Las metamorfosis aka El asno de oro – Preliminar y Capítulo 1

PRIMERA PARTE. LUCIO, HOMBRE

Quiero hilvanar para ti una serie de variadas historias y acariciar tu oído benévolo con un grato murmullo. Dígnate tan sólo a recorrer con tu mirada este papiro egipcio escrito con la fina caña del Nilo y podrás admirar a criaturas humanas que cambian de forma y condición, y que posteriormente recobran su primitivo estado.

¿Que quién te habla? Muy brevemente te lo diré: el monte Himeto, el istmo de Efirea y el cabo Ténaro son la antigua cuna de mi raza. Allí aprendí el griego, primera conquista de mi infancia. Trasladado luego a la capital del Lacio para seguir los estudios de los ciudadanos romanos, tuve que emprender el estudio de su lengua nativa, el latín, con ímprobo trabajo y sin la dirección de un maestro.

Así, pues, de antemano te pido perdón por si, como narrador sin gracia, tropiezo y uso algún giro exótico o extraño. Por lo demás, este mismo cambio de idioma concuerda con la materia que cultivo: el arte de las metamorfosis.

Capítulo 1. De camino a Tesalia, la historia de Aristómenes y Sócrates

Iba yo camino de Tesalia para atender ciertos negocios cuando, tras recorrer altas montañas, húmedos valles, frescas praderas y campos de cultivo, mi caballo se hallaba extenuado de caminar y yo también de ir sentado. Quiero estirar las piernas y echo pie a tierra. Mientras dejo que la caballería busque su pasto, me sumo, como tercero, a dos compañeros de ruta que casualmente iban delante a muy poca distancia. Al prestar oído por captar su conversación, uno de ellos, estallando de risa, dice:

Hombre. Ahórrate unas mentiras tan absurdas, tan disparatadas.

Al oír esta exclamación y, además, sediento de novedades, interrumpo:

Narrador. ¿Por qué no me ponen al tanto de la conversación? No soy un entrometido, pero me gustaría saberlo todo o, al menos, todo lo posible.

Hombre. ¡Sí, es mentira todo eso! Es tan verídico como si alguien pretendiera afirmar que basta un mágico murmullo para que los ríos se vuelvan rápidamente hacia atrás; para que sea posible encadenar e inmovilizar los mares, adormecer el soplo de los vientos, detener la marcha del sol, atraer el rocío de la luna, arrancar del cielo las estrellas, suprimir el día y alargar la noche.

Yo, entonces, tomo la palabra con mayor libertad:

Narrador. Oye, amigo, tú que habías iniciado la historia, no te acobardes; por favor, complétala mientras caminamos juntos un trecho de camino.

Hombre (Aristómenes). Acepto tu petición, pero para que se aprecie como se debe, debo volver al principio de la historia ya iniciada. Juro por este divino Sol que todo lo ve que yo no refiero nada cuya exactitud no pueda comprobarse. Sus dudas desaparecerán cuando lleguen a la primera ciudad de Tesalia, pues allí no habla de otra cosa la gente sino de estos hechos, desarrollados en pleno día. Caminemos, pues, y esté atento.

***

Verá usted: yo me llamo Aristómenes, soy de Egio y soy distribuidor de miel, queso y mercancías similares servidas en las tabernas por todos los rincones de Tesalia, Etolia y Beocia. Enterado de que en Hipata, la ciudad más importante de Tesalia, se vendía a buen precio un queso fresco de exquisito sabor, acudí rápidamente con intención de adquirir toda la partida; pero, como suele ocurrir, me puse en ruta con rapidez y, a la vez, con muy mala sombra, pues la esperanza del negocio se vino abajo cuando, nada más llegar, supe que Lupo, un comprador al por mayor, adquirió la víspera de mi llegada toda la mercancía.

