E / La asunción del poder heredado del dictador le permitió al monarca iniciar los movimientos orquestales que Fernández Miranda había diseñado en su propósito de ir de la ley a la ley para, más que desmontar el régimen en sentido estricto, amoldarlo a Juan Carlos y al entorno de países democráticos. Si Torcuato Fernández era la teoría; Suárez, como jefe del Gobierno, representaba la práctica; y el rey, quien despejaba el terreno para que los otros dos pudieran hacer su cometido.
Desde que Torcuato consiguiera ofrecer al Rey lo que éste le había pedido –incluir a Adolfo Suárez en la terna de la que debía elegir al presidente–, los tres se reunían en La Zarzuela los domingos para tratar los principales asuntos mientras cenaban. En esas citas se decidían las líneas estratégicas a seguir y las decisiones políticas a tomar. Durante meses, esos encuentros funcionaron como un reloj, como prueba la perfecta sintonía entre la acción del Gobierno y la acción de las Cortes desde el nombramiento de Suárez hasta la aprobación de la reforma política: Torcuato es la fina inteligencia, la reflexión creativa y la visión de futuro, el Poder Legislativo; y Suárez es la audacia, el carisma y la acción, el Poder Ejecutivo [Fernández-Miranda].
Los tres hicieron posible la consecución de una serie de hitos entre los que destaco, por un lado, la Ley para la Reforma Política[1], un fraude de ley, como señala Santos JuliáC, porque no reformaba lo que decía reformar, las Leyes Fundamentales, sino que las derogaba en la práctica con el propósito de impedir una larga fase de provisionalidad antes de las elecciones (las generales de junio de 1977 que «marcaron con su sola celebración el punto de no retorno de la transición» [JuliáC]). Por otro lado, la Constitución de 1978,[2] que, además de para dotarnos de un marco jurídico de referencia, sirvió de instrumento legitimador de la monarquía; y, entre ambos acontecimientos, la legalización del Partido Comunista de España.
Y fue ahí donde todo el proceso estuvo a punto de descarrilar, porque la decisión de legalizar al Partido Comunista, si se tomaba, sería la primera medida de gran calado político aprobada por un Gobierno español contra el explícito y unánime parecer de la cúpula militar; pero, si no se tomaba, restaría legitimidad a todo lo actuado hasta ese momento. Suárez tomó esta decisión con un mentís por adelantado a la retórica que ve toda la transición regida por una congénita aversión al riesgo. Pues algo no ya de arriesgado sino de aventurero hubo en esta decisión, como lo había habido también en la presentación ante las Cortes del proyecto de ley que certificaba su defunción y que solo pudo ser aprobado tras conversaciones de pasillo en las que varios miembros del Gobierno lograron arrancar, entre promesas y amenazas, su acuerdo a un número suficiente de procuradores. Riesgo, tanteo de terrenos, apertura de espacios: eso fue lo que definió el año transcurrido entre julio de 1976 y junio de 1977; no el miedo, la amnesia, la cesión, ni siquiera el pacto, aunque mucho se hablara bajo cuerda. Fue el Gobierno el que ideó la Ley para la Reforma Política, el que la llevó a las Cortes, el que la ganó y el que la sometió a referéndum, consiguiendo así un capital político que le permitió en el primer trimestre de 1977 empujar el proceso adelante. Y fue el Gobierno el que, a pesar del doble acoso del involucionismo reaccionario y del terrorismo de izquierda y derecha —que no cesó en ningún momento: siempre quedará en el recuerdo la matanza de Atocha y aquella semana negra de enero—, legalizó el Partido Comunista, sacó de la cárcel a condenados a muerte por acciones terroristas, y convocó las elecciones antes de que expirara el plazo anunciado [JuliaC].
Miro con distancia los tres hitos señalados y al trío de la Transición. Forman un triángulo escaleno, con sus tres lados desiguales: en los vértices del lado corto, por inercia, arriba está el rey y, abajo, Torcuato; en el vértice más alejado, Adolfo. El triángulo descansa sobre el lado que une al que fuera presidente de las Cortes con el jefe del Gobierno. A tenor de lo expuesto, para que quede claro el grado de relevancia que estos protagonistas tuvieron con respecto a los hechos señalados, es oportuno girar el polígono de manera que la base esté representada por el lado más corto. A Suárez lo que es de Suárez.
F / Escribo estas páginas en medio de un conflicto jurídico-financiero-moral que afecta al anterior jefe del Estado y que, inevitablemente, por la naturaleza propia de la institución monárquica, salpica al actual.[3] No voy a relatar en estas páginas, compuestas entre julio y agosto de 2020, de qué asunto se trata, no es pertinente para mi exposición. Lo que sí conviene al caso es destacar cómo la figura de quien encabezaba todo el proceso que nos ocupa,[4] el único protagonista del trío que sigue vivo, ahora se ve envuelta entre las muchas luces del reconocimiento y las no pocas sombras de la decepción.
