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Las metamorfosis aka El asno de oro – Capítulo 28

Capítulo 28. Al principio

Abrí los ojos…

De nuevo estaba en la playa. Era de noche y acababa de escuchar a la diosa Isis. Giré mi cabeza y me vi corriendo desbocado, alejándome del recinto donde muchos días estuve, en Corinto, escuchando muchas historias como la de la asesina que mató a su cuñada, hizo que mataran a su marido, consiguió acabar con el médico que atendió a su esposo, despachó a la mujer de este y a su hijastra, y empujó de algún modo a que se dictara contra su esclavo laa pena capital.

Al volver la mirada, me hallé en un enorme comedor con mucha gente a mi alrededor sonriendo, aplaudiéndome y alabando mi inteligencia. Allí estaba Tiaso. La imagen suya enseñándome a «hablar» apareció fugazmente. 

Aquellas escenas, que me parecían entrañables, quedaron perturbadas por la recreación de la madrastra lasciva que quería mantener relaciones con su hijastro y que, ante su rechazo, maquinó echarle la culpa de la muerte de su hijo, a quien llegó a envenenar para que fuera más verosímil el crimen.

¿Quién está detrás de esta historia? ¿Por qué surgió en mi memoria este relato? ¿Dónde lo oí? Al instante recordé que fue en casa del decurión adonde había ido el legionario al que un hortelano, mi último amo, le dio una paliza. ¿Fue realmente él mi último o penúltimo? No sé. Mientras trato de responderme, oigo un grito: «¡Ahí, ahí está el asno!». Es un soldado hablando a sus compañeros. Veo cómo arrastran al hortelano y al dueño de la casa hasta la autoridad judicial. La pena de este recuerdo se empaña con el miedo. Sentía pánico. Estaba asustado y me puse detrás de mi amo: «Este burro no sirve para nada», dice el hortelano. No quería irme con el legionario. Lo sé. No quería. Yo quería estar con el verdulero, quizás porque percibía en el tono de sus palabras que no estaba tratando de proteger tanto un bien económico como a un amigo, pues tanto tiempo, penurias y alegrías habíamos pasado juntos.

Cuánto celebré dar con él y dejar atrás a aquel mal bicho de la mujer del molinero. La felicidad que me dio ser testigo de su repudio público se transformó en honda tristeza por el terrible final que tuvo su marido una vez que supo de su adulterio y la echó de su casa. 

Qué mala suerte dar con personas así, personas que engañan, que deshonran, que malmeten… Cuánta desgracia acarrean y cuántas bromas solemos hacer de estas desgracias, aunque sean fingidas. Recuerdo la pícara historia del amante escondido en una tinaja y las caras de quienes la escuchaban, muertos de risa cada vez que se repetían las palabras de la protagonista: «has de rascar por aquí, por allí, por allá, más allá todavía…».

Sonrío. Este recuerdo forma parte de las cosas agradable del camino que estoy desandando. Me veo bebiendo agua de un cubo, y también sobre una cama, echado, durmiendo y, enseguida, como si el mundo hubiera enloquecido, oigo ruido, siento que me lanzan platos, jarrones, toda clase de objetos. Miro atrás y veo a un cocinero con los ojos inyectados en sangre y un enorme cuchillo en la mano. Me persigue al tiempo que grita: «¡Dame mi pata de ciervo, dame mi pata de ciervo…!».

Yo corro y corro, entro en calles, atravieso pasadizos, plazas cruzo y de templos salgo.  No paro, no me detengo, no dejo de ir desbocado hasta que me doy cuenta de que he llegado a una explanada y que el cocinero se ha quedado atrás, posiblemente muy atrás. No sé dónde está, no lo oigo ni lo veo. Es media tarde. Hace calor. Nadie está en aquel lugar. Nadie salvo un hombre arrimado a la peana de una estatua. Me acerco. Tiene un aspecto nauseabundo. Es ciego. La estatua representa una figura humana con una espada vuelta hacia abajo, como apuntando justo a la cabeza del mendigo. En una placa que hay bajo los pies de la escultura se lee: “Abajo Trasilo”.

Un desgarro profundo me inunda. Ese nombre, ese maldito nombre… «Estoy bien, Lucio», me dice una voz. Es Gracia. «Conmigo está Tlepólemo». Me emociono. «Gracia, mi dulce niña», alcanzo a decirle. No sé de dónde procede la voz, por eso solo puedo hablarle con mis dos manos en el corazón.

GRACIA. Aquí estamos bien, Lucio, escuchando cómo la venerable anciana nos cuenta la historia de Psique y Cupido. 

Y siento que me pasa su nívea mano por la cabeza, como entonces, para calmar su miedo y su tristeza por verse secuestrada por unos ladrones el mismo día de su boda. Cómo me enfureció conocer esta desgracia de la pobre joven y cómo celebré, aunque pueda no ser humano este sentimiento, el horroroso fin que tuvieron el “oso” Transileón, Alcimo y Lámaco. «Cuantos menos bandidos, mejor, más honrados quedamos», fue el pensamiento que me impactó en la conciencia mientras veía cómo daban latigazos, pinchazos y patadas al asno de Milón, que se había caído con toda la carga que llevaba; luego, lo arrastraron a un precipicio cercano y lo arrojaron al vacío.