Tanto esfuerzo para nada, pensé. Como estaba cansado de la inútil carrera, al caer la tarde me dirigí a unos baños para relajarme. De pronto, veo a mi camarada Sócrates. Estaba sentado en el suelo, medio desnudo, con un manto viejo y roto, casi desconocido por su palidez, desfigurado y demacrado; parecía uno de esos miserables que, abandonados de la suerte, piden limosna por las calles. En estas condiciones, aunque era íntimo amigo mío y perfectamente conocido, me fui acercando a él con mis dudas:

Aristómenes. Oye, querido Sócrates, ¿qué pasa? ¡Qué aspecto! ¡Qué infamia! ¿En tu casa ya te lloran muerto y enterrado?, ¿tus hijos ya tienen tutores, asignados por decreto del juez provincial?, ¿tu mujer, después de cumplir sus últimas obligaciones con relación a ti y de consumirse mucho tiempo en el duelo y abatimiento hasta el extremo que, a fuerza de llorar, ha perdido casi por completo la vista, ahora se ve obligada por la propia familia a animar su casa desolada con la alegría de un nuevo matrimonio? Tú, en cambio, para mayor deshonra nuestra, apareces aquí como un alma en pena.

Sócrates. Aristómenes, tú ignoras, bien se ve, las volubles peripecias de la fortuna, sus caprichosas sorpresas, sus sucesivos vaivenes.

Al hablar así, cubrió con sus harapos entrecosidos su rostro, ahora ruborizado, de tal modo que dejó al descubierto el resto de su cuerpo de la cintura para abajo. No pude soportar ya más tan lamentable y mísero espectáculo, y le tiendo la mano para ayudarlo a levantarse. Pero él, así como estaba, es decir, con la cabeza tapada, decía:

Sócrates. Deja, deja que la Fortuna disfrute por más tiempo del trofeo que ella misma se ha erigido.

Logré que me siguiera. Me quito una de mis dos túnicas y se la pongo apresuradamente para vestirlo o, mejor dicho, para abrigarlo; luego, lo conduzco al baño. Yo mismo le preparo el perfume y las toallas. A fuerza de frotar, hago desaparecer la roña espesa que lo recubre. Cuando ya está bien limpio, lo llevo a la fonda, sosteniendo a duras penas sus miembros desfallecidos por hallarme igualmente cansado. Le preparo buena cama, lo reanimo con buena comida y buena bebida, y lo distraigo contándole historias.

Al rato, le entran ganas de hablar, de reír, hasta de gastar bromas y hacer chistes. En un determinado momento, emite de lo más hondo de su corazón un suspiro desgarrador y, golpeándose la frente con su mano enloquecida, exclama:

Sócrates. ¡Desgraciado de mí! Por correr tras el placer de un renombrado espectáculo de gladiadores he caído en esta pesadilla. Como muy bien sabes, había salido hacia Macedonia por un lucrativo negocio. Después de nueve meses de trabajo, regresaba con un bonito beneficio. Poco antes de llegar a Larisa, había tomado un atajo para ver ese espectáculo. De repente, en un valle solitario y accidentado, me veo rodeado por unos horribles salteadores, quienes me despojan de todo menos de la vida. Huyo del lugar y termino refugiándome en la taberna de cierta Meroe, mujer entrada en años, pero todavía muy galante. A ella le cuento los pormenores de mi largo viaje y del angustioso regreso con el horrible atraco. Empieza por tratarme con las máximas atenciones, comparte gratuitamente conmigo su excelente mesa y luego, en un exceso de pasión, su propia cama.

Aquí empieza mi desgracia: una sola noche a su lado, una sola, y heme aquí ya víctima de una interminable y nauseabunda convivencia. Hasta los harapos que la generosidad de los atracadores me había dejado para cubrirme fueron a parar a sus manos. Le di hasta el mísero salario que ganaba arrastrando sacos cuando todavía era capaz de hacerlo. Tú mismo acabas de ver a qué estado me han reducido mi excelente esposa y mi mala suerte.

Aristómenes. Por Pólux, bien merecido tienes el peor de los castigos si pudiera haber otro peor que tu última aventura: ¿cómo has podido, por los vulgares placeres del amor, por una vil prostituta, sacrificar tu hogar y tus hijos?

