A Santa Lucía de Tirajana
—Los seres vivos nacen…
De la tierra dicen que provengo; de la tierra, sí, hermana de caña y mimbre, de pírgano o vara. De donde los olivos mismos asientan sus raíces y se elevan las almazaras sombreadas por palmerales soy; y de donde los caminos, que atraviesan montañas y barrancos, conducen al refugio de la memoria, la Fortaleza de Ansite. De cualquier sitio podría ser, sí, es cierto, pero sobre todo soy de aquí, de cualquiera de estas cuevas donde la arcilla volcánica, la arena y el agua se funden entre pisadas para darme vida. Mírenme, hermana del hilo, hermano de la madera; mírenme con mi vestido de almagre y mis mamelones, y mis bracitos para que me abracen y me sujeten, y me lleven consigo adonde los hogares sean y estén los corazones que, como yo, de la tierra son y a ella, cuando el tiempo sea, se darán; adonde, mezclados conmigo, latiremos juntos en este edénico sureste.
—Crecen…
De la tierra soy, y a las caricias en el alfar me debo. Cada vago pensamiento, cada efímero suspiro, cada canción entonada durante el urdido me pertenecen porque sus marcas y huellas impregnaron todos y cada uno de los churros que me dieron forma. Nada se perdió en el desbastado y alisado. Nada. Todo se ha quedado dentro: las tristezas y las alegrías, las esperanzas y los hastíos, las rutinas y las expectativas… Todo. En cada anillo de arcilla, agua y arena, a-a-a, tras el guisadero, los instantes apiñados, en mí, ya se han vuelto indelebles.
—Se reproducen…
Y aquí me tienes, aunque vieja, como loza, lozana, digna de ser amada por cualquier Pigmalión; y cargada de historias oídas entre enyesques y embostes donde no faltaron las aceitunas, los mantecados y el gofio amasado en gánigos; ni la dorada hermosura de la miel y el aceite ofrecida en tallas, ni se dejó de brindar con vino y mejunje de la tierra servido en bernegales. Aquí se hablaron de aquellos que hicieron eso; de esos que se fueron y no volvieron, emigrados unos y otros en el frente caídos; y de los que se quedaron entre la zafra y los hoteles, los tomates y los turistas, t-t.
—Mueren…
Me haré pizcos con el tiempo, me desharé y me fundiré entre la tierra húmeda esperando a la hija del alfarero, a su nieto, a su biznieta, a su tataranieto… para que vuelvan a tomarme entre sus manos y pisarme, y “urdirme”, y “churrearme”, y empujarme a la vida con el calor, con el fuego del horno cuyo pariente cuece el pan de puño y cuyo primo el cochino negro, hijos todos de la tierra, la misma que contemplamos y nos contempla, y en la que relatamos los ayeres como si testigos de lo que hubo fuéramos; y las cositas del aquí y ahora; y las del porvenir, si Dios quiere.
—Y vuelven a nacer.