Responsabilidad lingüística compartida

Tres años escolarizado en Educación Infantil; seis años, en Educación Primaria; cuatro años, en Educación Secundaria Obligatoria. Trece años. Trece años sin dejar de leer ni de escribir, sin dejar de hablar u oír; y, sin embargo, qué uso del idioma tan pobre, qué bajos niveles ofrece el alumnado en su expresión, qué preocupantes carencias con la comprensión.

Trece años de escolaridad; como mínimo, trece años, que vienen a ser unos 2.340 días bajo un techo y unas directrices académicas.[1] ¿2.340 horas de trabajo específico sobre habilidades lingüísticas? ¿Sesenta minutos diarios en el más que utópico de los escenarios? Dos mil y pico horas de lengua materna recogidas en los horarios escolares y todavía los guarismos sobre la cuestión que nos convoca siguen siendo los que no nos gustaría que fueran. Qué impotencia, ¿verdad? «¿Cómo es posible?», se preguntan y nos preguntamos. Dos mil horas en el aula y…

Pero si cambiamos el prisma, seguiremos viendo trece años, los que van desde el primer año de Infantil hasta el último año de la ESO. Trece años. Cuatro mil setecientos cuarenta y cinco días; repito: 4.745 días. Casi cincuenta y siete mil horas de vigilia si los discentes durmiesen doce horas diarias; o sea, 56.940 horas disponibles y utilizadas, de una manera u otra, para la expresión y comprensión tanto escrita como oral.

Si aceptamos que 2.340 horas son horas escolares dedicadas exclusivamente a la función metalingüística, nos quedan unas 54.600 horas de comunicación idiomática sin que medie la escuela; o sea, el 95’89% del tiempo. Con estas cifras, ¿cabe atribuir a la escuela la exclusiva responsabilidad del problema planteado?


[1]. Nueve meses por año, veinte días por mes. Cifras aproximadas, no exactas.