Sócrates. ¡Silencio, silencio!

Esto me replica mientras se lleva el índice a los labios con gesto atónito, aterrorizado y mirando a su alrededor para ver si era posible hablar sin riesgos.

Sócrates. ¡Cuidado! Es una mujer con virtudes sobrenaturales; podrías atraerte algún disgusto con palabras imprudentes.

Aristómenes. Oye, dime, por favor, ¿qué clase de mujer es esa poderosa reina de las cantineras?

Sócrates. Es una hechicera, una adivina capaz de rebajar la bóveda del cielo, de suspender en los aires la tierra, de petrificar las aguas, de disolver las montañas, de invocar a los poderes infernales, de hacer descender sobre la tierra a los dioses, de oscurecer las estrellas o iluminar hasta el Tártaro.

Aristómenes. Por favor, te lo ruego, retira ese cuadro trágico, dobla ese lienzo teatral y háblame en términos usuales.

Sócrates. ¿Quieres enterarte de uno, de dos o de un montón de sus prodigios? Lograr que se enamoren locamente de ella los habitantes de la comarca y hasta los indios y los etíopes de ambas Etiopías es el preludio de su ciencia y un mero pasatiempo. Escucha lo que hizo en presencia de muchos testigos: a uno de sus amantes, que había tenido la osadía de ir con otra, lo convirtió en castor con una sola palabra para que corriera la misma suerte de este animal salvaje, que, por temor a la cautividad, se libra de los cazadores seccionándose los genitales.

Sigo: a un cantinero, vecino suyo y que, por lo tanto, le hacía la competencia, lo cambió en rana. Ahora, el pobre nada en un tonel y, sumergido en las heces del vino, saluda cortésmente con su ronca voz a los antiguos clientes.

Continúo: a un abogado, que había hablado en contra de ella, lo transformó en cordero; y ahora tienen por ahí a un borrego defendiendo pleitos.

Aún más: la mujer de cierto amante suyo, que estaba embarazada, se había permitido aludir a ella con algún gracioso sobreentendido. Ella encerró el fruto que llevaba paralizando su normal desarrollo y la condenó a una preñez permanente. Por ahí va, en el octavo año de su gravidez, hinchada como fuera a dar a luz a un elefante.

Y así una y otra víctima hasta el punto de que aumentó la indignación pública y se acordó una vez que al día siguiente se la castigaría con toda severidad bajo una lluvia de piedras. Ella, gracias a sus encantamientos, supo de esta intención y, gracias también a la misteriosa fuerza de unos seres sobrenaturales, retuvo a todos encerrados en sus respectivas casas. Durante dos días completos fue imposible forzar las cerraduras, arrancar las puertas y hasta perforar las paredes. Por fin, con resignación, todos a una proclamaron y juraron que ninguno de ellos le pondría la mano encima y que le prestarían ayuda y protección si a alguien se le ocurriera pensar otra cosa. En estas condiciones se dejó aplacar y liberó a toda la ciudad.

Al cabecilla de la insurrección lo castigó duramente. avanzada la noche, transportó por los aires su casa, entera y cerrada como estaba, a cien millas de distancia y la depositó en la cúspide de una roca abrupta y lejos del agua.

Aristómenes. Me estás contando, amigo Sócrates, cosas tan maravillosas como horribles. Tanto es así que ya me has preocupado bastante a mí también o, mejor dicho, asustado. Has hecho que me sienta acribillado no ya por remordimientos, sino por puntas de lanza. Acostémonos cuanto antes y, cuando el sueño haya aliviado nuestra fatiga, sin esperar el día, huyamos de aquí, alejémonos lo más posible.

Aún estaba yo dando consejos cuando el bueno de Sócrates, vencido por los efectos del vino y por una larga fatiga, roncaba ya profundamente dormido. Cierro la puerta, echo el pestillo, corro el camastro hasta aplicarlo al mismo gozne y me tumbo encima. Al principio, el pánico me mantiene un rato despierto; después, sobre la medianoche, pego un poco el ojo.

