Los lectores militantes, aquellos que Cervantes describió a la perfección diciendo de ellos que son aficionados a leer «aunque sean los papeles rotos de las calles» (Q, I, 9), son los únicos capaces de percibir la estrecha ligazón que hay entre las voces “lectura” y “paraíso”, entre los semas ‘momento placentero’ y ‘escrito singular’, entre los conceptos de “poesía” y “sublime apartamiento”. Por eso, son los lectores militantes los que entienden de modo cabal el alcance significativo que pretende mostrar el título de un apunte bibliográfico como el que ahora nos convoca, centrado en ofrecer algunas pinceladas acerca de la última novela de Juan-Manuel García Ramos, La expulsión del paraíso (Mercurio Editorial, 2025).
Pero hay más: solo los lectores militantes —los de Canarias, principalmente— están en disposición de establecer una relación entre los mentados vínculos y el nombrado autor, de cuya importancia académica y literaria para el hispanismo, por indiscutible, poco se puede decir que no se haya dicho ya; de ahí que me apetezca compartir contigo lo que hace unas semanas tuve la oportunidad de exponerle en una respuesta a un amable comentario que hizo sobre un artículo que publiqué y en el que, al hilo de mi Poesía universitaria palmense, hablaba de mi admirado Eugenio Padorno Navarro. En mi texto, además de mi agradecimiento, tomé como referencia otra pieza reciente que había compuesto y difundido para homenajear a mi también admirada Yolanda Arencibia Santana con el fin de consolidar una suerte de analogía entre las trayectorias profesionales de la célebre galdosiana y la suya. Esta afinidad se fundamentaba en el hecho de que los dos, a pesar de las relevantes y elevadas funciones como gestores públicos que ejercieron durante mucho tiempo, jamás descuidaron sus quehaceres en torno a la docencia e investigación filológicas. Nunca.
Por encima de su condición de representante político, el autor de La expulsión del paraíso ha sido y es —con independencia de su actual situación administrativa— profesor, investigador, divulgador cultural y, para el caso que ahora más nos interesa, escritor; y un inmejorable testimonio de la intensa actividad académica e intelectual que sigue realizando está en la periodicidad con la que nos presenta una novedad editorial, que mueve a considerar, cuando se tiene entre nuestras manos, que sin duda nos encontramos ante su penúltimo título, pues otro ya debe estar en ciernes. Hasta donde sé, la paradisiaca perla que acaba de publicar es lo último de lo último; y constituye una excelente prueba de lo mucho y muy bueno que puede ofrecernos García Ramos, pues se trata en esta ocasión de una magnífica ficción que cumple con lo que se espera de ella: que el rato de lectura que nos ocupe merezca la pena.
La obra entretiene; es ágil, breve, cómoda, enseguida coloca los elementos narrativos fundamentales para captar el conflicto y, de algún modo, intuir su desarrollo y plantear su final; y contiene esos sugerentes cabos que, al tirar de ellos, dan paso a estimulantes cavilaciones. ¿Un ejemplo? Esta cita del capítulo XVI: «Nada era fácil en este mundo, ni siquiera en el paraíso a donde había venido a parar. Los lugares son la gente que los habita. Entre las palmeras, los dragos y las bellas acacias que daban sombra al frente de su casa, y el canto de los canarios y los capirotes, Cristoph reflexionaba sobre las envidias que movían a los seres humanos y sobre la dificultad de todas las convivencias. Él lo había sufrido en carne propia en su corta vida de profesor universitario, de viejo escritor, de joven comprometido político entre las dudas independentistas de su isla vendida y revendida por sus colonizadores, en la vida diaria y en espacios tan distintos. Ahora le tocaba alejarse de su Princesa, las advertencias venían bien avaladas y los peligros eran evidentes. La libertad con la que se movía su Princesa no guardaba armonía con el vecindario del que formaba parte, como las inclinaciones de Machín tampoco cuadraban en el contexto en el que se movía. La libertad debía ser algo sagrado, pero las mayorías siempre dominaban a las minorías, a los casos excepcionales, a los comportamientos independientes. La moral dictaba sus sentencias y esa moral la establecía el grueso de las personas en un pacto no escrito, pero sí innegable y justiciero».
Un martiniqués, Cristoph de Sant-Antoine, se traslada a Canarias con el propósito de iniciar una nueva vida al hilo de un compromiso académico-laboral: componer un tratado o un ensayo, no lo tiene claro (es genial la indefinición al respecto de la voz narrativa), sobre las islas ultraperiféricas de la Unión Europea para el que ha sido becado. Le gusta el asentamiento escogido. Ha dejado su hogar, situado en un extremo del Atlántico, y se ha ido a vivir al otro lado (otra vez el océano de García Ramos y su esencialidad para entendernos); un sitio que al instante identificará como un paraíso hedonista (amistades, sexo, alcohol) que, para más inri, le ha premiado con la absoluta entrega de una espectacular mujer, Elba González Mirabal, la Princesa, casada con un lugareño, Manuel Altamirano Lesmes.
Esta Eva, poco a poco, sin pretenderlo, y atenta a su necesidad de hacer virtud de sus anhelos de libertad, contribuirá a que muerda la desdichada manzana de una realidad determinada por las limitaciones geográficas, que condicionan una idiosincrasia colectiva que puede llegar a ser asfixiante y que, en muchas ocasiones, conducen a una suerte de muerte, tanto anímica, emocional, intelectual, como física. El protagonista descuidará su trabajo y dará pie, con su atrevido comportamiento, a una serie de hostilidades a su alrededor que nunca se desarrollarán con estridencias ni salidas de tono, lo que es de agradecer. Es un acierto que prevalezca la mesura en una historia tan envolvente como la que se recoge en esta “acogedora” Expulsión del paraíso.
Me gusta la moderación que traslada la obra a la hora de plantear hechos, diálogos, pensamientos, sensaciones…; y ese equilibrio que muestran los elementos que la constituyen; y ese grato interés de la voz narrativa por que no se sumerjan los personajes en mareantes conflictos que alarguen hasta lo inopinado toda clase de introspecciones o dramas. Me gusta el final. Tiene sentido. Me gusta Cristina —otra mujer, otra posibilidad, ¿una salvación?—; y ese grupo de amigos que sirve de contrapunto a la isla y sus demonios particulares. Me gusta la contención del marido de la Princesa cuando se perfila la tragedia. Sabe lo que hay, lo asume, calla, pide con firmeza, se desespera sin aspavientos, renuncia a la venganza. Me gustan las incursiones en la novela negra, con los asesinatos del capataz y el mendigo; y me gusta mucho más que el autor no se haya dejado seducir por los cantos de sirena que le conducirían en estos tiempos a sucumbir al género con el fin de desviar a los lectores hacia un terreno más cómodo. Cuando lo consideró oportuno, cerró el grifo de la investigación, los crímenes y todo lo demás.
Me gustan muchas de las reflexiones que nos ofrece quien nos cuenta la historia: las anotaciones sobre la novela que expone el magnífico Elías (gran personaje también) en el capítulo XXXII, los apuntes dispersos acerca de la creación literaria y la escritura; la importancia de la descendencia, la maternidad en determinadas edades y circunstancias; y me gusta mucho —mucho, mucho— esa prolongada y sutil sensación que nos acompaña durante los instantes de lectura de que voces tan bellas como “hogar” y “paraíso” se pueden quebrar en cualquier momento del modo más inopinado. Sabia advertencia del profesor que deberíamos interiorizar y tener presente en nuestro día a día.