Atomatito rufián

Durante años, en el fragor de mis vericuetos auditivos, oía cómo mi padre se refería a un estribillo que recitaban las empaquetadoras, o aparceras, o…, en fin, no sé muy bien quiénes, que trabajaban en la empresa familiar, dedicada a cosechar y exportar tomates. En el mismo se hablaba de la honradez perdida por culpa de un rufián que recibía el apelativo de “atomatito”.

Así lo recuerdo y así debía ser porque siempre que lo oía me venía a la cabeza la imagen de un cantaor de mala vida, tabernas y navajas albaceteñas. Reconozco que hubo momentos en que el cantaor pasaba a ser un bandolero, un Curro Jiménez donjuanesco que a todas traía por la calle de los amores contrariados, pues tan pronto las amaba como las dejaba con el desconsuelo de la soledad para atracar en otros rediles.

Esto imaginaba y sostenía con firmeza a tenor de la asociación mental entre el nombre del rufián y el producto que la referida empresa cosechaba y exportaba.

«Atomatito, rufián, que por ti perdí la honradez», cantaban las señoras a las que mi insolencia solía perfilar en el extracto cultural bajo porque, concluía con toda mi pedantería a cuestas, había un “que” tras una coma que no decía muy bien de la ilustración lingüística de las alegres cantarinas.

Acepté que las cosas eran así y que así sucedieron los hechos hasta que un día, no sé por qué ni cómo, salió el tema y le recordé a mi padre el estribillo. Le pregunté interesado por el fementido individuo que tanto pesar lírico había causado en la persona que compuso la canción:  «¿Quién era Atomatito rufián?».

Extrañado, mi padre me miró fijamente y me dijo: «¿Atomatito rufián?». Sonrió y zanjó la ancestral cuestión con un sonoro: «¡Anda, maldito rufián!».

Moiras Chacaritas