I
Voy a ponerme desagradable. Pido perdón a quienes, tras el esfuerzo que supone leer lo que voy a ofrecer a continuación, se ven abocados a exclamar un: «¡No me lo puedo creer! Pero si era tan buena gente… Si todo en él no era más que candor».
¿La razón de mi escritura? El enfado que me produce el blablablá de aquellos que desconocen el hermoso aforismo de procedencia árabe (creo) que dice así: «Si lo que tienes que decir no es mejor que el silencio, no lo digas».
II
Caso 1. «Acatamos las sentencias judiciales, aunque…». Pregunto: ¿cabe el desacato? Si se desea incurrir en un “delito”, sí. Cuando en el ejercicio de la más engolada y vacua expresión los políticos hablan de aceptar veredictos, lo que buscan en realidad, sean o no conscientes de ello, no es más que una suerte de respetabilidad de sus posiciones en los interlocutores que los haga merecedores de ser admirados por ese “sentido del deber” (como en el anterior caso, las comillas importan), lo que a toda luz no deja de ser una soberana impostura. ¿No hay nadie que les diga que, ante una decisión que emana de la justicia, solo caben apuntar expresiones del tipo: «estoy contento (satisfecho, complacido…)» o «estoy disgustado (molesto, apesadumbrado…)»? Se presupone el acatamiento de las sentencias judiciales en los buenos y sensatos ciudadanos, quienes no necesitan dar cuenta de lo obvio. Los mentecatos, en cambio, gustan de regodearse en lo evidente.
Caso 2. «He presentado mi dimisión irrevocable…». Pregunto: ¿Acaso cabe una “revocable”? O sea: «dimito, pero puedo “desdimitir”…». He aquí otro ejercicio palabrero. Postureo puro y duro. Cuando se renuncia a algo, no debe haber marcha atrás. Asunto bien distinto es plantear que se quiere, que se desea, que hay ganas de dejar alguna ocupación puntual… porque entonces la salida queda condicionada a la aparición de determinadas circunstancias. El trasfondo de la expresión “dimisión irrevocable” creo que es el siguiente: «como soy un donnadie, si digo que renuncio a mi cargo sin más, me expongo a que mis interlocutores ninguneen mi decisión. “Dimisión” es una palabra flojita, tiene muchas íes que dan la impresión de pequeñez, ligereza, rapidez…; pero si afirmo que mi abandono es “irrevocable” (i-rre-vo-ca-ble), así, con todas las oclusivas y vibrantes impactando en los oídos, y esas vocales contundentes, doy la sensación de que estoy muy enfadado, harto, que he aguantado mucho y que lo dejo para siempre, que ahí se quedan, que tiempo han tenido para atenderme como se merece mi augusta persona».
Exégesis: por eso los vocales progresistas del CGPJ no se han marchado aún, porque la voz “dimisión” no tiene tanta fuerza. Es más endeble en comparación con la nómina que reciben y el descaro con el que aceptan formar parte de un episodio indigno de la historia judicial española: La Numancia rediviva lo hubiese titulado Cervantes, trocando la localidad soriana por el inmueble sito en el número 8 de la madrileña calle Marqués de la Ensenada.
Caso 3. «Esto en Europa no pasa…». Comodín de tertulianos antipatriotas. Europa como referencia absoluta, como espacio ideal, como tierra donde la coherencia, el buen hacer, el sentido común, la eficacia en… son indiscutibles. Europa como incomparable espejo en el que mirarse para trazar el destino de una nación. «Esto en Europa no pasa…», dicen los que, dando a entender que conocen bien las que cabrían identificar como virtudes europeas, diagnostican que los males patrios no se solucionan si no se siguen las directrices de este idílico lugar. «Aunque sea en la popa, sigamos a Europa», debe rezar el lema de estos tertulianos rebozados de eurofilia.
Pregunto: ¿Razonable es pensar que las vidas de setecientos millones de habitantes repartidos en varios países están mejor gestionadas que las de los 47 millones de españoles que hay en la actualidad? ¿Es sensato concluir que en los nueve millones de kilómetros cuadrados que ocupan se resuelven de un modo más óptimo los problemas de sus ciudadanos que en los 506 mil km2 que tiene nuestra nación? ¿No estamos, en el fondo, ante una gran sinécdoque en la que hablan del continente, así, en general cuando quieren referirse a zonas concretas: Alemania, Francia, Italia, Grecia, etc.? Lo digo porque la afirmación conduce a pensar que la realidad portuguesa es idéntica a la belga, polaca y húngara, por ejemplo; y que Portugal, Bélgica, Polonia y Hungría no comenten los errores que se cometen en España. Ahí, en esos lugares, en esas porciones de la Europa modélica, «eso no pasa», parecen decir los tertulianos.