En el cupo de los aciertos, he de reconocer que valoro especialmente el perjurio cometido al romper el juramento que hizo ante las Cortes el día de su proclamación (aunque el hábil Torcuato hable de que las leyes no esclavizan…); y destaco el que diera paso a una monarquía parlamentaria, aunque siento que lo hizo más por instinto de supervivencia que por afinidad y convicción ideológica. El que fuera presidente del Gobierno de España entre 1982 y 1996, Felipe González Márquez, esto le decía a Juan Luis Cebrián en 2001:
«El Rey tuvo todo el poder en sus manos, y en términos absolutos, pero no lo ejerció ni siquiera antes de la aprobación de la Constitución. Prefirió hacer uso de su poder moral o arbitral, sin invadir el espacio de gobierno […] podía haber continuado con el poder absoluto, que había recibido de Franco, e irlo modificando, como le recomendaban algunos de los teóricos del régimen, cediendo parcelas de libertad poco a poco […] Más que motor del cambio fue el referente tranquilizador para que el cambio fuera posible. Sólo en un aspecto clave hizo de motor del cambio: tenía el poder absoluto y no lo ejerció».[5]
Acorde al papel asumido y reconocido durante el periodo es el grado de reproche que parece echársele en cara y que tiene que ver con que la Transición, de alguna manera, no se haya terminado de ubicar en la historia como algo más o menos meritorio que sucedió (así, en pasado). Al contrario, da la impresión de que en la conciencia colectiva de quienes ahora mismo rigen los destinos del país todavía se cargan con lastres de esta época que ralentizan, cuando no frenan, el progreso de la nación, entendido en el más amplio sentido de la expresión y tomando a la clase política como paradigma del desastre. Recuérdese lo apuntado al principio de este prólogo y la cita de JuliáA sobre la vigencia del periodo histórico.
Uno de esos pesos muertos encadenados al tobillo de los poderes y, por extensión, a las piernas de la sociedad es, sin duda alguna, el vender que la Transición fue modélica, perfecta, inmaculada, impoluta…, cuando tuvo muchos oscuros entre algunos claros, como lo demuestra la toma de decisiones que, con el tiempo, más merecían la categoría de “parches” que de trascendentes soluciones planteadas para un largo periodo. El mito de la ejemplaridad con la que se ha querido calificar la etapa se funda en una visión superficial de los acontecimientos basada en la aceptación de que cuanto se hizo quedaba supeditado al fin logrado (la democracia) dentro de un plazo relativamente corto.
A partir del caso español, ¿es posible crear un modelo teórico exportable para eliminar cuantos regímenes autoritarios haya o pueda haber? Esta pregunta de los especialistas ha contribuido, como apunta Baby, a legitimar una visión ejemplar de la Transición. Durante mucho tiempo, esta falsa imagen idílica del periodo ha relativizado tanto las consecuencias contraproducentes que trajeron consigo las soluciones apresuradas y los acuerdos atados de cualquier manera (llamados consensos) como la existencia en la ciudadanía de una profunda inquietud, basada en la incertidumbre y la impotencia, a la que se unió el miedo.
Se producen más de 3.000 acciones violentas en siete años, con más de 700 muertos, de los cuales casi 540 se debieron a acciones provocadas únicamente por los actores que protestaban […] la violencia de la transición se compone en muchos casos de un conjunto de violencias de baja intensidad (que constituyen el 40% de las acciones), caracterizadas por tener un escaso coste en términos de sufrimiento humano y por generar consecuencias de naturaleza fundamentalmente material [Baby].
Sánchez-Cuenca señala que, desde la muerte de Franco hasta la victoria del PSOE,
665 personas perdieron la vida como consecuencia de la violencia política. De estas 665 muertes, 162 (24%) corresponden a la actividad represiva del Estado. El resto, 503 muertes, es, en su mayor parte, violencia terrorista. En este sentido, la transición española resultó mucho más sangrienta que la griega o la portuguesa, ambas iniciadas en 1974, unos meses antes de la española.
El símbolo de esta sangrienta irracionalidad quizás quepa verlo en la matanza de los abogados de Atocha el 24 de enero de 1977 a manos de seguidores del partido de extrema derecha Fuerza Nueva, dirigido en ese momento por Blas Piñar López.
Curiosamente, la mayor parte de la actividad terrorista se produjo en la fase final de la Transición, tras la celebración de las primeras elecciones democráticas en junio de 1977 y, especialmente, tras la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978. Los años de mayor violencia en España fueron 1979 y 1980. Por entonces, el nuevo sistema político ya había echado a andar y las reglas de juego estaban definidas. Resulta algo extraño que quienes estaban dispuestos a empuñar las armas decidieran hacerlo cuando los grandes acuerdos de la Transición eran ya un hecho consumado y la violencia no podía influir demasiado sobre los mismos. Si la violencia podía tener alguna justificación instrumental para sus autores, debió ser cuando el sistema estaba todavía en proceso de configuración y cabía usar las armas para modificarlo en la dirección deseada […] el terrorismo lo llevaron a cabo aquellos grupos que habían quedado fuera del pacto en torno a la democracia, protagonizado por los moderados de la oposición y los reformistas del Régimen. Son los radicales o los extremistas de ambos lados quienes empuñan las armas, insatisfechos como estaban, por motivos contrapuestos, con el resultado de la Transición [Sánchez-Cuenca].
