¿Cuál es el verdadero rostro de los objetos, los hechos o los individuos: el que muestra, el que queremos que muestre o el que suponemos que muestra? ¿Cuál es el perfil correcto de los objetos, los hechos o los individuos: el que vemos, el que otros ven, el que suponemos que ven o el que queremos ver? La duda no es baladí. Nos hemos acostumbrado a vivir con una verdad prestada que nos resulta cómoda porque nos integra en las coordenadas de un espacio y un tiempo que, por otro lado, no hemos elegido voluntariamente; no, al menos, al principio del gran trayecto.
Callamos la verdad porque aceptamos ese cúmulo de pequeñas “verdades” que, como piezas de un enorme puzle, vamos ubicando en el tapiz de nuestra vida. Por eso, porque con ellas construimos el gran rompecabezas, llegamos a forzar las seudoverdades, si es necesario, para que encajen, más mal que bien, en ese espacio cromático uniforme en el que deambulan las convicciones tibias. Así logramos que no se generen malestares visuales ni espirituales, aunque sea mentira, aunque sepamos que es mentira y que las piezas no van donde están porque hemos hecho trampa engañándonos a nosotros mismos.
Creo en la existencia de la verdad tanto como en la imposibilidad de la objetividad; y creo en el miedo indescriptible de los seres humanos a ocultar la primera para ponderar con énfasis el error de la segunda. También creo en la certeza de la mentira, ese pacto interno que mantenemos con nosotros mismos para aplacar el fragor de un silencio que nos concedemos y que nos permite mirar a cuantos nos envuelven sin que el lastre de la culpa infundada nos desestabilice.
Aceptamos por conveniencia unas reglas de juego preestablecidas por otros y pastoreamos, con mayor o menor habilidad, los contratiempos de la verdad moldeándola hasta que adquiera el aspecto de una conformidad afín al mundo que nos envuelve. No queremos conflictos, aunque vivamos sumidos en el peor de todos: aceptar como válido aquello que, en el fondo, nos desangra por dentro. Hemos aprendido a secar el fluido de la incomodidad y a maquillar las cicatrices. También hemos aprendido a decir con una sonrisa que estamos bien y que todo marcha… Buen aprendizaje, sin duda, si de lo que se trata es de evitar caer en la tentación de morder la manzana.