No temo al hombre; sí, en cambio, al ídolo que edifican la desesperación, la decepción y, de alguna manera, el deseo vehemente de suprimir un pasado inmediato nefasto y oscuro, muy oscuro, brutalmente oscuro… Temo al caudillo erigido como luz entre penumbras, como guía única e insustituible, como salvador de un mundo que desde el lado siniestro se torna insalvable y, desde el diestro, sin nada merecedor de ser salvado.
Me inquieta al arcángel que la mitología popular viste con los ropajes de un justiciero divino y con la infinita capacidad de subyugar al dragón tantas veces como sean necesarias. Me asusta, en suma, que a un simple hombre, por muy deseado que sea y por mucho que de él se espere, se le termine ungiendo con los óleos de una infalibilidad que ni para el denominado Santo Padre es razonable presumir.
No temo al hombre porque sé que, como tal, estará siempre supeditado a las inclemencias propias de su condición humana: el fallo, la duda, el error, el arrepentimiento, la soledad… También, como en cualquiera de nosotros, estarán presentes la arrogancia, la vanidad, la ceguera, el arrepentimiento y, cómo no, la pena, la ternura, el afecto… Le abatirá la fiebre, el hambre, la sed, el cansancio y el sueño; no le serán ajenos el calor, la lluvia, el frío ni el viento; y necesitará, para seguir erguido, respirar el mismo aire que respiramos.
No temo al hombre porque es y será uno más de los nuestros; pero por el mito, el ídolo, el fruto del mesianismo popular, no puedo dejar de sentir cierto desasosiego. Sobre todo porque percibo que se ha construido con el barro de unas necesidades vitales que, al día de hoy, son más universales que nunca: creer en la posibilidad de un futuro inmediato acorde a nuestros deseos y esperanzas, por un lado; y, por el otro, enterrar a toda costa las plagas de oscurantismo e ignorancia que han infestado los desgraciados días de la primera década del siglo XXI, años que, a los ojos de la gran cinta temporal de la humanidad, serán vistos con el debido desdén y desprecio.
Las globales y hermosas barricadas de alegría y de paz en el ánimo que se han erigido tras el ascenso del mesías al ara de la historia presente y futura están sedimentando en el entendimiento de los auspiciadores (el orbe entero, prácticamente) la convicción de que la ecuación imposible del género humano ya tiene un matemático que la resuelva. Mas nadie ha caído en la cuenta de lo que pasaría si, tras los fastos de un ascenso bendito por la aquiescencia general, al cabo de tantos esfuerzos e industrias, se comprueba que la solución adecuada no yace en sus manos.
Si eso llegara a pasar, aquellas alegrías trocarán por desgracias y, en proporción a la altura de las esperanzas, así serán los descensos a la tragedia.
No quiera el ciego que ha recobrado la vista verlo todo sin pausa y sin mesura, pues bien pudiera pasar que, ahítos los ojos de tantas imágenes, se acaben volviendo a la negrura más profunda para no regresar jamás a la luz. Así, pues, ahora que lo hemos elevado a una considerable distancia de los mortales, y que lo veneramos por lo que es y, sobre todo, por lo que no es, va siendo hora de que vayamos bajándolo poco a poco, con cuidado, sin desaires ni aspavientos, y sin que zozobre su trono. Ubiquémoslo donde la prudencia asienta su imperio, o sea, a nuestro nivel o, como mucho, al nivel del escalón superior siguiente, pero poco más.
Aunque sea en este momento poseedor del mejor patrimonio de la especie humana, la esperanza, no debemos dejar de recordarle y, de paso, no olvidar nosotros, que debe mirar siempre atrás porque es sólo un hombre. A la certeza de que nada de lo humano le es ajeno debería sumársele también la evidencia de que es mortal.