SEGUNDA PARTE. LUCIO, ASNO
Capítulo 9. Con los ladrones, buscando rosas
Con la cabeza gacha y en movimiento, me puse a rumiar las circunstancias de mi humillación y, doblegándome ante el inexorable trance, me dirigí a la cuadra para hacer compañía a aquel caballo que había sido mi dignísima montura hasta esa misma mañana. Allí también estaba el asno de Milón y otro animal que no logré distinguir con la oscuridad.
Se me ocurrió pensar que mi caballo al verme, aunque fuese como cuadrúpedo, me reconocería y me acogería con simpatía dándome un trato acorde a la relación que habíamos mantenido siempre, pero no se le ocurrió otra cosa que acercase al oído de su compañero asnal, decirle algo que no debía ser bueno para mí y acordar que debían alejarme de la cebada que durante la tarde yo les había servido. Hecho el concierto, empezaron a maltratarme dándome los dos coces hasta que lograron arrinconarme en un extremo de la cuadra. Acepté lo sucedido no sin jurar antes que, en cuanto volviese a la forma humana, aquel corcel, que hasta ahora había reconocido como mi fiel compañero de viajes, iba a aprender con dolor lo que era la lealtad a su amo.
En estos pensamientos estaba cuando, al poco, oí golpes y gritos; y vi, a pesar de la noche, cómo abrían con violencia la puerta principal del recinto. Muchos entraron y destrozaron lo que hallaban a su paso. Era una cuadrilla de ladrones que buscaba el almacén donde Milón amontonaba los tesoros. No sentí la presencia del rico; no esperaba la de su mujer, que estaría “buhoneando” por ahí; y supuse que Fotis se habría escondido en sabe Júpiter dónde. No pensé en los criados ni los esclavos. Para qué voy a mentirte en esto.
Los asaltantes se hicieron con un espléndido botín que distribuyeron entre todos, pero como el peso de las riquezas robadas superaba la capacidad de los brazos disponibles para el transporte, nos sacaron de la cuadra a mí, al otro asno y a mi caballo, y sobre nuestros lomos cargaron los bultos más pesados. Entre palos y latigazos, salimos de aquella casa y tomamos el camino de la montaña.
El enorme peso que llevaba, la acentuada pendiente del camino y la considerable distancia recorrida me habían colocado en el mismísimo umbral de la muerte. Poco me debía faltar para rendirme cuando, amanecido el día y tras cruzar una populosa aldea, llegamos a un lugar con muchas casitas de campos y viviendas acomodadas llenas de jardines bien arreglados y con plantas decorativas a cuál más hermosa. Unas frescas rosas resplandecían y parecían llamarme para que diese fin a mi zoológica condena. Me acerqué como pude, feliz ante la esperanza de mi liberación. Presto iba a llevarme a la boca una cuando una fugaz inspiración me detuvo: si abandonaba la forma de asno y recobraba mi forma humana, podría hallar la muerte a manos de aquellos ladrones, que podrían ver en mí un hechicero o, por lo menos, alguien capaz de denunciarlos algún día. También pensé en que si me convertía en humano, todo el peso que sujetaba como asno me terminaría aplastando. Así, pues, muy a pesar mío, me abstuve de tocar las rosas y, resignado de momento con mi suerte, me puse a comer hierba, dando así la imagen de lo que a ojos de todos yo era: un perfecto asno.
A eso del mediodía, agobiado ya por los ardientes rayos del sol, nos detuvimos en un poblado y entramos en casa de unos viejos conocidos o amigos de los ladrones. Así me lo daban a entender, por muy burro que yo fuera, los primeros saludos, las efusivas conversaciones y los mutuos abrazos que se daban. Nos descargaron y nos dejaron sueltos, paciendo libremente en un prado colindante. Como la compañía del otro asno y de mi caballo no logró interesarme, y yo tampoco parecía ser alguien con quien tener tratos según las bestias, busqué otro sitio donde no tuviese que comer hierba y fuera posible encontrar algún rosal florido. Si daba con algún lugar solitario y tomaba escondido el remedio, podía volver a mi dignidad humana sin que mis enemigos me vieran ni sospecharan nada.
