I. Llegará. En algún momento, todo siempre llega. Todo llega, sucede, pasa. Miro atrás. Me percato de cuántas esperas se convirtieron en hechos; y estos, al poco, en sucesos que se iban alejando cada vez más a medida que otros se iban superponiendo y generando nuevas esperas. Nuevas esperas, nuevos instantes, nuevos olvidos. «¿Por un recuerdo remoto me pregunto?». Uno. El que ahora inunda mi memoria: yo, con seis años, en el recreo, en un patio[1] que estaba dentro de un edificio llamado anexo; un edificio que formaba parte del antiguo colegio público León y Castillo de Telde. Compartíamos el espacio con los alumnos “grandes”, los de octavo de EGB. Nosotros, los más pequeños, los de primero del curso 79/80, en una esquina, los veíamos jugar en aquella diminuta cancha y nos preguntábamos si algún día llegaríamos estar en el mismo lugar que ellos. Qué lejos nos quedaba entonces el último curso de la etapa; y ahora, al otro lado del tramo, constato lo lejos me queda aquel octavo de EGB que superamos en junio de 1987. Hicimos la misma pregunta cuando entramos en 1º de BUP. «¿Llegaremos?». En esta ocasión, el horizonte estaba en COU. Y sí, llegamos, sucedió lo que tenía que suceder y lo dejamos atrás en junio de 1991. En el primer año de carrera, la duda volvió: «¿La terminaremos?». En el verano de 1996, respondí afirmativamente y caí en la cuenta de que, con mi contestación, había puesto fin al largo camino que inicié, con seis años, durante un recreo realizado en el patio que estaba dentro de un edificio que formaba parte del antiguo colegio público León y Castillo de Telde.
II. Ahora que ya he dejado de mirar, me doy cuenta de que todo lo que antecedió y siguió a ese estío del noventa y seis ya se ha terminado. Qué extraña sensación es esa de aceptar que no queda nada por hacer porque ya no es posible hacer nada. No hay vuelta atrás. Estoy aquí, en esta ambulancia con destino al punto de salida. ¿Cuándo se acabará todo definitivamente?
III. ¿Cuándo toca morir? ¿Qué momento es el adecuado? ¿Existe algún momento adecuado? ¿Está supeditado el momento adecuado a la valía que atesore el sujeto “morible”? La valía… La vaía… «Vaya, qué interesante deriva», me digo tan pronto como veo, desde la ventana de mi despacho, cómo bajo de la ambulancia y contemplo a todos los que pululan en la entrada del Servicio de Urgencias. Heterogeneidad. Mercadillo de esperanzas y desahucios. «¿Un “morible” tiene más valor que otro?», pregunto sin esperar respuesta al sanitario que me introduce en una de las salas siguiendo las indicaciones de una celadora. ¿Sí? ¿No? La vida del joven, ¿es más valiosa que la del anciano? ¿La tuya vale más que la mía? Si para ti, sí, y para mí, sí también, ¿quién de los dos tiene la razón? «Tú, que me ayudas, ¿vales más que yo, que tengo que ser ayudado?». «Tú, que eres útil ahora, ¿vales más que un niño que lo será?». ¿Cabe medir una vida por su vigente utilidad o por su utilidad proyectada? Pienso en un adulto que cuida de un infante. El adulto es útil para el infante. Este debe su supervivencia a las atenciones de quien, con la esperable responsabilidad, le debe suministrar lo que necesita: alimento, medicinas, protección, afecto. ¿La vida de este adulto es más necesaria que la de quien es absolutamente igual a él menos en lo tocante a su condición paterna? Cierro los ojos para buscar una respuesta a: si todas las vidas son igualmente válidas, ¿todas las no-vidas son igualmente rechazables? «¿Rechazables?», insisto en la voz con la pregunta. Si mi no-vida la decido yo, ¿es eso rechazable? Soy el dueño de mi vida, sí, lo soy, por tanto: ¿por qué no puedo decidir en qué momento ha de dejar de ser tal para pasar a ser lo contrario? Antes de que el sopor de la sedación me conduzca al sueño, giro mi cabeza para verme asomado en la ventana y me digo: «Como la culpa y el mérito de mi ‘vida‘ no son atribuibles a Dios, la culpa y el mérito de mi ‘no-vida‘ tampoco lo son. Al hombre lo que es del hombre». Y me respondo desde mi despacho repitiendo: «Al hombre siempre lo que es del hombre, todo lo suyo».
IV. Ante los azarosos cuándo (en segundos, minutos, horas, días, semanas…), dónde (en el hospital; en mi casa, en el trabajo, en el coche…) y por qué (por un accidente, por la acción de una tercera persona, por la acción de una enfermedad irreversible…); la contundencia del preciso cómo: un simple chasquido de dedos, algo rápido, instantáneo, inminente; ahora estás, ahora no estás; encender, apagar… con el que se resuelve ese qué que, para nuestro relato, viene a ser lo que sé que sucederá, lo innegociable, lo que no se podrá evitar que se dé.
V. —Y queda determinar el quién.
—¿Azaroso también?
—No.
—Uno solo, nosotros.
—Y nadie más.
«Por supuesto», digo; «por supuesto», reafirmo. La gente molesta, interrumpe, agobia… impide que me centre en la que ha de ser una experiencia personal única.
—Se nace solo; por tanto, se ha de morir solo también.
VI. Tú, quien ha leído, asume que testigo eres, pues, ahora, de mi palabra; y acepta que te me doy porque te reconozco como mi albacea supremo. Hágase con tu buena voluntad la mía. Amén.
[1]. 27°59’50.20″N, 15°24’52.49″O.