Creo con humildad que conviene no utilizar la palabra “Europa” con tanta ligereza, pues el continente (excluyo en mi exposición nuestro país) no está libre de los graves episodios de corrupción, indolencia, ineficacia… en la gestión del bienestar público que provocan algunos de sus representantes políticos. Curiosamente, esta realidad trae consigo que muchos comentaristas que participan en medios de comunicación de diferentes naciones hagan uso en los debates de la manoseada expresión: «Esto en Europa no pasa…».
Mas no acaba aquí el mal del enunciado. La voz “Europa”, en el corazón de las habituales actitudes eurocentristas de los tertulianos, logra mostrarse espléndida en sus discursos, pues atesora una incomprensible connotación positiva de la que carece, por ejemplo, la palabra “África”, que se emplea casi siempre con un propósito negativo, considerando que los mil doscientos millones de habitantes que viven en los treinta millones de kilómetros cuadrados que posee el referido continente forman parte de un bloque monolítico en el que no hay nada que sirva de modelo para los vecinos del norte. ¿Que si esto que parecen pensar es un claro caso de inaceptable africafobia? Sí, por supuesto que lo es.
Caso 4. «Yo te he dejado hablar…». Otro comodín para tertulianos fofos. Así suceden los hechos: un emisor, con mayor o menor fortuna, ha logrado expresar sus ideas durante un rato; luego, toma la palabra otro, que procede a hacer lo mismo. En un determinado momento, el primero interrumpe al segundo soltando coágulos verbales que obstaculizan la comprensión de lo que su interlocutor desea transmitir. El que tiene la vez sigue como si nada y el descortés continúa con su actitud. La escena avanza hasta que al rato se convierte en una algarabía. Es ahí cuando el frustrado lanza el mensaje de marras: «Yo te he dejado hablar…». Entonces recula el primero. El segundo ya puede expandirse. Reconozco que me chirría esta defensa del derecho a no ser interrumpido; sobre todo, porque se supone que se trata de un debate, o sea, una suerte de “combate boxístico” del idioma, y el fragor discursivo lleva a que unos aborden los navíos argumentales de otros en plena contienda dialéctica: unos dan, otros replican, estos logran enhebrar varios golpes, aquellos consiguen meter una idea inesperada… y cuando la cosa se desmadra, ¿para qué está el moderador? Me resulta tan infantil ese «como te he dejado hablar, me tienes que dejar hablar». Es una justificación muy pueril, muy en la línea de «venga, niños, no se peleen, que cada uno juegue diez minutos con el yoyó».
Volviendo sobre el ejemplo del boxeo: ¿se imaginan un combate que se desarrolle de un modo tan equitativo: yo te doy, tú me das, te replico, me respondes, ahora doy, después recibo…? “Tongo” es la palabra que utilizaríamos, ¿no? En un debate se pactan intervenciones y se asumen normas de respeto. El que arbitra decidirá si el desequilibrio en los tiempos de exposición de los participantes merece alguna compensación. Ese «yo te he dejado hablar…» suena a conchabanza, o sea, al peor enemigo que puede tener la dialéctica y, con ella, el pensamiento crítico.
Aunque represente un ejercicio de notable intolerancia que debería ser sancionado por cualquier moderador que se precie y lo que voy a decir me sitúe ahora mismo en la órbita de los macarras, reconozco que, en ocasiones, ante determinados tertulianos, me gustaría oír como contrarresto a la pusilánime expresión un contundente: «pues claro que me has dejado hablar, ¿acaso no es más interesante y acertado lo que yo tengo que decir?»; o la que merece ser considerada como quintaesencia de la desvergüenza y la chulería: «y a mí qué si me has dejado hablar; ese es tu problema, no el mío».
III
Tras lo expuesto, reconozco la existencia de un quinto caso de blablablá: la del articulista que escribe sobre pajas oculares ajenas desentendiéndose de las vigas propias. Por si yo representara el mejor ejemplo de este cupo, lo mejor es finalizar este desagradable ejercicio de escritura, que quizás ha tomado forma al margen de esa verdad tan ignorada en estos tiempos de pajarotas: «Si lo que tienes que decir no es mejor que el silencio, no lo digas».