Tantas eran las ganas de hallar la solución a mi problema que veía a lo lejos rosas que nunca eran tales, que olía rosas donde no las había, que todo me parecía ser el lugar donde hallaría lo que tanto buscaba, pero no di con lo esperado. Reconozco que me seducía la idea de huir; pero, quizás por miedo o por no sé qué, me decía una y otra vez «No es el momento». Decidí esperar a una ocasión mejor.
Iba cerrándose la tarde cuando los ladrones nos volvieron a cargar y nos sometieron a otro recorrido inclemente por su longitud y dificultad. Al cabo de varias horas, yo estaba agotado, escachado con el peso que llevaba, dolorido por los latigazos y cojeando de manera ostensible porque se habían desgastado mis cascos. Llegamos junto a un arroyo y se me pasó por la mente que lo mejor que podía hacer era dejarme caer, como si estuviese moribundo, aunque me moliesen a palos o tuviesen la tentación de darme puñaladas. Si lo hacía, quizás conseguiría que los ladrones me diesen por perdido, me quitasen la carga que llevaba, la repartiese entre los otros animales y me abandonasen para que sirviera a los lobos y buitres de comida.
Nunca sabré si la mía era o no una buena idea o, nunca mejor dicho, una burrada, pero quiso el azar intervenir en la escena dejando que el asno de Milón hiciese lo que yo había pensado hacer: se cayó con toda su carga y le dieron tantos latigazos, pinchazos y patadas para que prosiguiera su camino que poco faltó para que se quedara ahí tirado para siempre. Cansados de golpear al animal y ya sin un asomo de esperanza, deciden que, para no retrasar la fuga preocupándose tanto de este asno, lo mejor es distribuir los entre el caballo y yo. Con pesar vi incrementado el peso sobre mis lomos y con susto y miedo fui testigo de cómo desenvainaron sus espadas, le seccionan los tendones de las patas a mi malherido colega, lo arrastraron hasta un precipicio cercano y no precisamente pequeño, y lo arrojaron al vacío. Lo último que oí: un rebuzno de despedida y un <<ahí va, comida para buitres y lobos>>.
La suerte de mi pobre camarada me puso en alerta y logró que me diera cuenta de que la suerte se había aliado conmigo. Opté por no tentarla renunciando a engaños y fraudes, y comportándome como un asno leal y útil a los amos. Solo debía plantearme la huída cuando hubiese garantías de éxito. Además, prestando atención a sus comentarios, había comprendido que haríamos muy pronto una parada y que el largo viaje tocaba ya a la tranquila meta donde ellos tenían su residencia habitual.
Una hora más tarde, dejando atrás una suave pendiente, llegamos al punto de destino. Nos retiraron todos los fardos para guardarlos en el interior; y, libre ya de toda carga, me puse a revolcarme en el polvo para disipar el cansancio. Debía estar convirtiéndome cada vez más en asno porque jamás se me había ocurrido pensar que lo que estaba haciendo hacías las veces de relajante baño.
Lo más destacable del lugar era una mísera choza cubierta de groseros cañizos habitada por una vieja, encorvada bajo el peso de los años. Ella parecía ser la encargada de cuidar de aquellos ladrones, a pesar de que la trataban con desprecio, como supe por cómo le habló el jefe de los malvados:
Jefe. Oye, tú, cadáver retirado a última hora de la hoguera fúnebre, oprobio insigne de este mundo y repudio inaudito del otro, ¿vas a entretenerte siempre así, sentada en casa e inactiva sin prepararnos, aunque sea muy tarde, un refrigerio que alivie nuestra dura y peligrosa tarea? No haces otra cosa que beber vino, eructar y holgazanear. Venga, haz algo de provecho. Sírvenos.
Vieja. Perdón, mis heroicos y leales jóvenes protectores, ya tienen todo a punto: carnes muy bien guisadas y suculentas, pan en cantidad, copas bien limpias, vino para llenarlas a rebosar; y el agua caliente está dispuesta para que se den el habitual chapuzón.
Al terminar de hablar la vieja, se despojaron rápidamente de sus vestiduras, reanimaron sus cuerpos desnudos al calor de una buena hoguera, tomaron el baño caliente, se frotaron con aceite y se instalaron en aquellas mesas copiosamente servidas. Yo lo vi todo y sentí que echaba más de menos de nunca todo lo que ellos hacían y disfrutaban; aquello que, en mi día a día, había considerado rutinario.
Asinus de Patricia Franz Santana