I
Con independencia de la postura moral, científica, ideológica… que se pueda tener en torno a un tema tan complejo como el de la interrupción voluntaria del embarazo, hay títulos asociados a este asunto que se vuelven de obligada lectura porque son capaces de abordar un amplio abanico de situaciones y perspectivas que escapan a cualquier singularidad. Esta es una de las grandes virtudes de Tienes que mirar de Anna Starobinets, la obra que no deja indiferente a nadie, aunque nunca antes el lector haya prestado una especial atención a textos centrados en esta materia. Tras su lectura y mientras esbozaba este artículo, me he acordado de Martín de Riquer cuando apuntaba, como uno de los méritos del Quijote, el hecho de que, desde hace tres siglos, lograra interesar a lectores que «no han leído un solo libro de caballerías o tienen muy vaga idea de lo que fueron». Algo parecido me ha ocurrido con este título: a priori, no trata un contenido que movilice mi voluntad lectora. Sé lo que sé sobre el asunto (probablemente menos de lo que debería) y, aun así, esta asumida laguna no ha generado en mi ánimo una cierta disposición para drenarla de algún modo. Por eso admiro tanto este título, porque ha conseguido que agradezca todos y cada uno de los minutos que le he dedicado a pesar de que llegó de manera sorpresiva a mi biblioteca.
Otra virtud de la novela cervantina, en palabras del maestro catalán, aparece en esta particular analogía que, sin darme cuenta, he establecido con la obra de Starobinets: «el Quijote es una novela clarísima, sin trampa de ninguna clase; abre de par en par sus páginas para todo aquel que se acerque a ellas y jamás lo defrauda». Tienes que mirar también es una pieza clarísima. Al lector no se le mantiene nunca en suspense. No hay desenlace, no hay trama, no hay personajes; hay conclusiones dolorosas (fin del embarazo, despedida del hijo…), hay secuencias (visitas médicas, viajes, trayectos…) y hay «nombres reales de personas e instituciones», como señala la autora en el prefacio.
Esta transparencia va unida a la voluntad que impulsa su escritura que, a mi juicio, no se asienta tanto en la crítica al sistema sanitario ruso, pues esta determinación debería ir, por coherencia, pareja a una suerte de alabanza al sistema sanitario alemán, ya que ambos aparecen en la obra y los defectos de unos se contraponen con las virtudes del otro. La impresión que me produce este contraste me mueve a considerar que, en realidad, el fallo no se sitúa en los medios, sino en las formas. La tecnología y la preparación no se cuestionan tanto como la profunda insensibilidad que parecen mostrar los rusos, su dureza, ese habitual sesgo inclemente que no se percibe en la clínica Charité de Alemania, donde el matiz que humaniza a sus profesionales se encuentra en el cariño con el que atienden a nuestra autora y, por extensión, a quien la acompaña, su marido.
«Me desvisto. Demídov comenta algo en voz baja con su enfermera, me llega un murmullo indistinto: “Por supuesto… ¿Quién no estaría interesado?…”. La enfermera sale de la consulta. El profesor me introduce la sonda vaginal. Al cabo de un minuto entran en la consulta, acompañados por la enfermera, unas quince personas con batas blancas: estudiantes de Medicina y médicos jóvenes. Se disponen en fila, pegados a la pared, y me observan en silencio. Y allí sigo yo, tumbada, desnuda».
Esta escena tan incómoda para la paciente, incluso humillante, como tantas otras que recoge el libro sobre la manera de ser de los profesionales sanitarios rusos, contrasta con, por ejemplo, el ingenioso, curioso y amable proceder del anestesista alemán Kay, al que llama de manera desenfada así porque lo ha asociado al personaje del cuento La Reina de las Nieves de Hans Christian Andersen, cuando le va a poner la epidural. En este contraste se sustentan las diferencias, de ahí que en el preámbulo la autora declare que «este libro habla de la humanidad y de la falta de humanidad en general». El porqué de esta carencia, en lo que toca a sus compatriotas, quizás se halle en la cosmovisión compartida como colectivo humano con una historia, una cultura y unos lastres ideológicos y religiosos comunes. Quizás. Starobinets en este sentido da cuenta de situaciones desagradables que producen infelicidad y malestar, y que mueven a pensar en el daño que ocasionan una ciencia y, por extensión, unos servicios básicos para la ciudadanía gestionados sin la debida amabilidad y sin la asunción de la necesaria empatía que debe haber entre los que piden y los que dan.
