Bula Inter Gravissimas dictada por el Papa Gregorio XIII el 24 de febrero de 1582. Fragmento: «[…] praecipimus y mandamus ut de mense Octobri anni MDLXXXII decem dies inclusive a tertia Nonarum usque ad pridur Idusies exusies Francisci IV Nonas celebrari solitum sequitur, dicatur Idus Octobris, […]». Traducción legal: «[…] prescribimos y ordenamos que se elimine, a partir de octubre del año 1582, los diez días que van desde el tercero antes de Nones hasta el día antes del Ides inclusive. El día que seguirá a IV Nones, donde se celebra tradicionalmente a San Francisco, será el idus de octubre, […]». Traducción libérrima: «Año 1582. El día siguiente al jueves 4 de octubre será viernes 15 de octubre. Lo que no hiciste durante la víspera (día 4), lo haces hoy (día 15) con absoluta normalidad».
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Los dos últimos meses, los tres, desde finales de febrero para acá… han sido duros. Lo peor: los casi veinticinco mil fallecidos declarados por culpa de la enfermedad. Lo mejor: que todo podía haber sido peor. La esperanza: retomar cuanto antes la vida que teníamos antes del estado de alarma. Punto.
Cuando eso suceda, cuando logremos empatar el jueves 12 de marzo con el día en el que todo vuelva a ser normal, por utilizar una expresión equilibradora, y cuando los días de confinamiento queden encerrados entre corchetes, para facilitar a la memoria selectiva dónde ha de hacer el corte previo al olvido o al silencio, tendremos que asumir, nos guste o no, que no hay nada que celebrar, que no hay acontecimiento alguno que festejar.
No hay luto oficial que promover porque no hay muertos de primera categoría ni de segunda. Porque tan importantes son los que no han superado el mal del COVID-19 como los que tampoco pudieron sortear otras enfermedades graves; o los que, por circunstancias diversas, han fallecido durante este período. No hay nada que celebrar. No hay consuelo para quienes han perdido a los suyos. Hay que dejarles libres. Hay que permitirles que hagan los ritos de despedida que no pudieron realizar. Hay que respetar la privacidad tal y como se hubiese hecho si la pérdida del ser querido se hubiera dado hace dos meses, tres… No se debe dar pie a que el protagonismo que unos quieren asumir en beneficio propio con ceremonias, monumentos, discursos elocuentes, etc., sustituya al que corresponde que tengan los dolientes.
No hay alegrías que darse en los centros sanitarios de titularidad pública porque seguirán luchando contra los mil sinsabores que provocan quienes no apuestan por la sanidad de todos. Los falsos mensajes rimbombantes ante los atriles volverán a ser el ruido que silencie las persistentes quejas del sector sobre el desmontaje del sistema: reducción de servicios, desatención a las quejas de los profesionales, carencia de personal, incapacidad para optimizar recursos, etc. Se volverá a lo de siempre: afirmar con voz muy alta y con muy baja convicción que la sanidad pública es un servicio de atención a usuarios y, en consecuencia, que no se puede regir bajo los parámetros del beneficio mercantil, que piensa siempre en clave de cliente.
No, no y no a lo que presiento que sucederá por analogía con otras ocasiones donde la tragedia ha mostrado la ferocidad de sus garras: al día siguiente de todo, comenzará una suerte de manipulación de los sentimientos a través de los medios de comunicación. De la noticia se pasará al amarillismo. Los tonos y discursos melodramáticos se fundirán con los de naturaleza épica, y de esta fusión saldrá un nauseabundo engendro que habitará entre nosotros durante un tiempo. Preveo que esto será lo que pase porque, de alguna manera, de un modo más sutil, ya está sucediendo.
No hay nada que celebrar, no (repito: nada), porque nuestro regreso a la “normalidad” no llevará aparejado un pacto con la naturaleza, una toma de conciencia con lo bueno que ha sido para la Tierra el que estemos encerrados. Volverán la destrucción de nuestro medio ambiente y la contaminación.
¿Qué hemos de celebrar? ¿Esa amarga sensación de que muchos, de manera inmoral o incluso delictiva, han sacado algún provecho de todo lo que nos ha pasado? Ese repugnante frotar de manos de tantos que vieron negocios favorables en el mal ajeno, ¿merece alguna celebración? Insisto: no hay nada, nada que celebrar.
Confieso que querría tener muchos argumentos para decir un sí rotundo a la pregunta de si es realmente mejor lo que viene ahora que todo cuanto se ha dejado atrás. Me conformo con uno, pero no lo tengo. Siento que no hemos acabado con nada y que empataremos lo que hubo con lo que habrá, olvidándonos así de lo que ahora hay. Caminaremos, quizás algo más lastimados, quizás más temerosos o, si me apuran, más inquietos, pero caminaremos, y lo haremos como siempre: poniendo entre corchetes todo lo que sabemos a ciencia cierta que no debe ser celebrado.