«Este es el tope. Hasta aquí te permitimos llegar. Si quieres ascender, tendrás que pagar un precio. No se llega a lo alto sin perder los escrúpulos, sin escachar cráneos, sin sortear la ley. Te ofreceremos la posibilidad de que estudies, de que obtengas un trabajo estable, de que puedas tener tu propia casa y tu propio coche, de que puedas permitirte algún que otro capricho (vacaciones de tanto en tanto, por ejemplo), de que lo básico para la supervivencia, en suma, no te falte; pero si quieres más, si quieres codearte con los altos, con los que cortan el bacalao, con los que toman decisiones y centran las atenciones de la mayoría, tendrás que joder a mucha gente: a veces, no serás consciente del daño que tus decisiones provoca; otras veces, tu impulso destructivo te guiará y actuarás con el único propósito de destruir al que considerarás en ese momento que es tu adversario. No hablo de violencia física. En realidad, no pienso en ella. Nada es más dañino que la otra violencia, la de las corbatas y los trajes, la de las plumas caras y los “consigliere” nombrados a dedo y cobrando por asesorar cómo estar en la cúspide; que es lo mismo que recomendar quién no debe estar ahí, en el lugar sacrosanto donde ama su amo estar. Si todos estamos al mismo nivel, nadie pisa a nadie; el mismo suelo pisan los mismos pies. A los mismos pies damos la misma oportunidad: la supervivencia; mas, ay de ti, que quieras destacarte, estar por encima del resto. Precio mayor que la deshumanización paulatina no cabe pagar por cada ascenso hacia la singularidad más absoluta», dijo sin alas, desalado, Ícaro, mis senadores.