Acababa de dormirme cuando, bruscamente, con una sacudida demasiado violenta para atribuirla a los ladrones, se abre la puerta o, mejor dicho, se hunde hacia el interior con los goznes rotos o arrancados de cuajo. El camastro, por lo demás cortito, falto de pie y apolillado, se derrumba ante la violencia del choque. Yo también salgo despedido, rodando. Cuando cae la cama al suelo, me cubre y aprisiona.

Miro de reojo a ver qué pasa y veo a dos mujeres ya entradas en años: una llevaba una lámpara encendida; la otra, una esponja y una espada desenvainada. Rodearon a Sócrates, quien dormía muy tranquilo. La que tenía la espada habla así:

Meroe. Aquí tienes, hermana Pantia, a mi querido Endimión, mi adorado tormento, que día y noche se ha burlado de mi corta edad; aquí tienes al que, menospreciando mi amor, me deshonra con sus calumnias y, además, se prepara para huir. Por lo visto, a mí me espera, cual nueva Calipso abandonada por el astuto Ulises, llorar mi eterna soledad.

En esto, extendiendo su brazo para señalarme a su amiga Pantia, añade:

Meroe. En cuanto a este otro, el bueno de Aristómenes, el consejero que tuvo la iniciativa de la evasión y que ahora mismo va a morir, postrado en tierra y acostado bajo su camastro, está viendo todo esto y se figura que van a quedar impunes las ofensas que me ha dirigido. Un día… no, pronto; mejor aún, en este preciso instante, le haré arrepentirse de sus sarcasmos de ayer y de su curiosidad presente.

Al oír esas palabras, pobre de mí, me siento inundado de un sudor frío, me tiritan las entrañas de tal modo que, hasta el camastro, agitado por mis sobresaltos, bailaba sobre mi espalda. La amable Pantia contestó:

Pantia. Dime, pues, hermana, ¿empezamos por despedazar a éste a la manera de las bacantes o lo atamos debidamente para mutilar su virilidad?

Meroe. No, que sobreviva ése al menos para amontonar un poco de tierra sobre el cuerpo de este desgraciado.

Luego, inclinó la cabeza de Sócrates y le hundió por la izquierda del cuello su espada hasta la empuñadura. Recogió cuidadosamente en un pequeño odre la sangre que brotaba sin que la menor gotita salpicara el escenario. A continuación, introdujo la mano derecha por la herida, rebuscó hasta el fondo de las entrañas y retiró el corazón de mi pobre compañero, quien solo pudo emitir un breve silbido y expirar tras el corte con la espada. Pantia taponó la herida con una esponja.

Pantia. Esponja, ten cuidado: eres hija del mar, no pases por el río.

Tras la macabra escena, deciden marcharse; pero antes, dan un empujón a mi camastro, se ponen a caballo sobre mi cara y alivian su vejiga, inundándome de un líquido terriblemente inmundo.

Apenas habían cruzado el umbral, las puertas se levantan intactas por sí solas y recobran su primitiva posición: los goznes se colocan en sus respectivos huecos, las barras de refuerzo buscan sus puntos de apoyo y los pestillos vuelven a sus escarpias.

Yo seguía allí, extendido en el suelo, sin fuerzas, desnudo, helado, remojado como un recién nacido al venir al mundo; o, mejor dicho, estaba medio muerto, me sentía como un superviviente de mí mismo, un póstumo o por lo menos un aspirante a morir en la cruz. Asustado como estaba, comienzo a hablar solo:

Aristómenes. ¿Qué será de mí cuando por la mañana vean a este hombre degollado? ¿Quién creerá mi relato, aunque sea la pura verdad? Podía al menos haber gritado para pedir ayuda si no era capaz de enfrentarme a esas dos mujeres. ¿Degüellan a un hombre en mi presencia y no digo nada? Además, ¿cómo no fui yo también atacado? ¿Por qué su feroz crueldad me perdonó y me convirtió en testigo del crimen? Pues si me escapé de la muerte, me temo que vuelvo de nuevo a ella porque sigo con vida.