Tras lo expuesto, entre los calificativos que no le corresponde a la etapa está el de “modélica”, aunque en esto siempre ha funcionado una suerte de relatividad en forma de trampa lógica: aquellos eran tiempos idílicos en comparación con lo que se pretendía dejar atrás, un régimen tan siniestro como el Franquismo y una sombra tan terrible como la de la Guerra Civil, que muchos españoles todavía recordaban con absoluta claridad por haberla vivido. A las expectativas pésimas sobre la evitación de la sangre y el dolor, que por el recuerdo del régimen y la contienda eran vívidas, le acompañaban ahora las esperanzadoras y tangibles por su cercanía que originaba ese fluir continuo de la palabra “democracia” donde antes había pólvora ideológica y material.
La memoria de lo sucedido en los años treinta sirvió de advertencia a los protagonistas políticos y a la propia conciencia de la sociedad, de modo que, a lo largo de todo el proceso, pendió sobre unos y otros la espada de Damocles de la reproducción de la contienda fratricida, obligando a rectificaciones en aquellos momentos en los que se producía la sensación de que existía el peligro de que descarrilara el proceso [TusellB].
[1]. Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política. Texto publicado en el BOE n.º 4, de 5 de enero de 1977, págs. 170 a 171.
[2]. El texto de la Constitución Española se recoge en el BOE n.º 311, del 29 de diciembre de 1978. De cómo surgió la necesidad de su composición afirmó uno de sus ponentes, Miquel Roca, lo siguiente: «La legislatura no se convocó como Constituyente, la convertimos nosotros en Constituyente. Los propios diputados se reúnen y la UCD inteligentemente se percata de que no puede parar esto, que lo primero que hay que hacer es constituir una Comisión Constitucional que designe una ponencia. Teníamos que elaborar una Constitución, no podíamos transitar sin una base democrática que marcase lo que debía de ser la nueva convivencia y libertad».
[3]. En los seis años de reinado que lleva Felipe VI, percibo que el nivel de ataques hacia la monarquía ha crecido de manera muy alarmante para sus afines; y no solo por lo que ha hecho o dejado de hacer el rey emérito o el actual monarca, sino porque la disponibilidad de canales de comunicación variados y abiertos ha permitido multiplicar las voces de quienes, a diferencia de lo que pasaba en su momento con Juan Carlos y el «silencio» impuesto, no dudan en defender las virtudes de un Estado republicano. Un ejemplo: en las instituciones públicas nacionales y locales abundan muchos representantes públicos que, sin prescindir de su obligación de acatar al actual jefe del Estado, por lo que representa, no dudan en declararse abiertamente republicanos y que desear que más pronto que tarde la monarquía deje de formar parte de la realidad española.
Aunque es posible que el reinado de Juan Carlos fuera más complicado, al menos hasta que hubo Constitución; lo cierto es que el de Felipe, como garante de la continuidad de la corona, está siendo muy duro. A la falta de entendimiento entre la clase política y su paulatino descrédito -con la consiguiente fisura en los organismos que deben gestionar el día a día de los ciudadanos-, se le suma un estado de ánimo colectivo caracterizado por su agresividad y malestar general (las redes sociales son un buen termómetro de esto) que está desembocando en un señalamiento de la institución como un elemento prescindible dentro del organigrama del Estado. Se cuestiona su razón de ser y su aportación a la búsqueda de soluciones.
El cuestionamiento al que se ve sometido Felipe VI, más institucional que personal (con el padre ahora es al revés), adquiere un punto de incertidumbre inherente a la naturaleza de la monarquía. Inevitable es la pregunta a tenor de lo que ha sucedido durante estos intensos seis años de reinado: ¿Será reina Leonor, su primogénita? La princesa es muy joven y, por lógica, muy lejos ha de estar su acceso al trono. Su padre adquirió la condición de rey con 46 años y después de abdicar su abuelo. En 2051, ella tendrá la misma edad que tuvo su padre cuando asumió la jefatura del Estado. Otra pregunta es ineludible: ¿Seguirá para entonces la monarquía?
[4]. Alabado en términos epopéyicos por algunos “cortesanos” hasta el punto de consolidar el “juancarlismo” como una institución propia y superior, según como se mire, a la de la propia monarquía.
[5]. Entre los no pocos fallos que cabe atribuir al monarca, solo apuntaré a uno que ahora mismo no deja de señalarse desde muchos frentes: promover y exigir, por activa o pasiva, la suerte de “omertá” que ha envuelto su reinado. Una frase proverbial española puja por tomar forma como pregunta bajo el techo de nuestros días: ¿Pone el tiempo a cada uno en su lugar?