Un abogado que carecía del más mínimo conocimiento de las leyes dictaba a cuantos quisieran escucharle de qué manera podían resolver por la vía jurídica el conflicto que les aquejaba y que parecía irresoluble a tenor del dictamen de un juez.
Una matemática que no tenía ni idea de lo que era el álgebra y que a duras penas recordaba las tablas de multiplicar defendía con ardor ante cuantos quisieran escucharle cuál era la solución a la incógnita número 8 de Hilbert, la conocida como la “hipótesis Rieman”.
Un cocinero que nunca había cocinado hablaba sin parar de los manjares más suculentos que sabía hacer y dictaba a cuantos quisieran escucharle qué ingredientes eran aconsejables para un plato y cuáles debían evitarse para que no se produjesen males mayores entre los comensales.
Una médica que no sabía distinguir las enfermedades y que desconocía lo que era tratar a un enfermo exponía a cuantos quisieran escucharle cómo se debía utilizar un desfibrilador y por qué, a su juicio, se aconsejaba su uso en la fibrilación y taquicardia ventriculares.
Un piloto que jamás había llevado un avión explicaba con pasión a cuantos quisieran escucharle qué se sentía a los mandos de una aeronave, qué precauciones debían adoptarse ante determinadas situaciones de riesgo y, cuando se animaba, cuáles eran los mejores trucos para conseguir una perfecta estabilidad durante el vuelo.
Una electricista que desconocía lo que era la corriente alterna y la corriente continua, y que nunca había oído nada relacionado con la Baja Tensión ni Alta Tensión, intentaba probar a cuantos quisieran escucharle cómo los multímetros o polímetros analógicos eran en algunos casos más fiables que los digitales.
Un sacerdote católico hablaba de la familia y las mujeres.