Mientras yo daba vueltas a esos pensamientos, la noche se desvanecía ante la llegada del día. Así, pues, me pareció que la mejor solución era escapar furtivamente antes del alba y ponerme en ruta, aunque fuera a tientas. Cojo mis pertenencias, meto la llave, retiro el pestillo…, pero aquella puerta, que por sí sola había saltado hacía un rato, ahora se niega a abrirse.

Aristómenes. Oye, tú, ¿dónde estás? Ábreme la puerta del corral. Quiero salir antes del alba.

El portero. ¿Qué? ¿Ignoras que los caminos están infestados de atracadores? ¿Desconoces el peligro de ponerte en ruta a tan altas horas de la noche? Si tienes algún crimen sobre tu conciencia y quieres morir, mi cabeza no es una calabaza para morir en tu lugar.

Aristómenes. No falta ya mucho para ser de día. Además, ¿qué pueden quitar los salteadores al más pobre de los viajeros? ¿Ignoras acaso, imbécil, que ni diez atletas pueden desvalijar al que va desnudo?

Entonces el portero, cayéndose de sueño y medio inconsciente, dando media vuelta, dijo:

El portero. ¿Quién me asegura que no pretendes darte a la fuga después de degollar a tu compañero de viaje, al hombre aquel que anoche acompañaste aquí?

En aquel momento, me parece recordarlo todavía, vi la tierra abrirse bajo mis pies y, en el fondo del Tártaro, al Can Cerbero hambriento y dispuesto a devorarme. Y se me ocurrió que, sin duda, Meroe no me había perdonado la vida por compasión, sino que, por crueldad, me había reservado para la cruz.

De vuelta al dormitorio, pensaba en el procedimiento más expeditivo para quitarme la vida y miré a mi camastro:

Aristómenes. Querido camastro, camastro de mi alma, que has escanciado en mi compañía tantas copas de amargura; tú, que conoces y has presenciado lo que esta noche ha pasado aquí, y que eres el único testigo que puedo citar en defensa de mi inocencia, proporcióname un arma saludable para irme directo a los infiernos.

Decía esto mientras desenredaba las cuerdas viejas y apolilladas que formaban la red del camastro. Ato uno de sus extremos sobre una vigueta que, bajo la ventana, sobresalía hacia el exterior; por la otra punta, hago un fuerte nudo; luego, subiendo sobre la cama y estirándome para asegurar mi muerte, introduzco el cuello en el lazo. Pero al empujar con el pie el punto de apoyo con el fin de que el propio peso apretara la soga al cuello y me cortara la respiración, se rompe inesperadamente la cuerda; yo caigo en el vacío, justo encima de Sócrates, que yacía junto a mí, y rodamos los dos por el suelo.

El portero. ¿Dónde estás, tú, que a altas horas de la noche tenías tanta prisa por salir y ahora estás roncando entre las mantas?

Entonces, o por el golpe de mi caída, o por acabar los dos en el suelo, o por los gritos de aquel hombre, Sócrates se despertó y dijo mientras se levantaba:

Sócrates. No me extraña que todos los viajeros detesten a estos mesoneros. Este impertinente entra aquí en el momento más inoportuno, sin duda por afán de robar algo, y con sus clamorosos chillidos, cuando más cansado estoy, me saca del más profundo de los sueños.

Me incorporo alegre y, con la felicidad inesperada, grito:

Aristómenes. Aquí tienes, portero incorruptible, aquí tienes a mi compañero y hermano, al que esta noche, según tus calumnias en medio de la borrachera, yo había matado.

Decía esto mientras besaba y abrazaba a Sócrates; pero él, captando el olor nauseabundo de la ducha hedionda de las brujas, me rechaza duramente:

Sócrates. Fuera de aquí, asqueroso; hueles peor que la más inmunda cloaca.

Trata de indagar con interés la procedencia del perfume que me aromatizaba, pues no recordaba haberlo olido antes de acostarse; pero yo, bromeando, logro desviar el tema, pago al mesonero el importe de nuestra estancia y salimos de aquel infame lugar.