Este apuntado señalamiento negativo es un elemento más del libro, pero no tengo la sensación de que sea el motivo principal que ha llevado a Starobinets a componer estas memorias, aunque sea necesario reconocer que la crítica ocupa un lugar destacado tanto en el breve preliminar como a lo largo del volumen. No es el suyo un reportaje de prensa con cierto estilo literario sobre el funcionamiento de la sanidad en su país o sobre la manera de ser de sus trabajadores a la hora de atender a embarazadas cuyos fetos presentan un problema tan grave como el de la displasia renal multiquística difusa bilateral que consigna la autopsia; sino una amarga y sobrecogedora crónica de un episodio personal. Estamos, desde este punto de vista, ante una parte de su biografía desarrollada de manera extensa y autónoma, sin dar saltos en el tiempo y sin sujeciones con otros pasajes vitales. Comienza con el primer diagnóstico médico desfavorable y concluye, tres años más tarde, con la despedida definitiva del hijo malogrado, contemplando junto con su marido y Lyova, su pequeño de pocos meses, la fosa común alemana en la que está enterrado:
«En un cementerio de Berlín, todos los bebés tienen regalos y sus piedras talladas, y ahora el nuestro también. Por encima de un cementerio de Berlín pasan los aviones. Pronto estaremos en uno de esos aviones. Cuando despeguemos, abrazaré a mi hijo y miraré hacia abajo por la ventanilla. Tengo vértigo, pero, aun así, miraré».
II
El título del libro parte del consejo que le da la psicóloga alemana a la autora y su marido: despedirse del quien se sabe que no superará el parto, del hijo que nacerá muerto. «Es absolutamente necesario verlo. […] Para despedirse de él. Para que no haya sentimientos de culpa». Lo mismo le dirá la matrona: «Las mujeres que se niegan a mirar al niño pierden la paz para siempre. Vuelven pasados unos meses, años quizá, preguntan y lloran, quieren ver a su hijo, pero ya es demasiado tarde». Esta recomendación formaliza una suerte de exorcismo liberador, que es lo que representa Tienes que mirar. Hay que volver a ver los hechos para situarlos con calma en la trayectoria de la vida, para no olvidar los detalles, los nombres, las acciones, los sucesos, las sensaciones… Es la manera de cerrar, hasta donde es posible hacerlo, un prolongado duelo que duró mucho tiempo y que trajo consigo secuelas en su salud física y psicológica. Este ejercicio introspectivo, que ha servido de liberación personal, tiene la cualidad de ser un modelo para otras mujeres encerradas en la angustia de verse impelidas a interrumpir su embarazo gracias a su planteamiento y desarrollo, y a esa expresión tan particular de la ternura que mantiene con su “baby”.
No hay sujeciones religiosas ni ideológicas en su discurso. El único sostén que guía el proceder de la autora y que se refleja en su libro con sus apelaciones constantes a los diagnósticos, a sus búsquedas en Internet, etc.: lo que diga la ciencia, cuyo peso es determinante para tomar una decisión tan dura como la que tuvo que asumir la escritora. Porque lo es. Porque ninguna mujer sensata frivoliza sobre el asunto. Porque solo alguien con un grado de insensibilidad atroz es capaz de banalizar el aborto y defender la posibilidad de que se den enormes colas de embarazadas encantadas de eliminar sus fetos si no se endurece la ley más aún de lo que ya está. Es absurdo. Es cruel. Es irremisiblemente estúpido. Anna Starobinets quería tener un hijo. Los médicos detectaron un problema. Ella buscó el mejor asesoramiento. Tomó una decisión. Cargó con el peso de lo que eligió. Quería un minitejón, como lo llamaban en el ámbito familiar, y la naturaleza se lo impidió. Punto.
«Por supuesto, en una situación en la que solo cabe esperar un milagro, recurrir a una autoridad superior es completamente natural. Soy agnóstica, pero si fuera creyente, si no tuviera la menor duda de que allí arriba alguien me escucha, la oración me supondría un alivio. Creer en los milagros es natural. Rezar es natural. Lo que es antinatural es cuando la oración y la medicina, el diagnóstico y la fe, intercambian sus posiciones. Cuando los consejos sobre las malformaciones del feto provienen del cura. “Los médicos prescriben abortar, el bebé no tiene cerebro, ¿cómo ayudar a mi niño?” “No haga caso a los médicos, acuda a santa Matrona…” Este es el grado de desesperación y locura al que se llega».