Impactado con la escena y con náuseas al ver cómo los buitres se abalanzan contra el animal, retrocedo, me doy la vuelta lentamente y, sin saber cómo, camino hacia una cuadra junto a mi caballo, la montura con la que había emprendido mi viaje a Tesalia. El animal vuelve su cabeza hacia mí y me dice: «Huelen bien las rosas, Lucio». Al devolverle la mirada, tropiezo y caigo rodando por una senda que está un poco inclinada.

Doy vueltas, y vueltas, y más vueltas hasta que me detengo en el interior de una habitación. Aquel lugar me resultaba familiar. Trataba de mirar con detenimiento los muebles, su disposición, los objetos… cuando caí en la cuenta de que no estaba solo. Un enorme búho me miraba fijamente con sus ojos bien abiertos. ¿Se estaba riendo? ¿Lo que oía eran unas risas? ¿Se reía el búho de mí? Me acerqué para comprobarlo y vi que detrás del ave había una mujer junto a una puerta entreabierta. Me hacía gestos para que la siguiese.

Abandoné mi curiosidad ornitológica y acepté la humana en forma de mujer hermosa que me tenía su mano apremiándome para que la acompañara. La agarré y juntos, sin soltarnos, recorrimos un trecho de esa casa que, como la habitación, me resultaba conocida, aunque no era capaz de identificarla. Cerca de unas escaleras, se giró y se abrazó a mí con intensidad mientras me dice al oído: «¡Ay, mi lindo Lucio, qué más quisiera yo que satisfacer tu deseo! Me pides algo muy difícil de conseguir. Mi señora es muy cautelosa y no consiente que nadie la vea cuando está con sus hechicerías. Jamás hemos conseguido verla los que vivimos aquí». Yo le acaricio el pelo sin saber qué decir.

Ella no quiere soltarse y yo tampoco tengo ganas de que lo haga. Es muy hermosa. La deseo. Mientras la sujeto, percibo que hay algo a lo lejos. Está al final del pasillo. ¿Qué es? Fijo la mirada y consigo ver tres odres de piel de cabra bien hinchados y colgando del techo. «Algo no va bien», pienso; y le pido a la joven que me suelte. Muestra una pequeña resistencia que no impide que me zafe de ella con relativa facilidad. Me dirijo hacia donde están aquellos enormes recipientes que, a medida que me acerco, adquieren el aspecto de tres individuos malencarados. Me siento amenazado, pienso que debo huir, pero no lo hago. No sé por qué tengo ahora en mi mano derecha una espada y en mi corazón un deseo: ir a por ellos.

¿Qué sentimientos belicosos son estos que ahora mismo se mueven en mi ánimo? Han asaltado la casa de Milón mientras Birrena me hablaba del dios de la risa. Vengo de su casa. Es de noche. He estado en la casa de Birrena. ¿Birrena? ¿Quién es Birrena?, alcanzo a preguntarme. «Alguien de mi familia», pienso sin mucha convicción mientras la veo riéndose a carcajadas con la historia de Telifrón y el resucitado. Me suena el relato. Lo he oído recientemente. Eso creo. Sé que me reí tanto como ella y como los que vimos cómo Diófanes perdió una ganancia por dejar de cumplir con su función de oráculo.

Muchos fuimos testigos de cómo el mercader miraba al principio con amabilidad la conversación que Diófanes y el joven mantenía. Luego su gesto se torció a resignada paciencia; más tarde, hizo mueca de malestar y, por último, cogió su dinero y se mandó a mudar. ¡Qué cara la de Diófanes cuando comprobó la pérdida de su negocio! 

Veo con claridad esa plaza, ese mercado donde observo nuevamente a Birrena y al marido pasear mientras Pitias, un condiscípulo de Atenas, abronca a un pobre viejo por lo caro que me ha cobrado unos boquerones: «¿Qué pasa? ¿Que ahora ya no se tiene consideración alguna ni a nuestros propios amigos ni, en general, a ningún forastero? ¿Cómo pone un precio tan alto al pescado más ruin?».  

Detrás de Pitias hay una señora mayor. Voy a decirle algo cuando hace gestos de que guarde silencio porque quiere escuchar el rapapolvo que mi compañero está soltando al pescatero. Luego se acerca hasta donde estoy y me dice: «fuera de la aglomeración urbana, Lucio. Ahí vive tu Milón». ¿Milón? ¿Quién es Milón?

Le doy las gracias y me alejo de Pitias y de la mujer: él sigue abroncando al anciano y ella, con gesto divertido, escuchando. Camino en realidad hacia ninguna parte. De manera inconsciente, camino hacia las afueras de la ciudad. «Fuera de la aglomeración urbana», dijo la cantinera. He recordado de qué la conocía.

Ando durante mucho rato cerca de la orilla de un río. El viento emite un arrullo a su paso entre las hojas de los árboles que consigue adormecerme. Decido buscar un sitio sombreado donde echarme un rato a descansar. La corriente de agua se convierte en la música suave de un arpa. Tarareo una canción improvisada acorde a la melodía: «A – ris – tó – me – nes / yo – soy – Só – cra – tes». Aunque la letra no tiene sentido, pienso, no dejo de repetirla una y otra vez, como una letanía. Al rato, noto que poco a poco el sueño se va apoderando de mí.

Cerré los ojos…

Patricia Franz Santana - Asinus

Asinus de Patricia Franz Santana