Caminamos un buen trecho. Vimos cómo el sol iluminaba todo cada vez más. Mientras, yo, de la manera más discreta, miraba desconcertado el cuello de mi compañero por el lado en que le habían clavado la espada y me decía para mis adentros: «Necio, has debido de estar sumido bajo los efectos del vino para soñar tales disparates. Ahí tienes a Sócrates intacto, sano y salvo. ¿Dónde está la lesión? ¿Dónde la esponja? ¿Dónde, finalmente, la huella de tan profunda y reciente herida?». Luego, dirigiéndome a él, le cuento:

Aristómenes. Hay que dar la razón a los médicos cuando afirman que un estómago atiborrado de comida y bebida sueña con tragedias y pesadillas. Ayer, por no haber tenido cuidado en el beber, pasé una noche espantosa, pues se me representaron cuadros horribles y truculentos; todavía me imagino salpicado y manchado de sangre humana.

Sócrates. No, hombre, de sangre, no; di, más bien, de un líquido infecto. Por mi parte, debo decir que yo también he soñado: creía que me degollaban; me dolía aquí, en el cuello, y pensaba que me arrancaban el corazón; y aún ahora se me corta la respiración, me tiemblan las piernas, pierdo el equilibrio y siento necesidad de comer algo para reanimarme.

Descuelgo la alforja de mi espalda y le doy rápidamente pan con queso.

Aristómenes. Toma, aquí tienes el desayuno. Sentémonos junto a este plátano.

Nos acomodamos y yo, mientras comía lo mismo que mi amigo, observaba el excelente apetito que tenía; así hasta que, de repente, veo que su cara se desencaja, que se pone pálido y se desmaya.

Como pueden imaginar, me asusté; y más cuando, recordando lo sucedido esa noche con las brujas, me di cuenta de que no había transeúntes cercas que pudiesen testimoniar que yo no era el autor de la muerte de mi amigo.

Al rato, Sócrates se repone y me dice que tiene una sed irresistible. Como cerca del plátano donde estábamos corría un apacible arroyo, le dije:

Aristómenes. Oye, sacia tu sed con las puras aguas de esta fuente.

Se pone de pie, busca un punto en la orilla al nivel del agua, se arrodilla y, sediento, se inclina para beber. Apenas había tocado con la punta de los labios la superficie del agua cuando la herida de su cuello se abre en una profunda brecha de la que sale de repente la esponja acompañada de una ligera hemorragia.

Murió, como puede suponer. Enterré su cuerpo cerca del río y, con tristeza y miedo, emprendí la huida por caminos apartados y solitarios; como si yo hubiera sido quien asesinó a mi desgraciado amigo. Abandoné mi hogar, cuanto tenía y mi patria; emprendí un destierro voluntario y una nueva vida que, entre otras circunstancias, me ha permitido estar aquí ahora contándole lo que ha oído.

***

He ahí la historia de Aristómenes. Su compañero, que desde el principio se había obstinado en no dar crédito a sus palabras, persistía en su actitud:

Hombre. Nada más fabuloso que esta historia; y nada más absurdo que esta mentira. ¿Y tú, tú que tienes aspecto y modales de persona culta, te crees este cuento?

Narrador. Yo opino que no hay nada imposible; que todo en la vida de los mortales discurre según decretos del destino: a mí, a ti, a todos los hombres nos ocurren muchas cosas extrañas y poco menos que inauditas. Por mi parte, juro que doy crédito a las palabras de tu compañero, a quien agradezco el habernos distraído con el encanto de una preciosa historia. Reconozco que he recorrido esta ruda y larga cuesta sin cansarme ni aburrirme; es más, creo que hasta mi caballo está agradecido de no haberlo cabalgado y que hayamos llegado a la puerta de la ciudad andando yo sobre mis pies.

Aquí terminó nuestra conversación: mis dos compañeros giraron a la izquierda; yo, a la derecha.

Patricia Franz Santana - Asinus

Asinus de Patricia Franz Santana