III
La obra es exquisita. Desde el punto de vista lingüístico, el trabajo de sus traductores (Viktoria Lefterova y Enrique Maldonado) es absolutamente insuperable y me conduce nuevamente a un viejo dilema que, en este caso, formulo como pregunta: ¿Hasta qué punto el texto original, en ruso, es tan hermoso como el que nos ha regalado el traductor al español? No sé cuánto le debo a la autora y cuánto a su traductor. En cualquier caso, gracias, muchas gracias a los dos por haber conseguido que el texto de Tienes que mirar sea tan poético, a pesar de no ser una obra de ficción en sentido estricto; y que atesore todas las virtudes exigibles a un texto con un elevado nivel conceptual que, por otro lado, es asequible al resto de los lectores.
Muchas gracias debo darles, justo es hacerlo, por articular en español una composición en la que se combinan de manera excelente la ironía más fina con el más elegante trazo de humor, como ocurre con la conversación que mantiene con el psicólogo Alexandre y que reproduce en el capítulo titulado “Aceitunas y paradojas”. Él ve con buenos ojos la propuesta que el marido le ha hecho a nuestra protagonista: viajar a Grecia. Ella niega que sea una buena idea («¡No es excelente en absoluto! ¿Cómo voy a ir en este estado, comiendo una vez al día, sin dormir y sintiéndome fatal todo el tiempo?»); y él responde de manera simpática lo siguiente:
«No le veo ningún problema. Podrá hacer lo mismo fácilmente en Grecia. Comer una vez al día, sí, pero queso griego y aceitunas. No dormir, pero a cambio oír el ruido de las olas. Bueno, y sentirse mal también. ¿Quién ha dicho que haya que sentirse mal solo en Rusia? También puede sentirse fatal en Grecia. No está prohibido».
Este tono amable presente a lo largo de Tienes que mirar queda supeditado (inevitable es que así sea), por un lado, a las sensaciones de angustia que traslada la autora y, por el otro, a los numerosos momentos conmovedores que tiene el libro y que logran envolvernos en un halo de tristeza. Todavía me rondan en la conciencia muchos pasajes emocionantes, como aquel en el que la autora ve cómo una película que se había descargado para su hija pequeña Sasha, Los tres mosqueteros, protagonizada por Mijaíl Boyarsky, se convertía en el largometraje más aterrador que jamás había visto, y todo porque no podía evitar asociar la letra de las canciones con la larga despedida de su feto que había iniciado con su ingreso en la clínica alemana. En ese mismo capítulo, titulado “Adiós, adiós”, también hay un instante inolvidable: el momento del parto y toda la secuencia que sigue hasta que finaliza con una afirmación estremecedora del padre, quien se ha acercado a ver al hijo y le dice a su mujer que el pequeño no da miedo, «ni un poquito. Pero está… triste. Y da mucha pena. Deberías verlo», le aconseja.
IV
Como todos los libros que reseño, les invito a que lean el que nos convoca y les sugiero que lo hagan sin prejuicios. Esta es una historia de amor truncada. Es un relato intenso, profundamente intenso; intenso y denso, tanto que es inevitable que se aloje en el fondo de nuestro intelecto y nos lleve, tras su lectura, a un prolongado silencio.
Starobinets es una autora célebre. Eso leo en Internet. Al parecer, atesora una sólida producción de novelas de terror que le ha valido el calificativo de la «Stephen King» rusa, y ese mero reconocimiento ya dice muchísimo de ella, pues muy pocos poseen el carisma y la autoridad que tiene el escritor norteamericano en lo que al apuntado género se refiere.
Acudiré a otras obras suyas. Será inevitable. Tienes que mirar la ha situado en el lugar adecuado para sentir curiosidad por sus otras producciones. Pero no sé cuándo ni cómo me acercaré a esos otros títulos. La huella de esta obra es demasiado profunda como para plantear que es posible enfrentarme a otro sin sentirme mediatizado por la influencia de la que ha impulsado estas breves palabras que he compartido contigo con el único propósito de apuntarte que tienes que mirar y leer a Starobinets.