitio. Enseguida dimos paso al ritual transformador. En primer lugar, para que me otorgase el favor de un vuelo feliz, bendije a mi manera la cajita que me había dado Fotis. Luego, me despojé de toda mi indumentaria y comencé a frotarme el cuerpo con el ungüento. Ella me ayudaba. Mientras cubría mi cuerpo con esa crema, que olía peor de lo que me podía imaginar y era áspera al tacto, voy recitando las palabras de Pánfila. El ardiente deseo de parecer un ave me lleva a mover alternativamente mis brazos cuando ya no hay ni un milímetro de mi piel que cubrir. Muevo los brazos; los muevo más y más, y lo sigo haciendo así, sin parar y repitiendo el conjuro, durante un buen rato; pero, nada…
Narrador. Algo no va bien.
Digo esto mientras compruebo que no hay la menor muestra de pelusa ni de plumas, y que el pico no asoma por ninguna parte. Al poco, empiezo a notar, no sin horror, que mis pelos se endurecen como cerdas; que mi suave cutis adquiere la rigidez del cuero; que en mis extremidades no se pueden ya contar los dedos, pues se ve una gran pezuña; y que en la última vértebra me sale una larga cola. Mi rostro pierde toda proporción: me crece la boca, se me ensanchan las narices, me cuelgan los labios. Me cubro de pelo y veo crecer exageradamente las orejas. Y como colofón a este cambio, quiero expresar mi contrariedad y no atino más que a emitir un sonoro y doloroso rebuzno. Al final, no me convertí en el ave deseada, sino en un inesperado asno.
Fotis. ¡Ay, pero qué he hecho! ¡Qué desgracia! Me debí equivocar de cajita. Te he dado la que no era.
Yo no paraba de rebuznar miedo, enfado, nervios, desesperación, ira…
Fotis. Vale, vale, cálmate, que hay remedio. Recuerda que con masticar unas rosas se revierte el hechizo.
Rebuzné con más impotencia que rabia porque vi que no había ninguna en aquella maldita estancia.
Fotis. Tranquilo, lindo Lucio. En cuanto amanezca, buscaré un ramo de rosas para que lo mastiques y vuelvas a ser el de antes. Aquí no está el remedio que buscamos.
Aunque yo era un perfecto asno, conservaba la sensibilidad del hombre. Digo esto porque confieso que, en mi interior, llegué a deliberar si debía matar a coces y mordiscos a aquel ángel que ahora se me había convertido en una abominable malhechora; pero una reflexión más sensata me hizo desistir del peligroso proyecto: si mataba a Fotis para castigarla, eliminaría también la posibilidad de salvarme con su ayuda. Opté por resignarme y esperar a la solución del problema, que no debía prolongarse más allá de unas horas.
Asinus de Patricia Franz Santana