Hace muchos años, muchos, muchos —cuando aún tenía la convicción de que me quedaban tantas cosas por realizar y vivir—, asistí a un curso en la universidad dictado por un prestigioso investigador y divulgador. Era una formación breve: tres o cuatro sesiones, no más.
El provecto orador, una autoridad mundial en la materia que impartía y aquejado de ciertos males de salud, se mostraba dubitativo, confuso, incoherente en ocasiones; incapaz, en suma, de sacar adelante el propósito de su presencia en aquel encuentro de neofilólogos frente a un incuestionable maestro.
Los asistentes, conscientes de esta situación, le mostrábamos un respeto exquisito no importunándole con preguntas que podían incrementar más su particular calvario. Conocíamos sus excelentes trabajos académicos y estábamos al tanto de lo mucho y bueno que había hecho por la ciencia a la que dedicó un admirable número de décadas profesionales; por eso, sufríamos —quiero creer que, de algún modo, con él— ante el panorama que presenciábamos: pérdida del hilo discursivo, trastoque de fechas, afirmaciones contradictorias, comentarios inoportunos, etc.
Una amiga del profesor, docente del mismo centro donde se desarrollaba la formación y preocupada por lo que, deduje, había sido un acto de cabezonería de su colega (el querer dar un curso que, dadas sus circunstancias, le iba a resultar muy dificultoso impartir), tuvo a bien cogerme aparte al finalizar la segunda o tercera sesión (no lo recuerdo con precisión) y preguntarme cómo se estaba desarrollando. Yo, sabedor de los vínculos que había entre ambos especialistas, le confesé la verdad; y ella, triste y atenta a la dignidad que se merecía el conferenciante, hizo lo posible por que el curso se modificara: no volvimos a ver al maestro y se resolvieron las sesiones pendientes con otros quehaceres que no viene al caso reproducir.
Aquella experiencia, lo reconozco, me marcó. Un acto de rebeldía, de negación de las imposibilidades, había movido al ilustre investigador a pedir (quizás exigir, no sé) que se le tuviera en cuenta para impartir un curso. Me lo imaginé dando por sentado que recibiría el encargo, como siempre había sido, como nunca había dejado de ser en las últimas décadas en las que ejerció un magisterio incontestable.
En ese momento —y mira que me quedaba tanto por hacer— asumí que yo no querría verme en esa tesitura y pedí a la vida (a ese ente abstracto personificado en una suerte de alter ego) que me diera la suficiente cordura como para saber cuándo detenerme y decir: «aquí me paro, que otros ocupen mi carril».
Muchos años han transcurrido desde entonces, muchísimos, y he sido testigo de felices retiradas («Victoriano, yo ya no estoy para estos trotes. Lo que tenía que hacer ya lo he hecho») y de obstinaciones dolorosas. He visto, presenciado y conocido cómo ilustres currículos se iban empañando de lamparones y cómo, alrededor de la imagen de quienes un día habían sido objeto de admiración, una ligera pátina de desdoro y befa iba asentándose hasta convertirlos en sombras deformadas de lo que fueron.
Y todo por echar un pulso al tiempo y al mundo que les envuelve; por querer sustentar sobre sus cabalgaduras que, donde hubo, hay y habrá; por no reconocer que, alcanzada la cima, la prudencia se torna virtud y que nada la empaña tanto como las impertinencias o las exigencias de un protagonismo desnortado que, visto con la debida perspectiva, ya no necesitan porque la obra cosechada a lo largo de una vida habla sobradamente bien de ellos.
¿Que si pienso en…? Pues, vaya, sí, me sirve de ejemplo para lo que digo.