—¿Para la posteridad, dices?
—…
—Los poemas que reflejan la hondura de mi poética, los que representan lo mejor de mi estilo, aquello que se reflejará en antologías y que los escolares, en los días señalados de mi natalicio y óbito, recitarán agradecidos por la oportunidad de poner voz a mis versos.
—…
—¿Realmente te apetece conocerlos?
—…
—¿No? Ah, que no querrías perdértelos por nada del mundo.
—…
—Sí entonces, ¿no? Pues, vale. A ver, aquí va el primero:
El hombre que llora entristecido,
de apesumbrada pena enflaquece,
y tanto enflaca que fenece,
y cae pena y tristeza en olvido.
Lágrima en tierra secada,
llantos que mueren vagando
para acabar confesando
que toda pena será pasada.
—Supremo, ¿eh?
—¡¡¡…!!!
—¿Otro? ¡Pues claro que sí! Si es que no hay más que ver tu cara para ver cómo no quieres que calle.
—¡¡¡…!!!
—¿No? Vale, que no, tranquilo; que no voy a dejarte sin poema.
—¡¡¡…!!!
—Que no pararé, que no, que no te inquietes, que estoy para cumplir con lo que me pidas. Venga, que no se diga. Si le ponemos un fondito musical tipo “Aires de Lima de Valsequillo”, yo creo que quedaría muy aparente este que así dice:
Cuenta la vieja leyenda,
cuyo saber nunca se ha de dudar,
que en una remota senda
esta historia ha de empezar.
Iba una zorra, animal de astucia,
junto a una burra, una burra sucia,
Eran inglesas y hablaban inglés.
Donde va el “sí”, ellas decían “yes”.
Caminando, caminando,
la senda se fue estrechando.
Como juntas no podían ir,
en fila fueron andando.
De un lado salió lo que asustó
a la zorra, que retrocedió;
y sin querer a la burra pisó.
«I’m sorry», se disculpó.
Viendo la burra lo que ocurrió,
pensó que la zorra se presentó
y sin dudarlo ni un momento
«I’m burry», le contestó.
—¡¡¡…!!!
—¿Otro más? Hay que ver, qué glotón. Qué bueno. Se ve que no te ha disgustado. No haces más que hacer gestos para que no me pare.
—¡¡¡…!!!
—¿No? Que no, que no pararé, que tengo otro que te va a encantar.
—¡¡¡…!!!
—Claro, hombre. Recitaré otro. Si es que estoy contigo: no se debe dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.
—¡¡¡…!!!
—Pues eso, lo que yo decía. Bueno, pero este que sea el último, ¿de acuerdo? Dices que no con la cabeza una y otra vez, y tengo que decirte que sí, que sí, sí y sí, que será el último; que esta parte del libro ya se tiene que ir acabando:[1]
Amigos aquí presentes, para mí es un placer
estar aquí con ustedes con un trance a resolver:
quiero hablarles del libro y mucho hay que revolver;
no son pocos los que hablan de que vivir siempre es leer.
¿Cómo es posible, pregunto, que unas hojas mal cosidas
tengan mil tristes historias de llegadas y partidas,
que las risas del principio al final estén perdidas
y las penas iniciales en sonrisas convertidas;
y que en casa calentito, viendo en la calle llover,
en un oasis me encuentre donde lluvia no he de ver;
y que a salvo de bestias y malvados por doquier
en un desierto combata contra fieras sin temer?
Muchos hombres escribieron cosas que todos leemos,
y otros miles lo harán; y nosotros, si queremos.
El tiempo mata la vida mas no las letras que vemos;
no hay recuerdo que muera en los libros que tenemos.
Un griego nos dijo algo, algo que todos sabemos;
un romano algo opinó, algo que le comprendemos:
¿dónde están quienes hablaron aquello que entendemos?
En el título de un libro, cualquiera de los que vemos.
No hay tiempo que separe al griego del medieval
ni historias que no nos lleguen hasta el Neandertal.
No hay barrera de tiempo, ni tampoco espacial:
¿cuándo sabrán ustedes que en un libro no hay final?
Cualquiera de los que escriben, creando vidas y destinos,
son dioses inmortales que no temen desatinos;
lo que hay es lo que quieren, encajes brutos o finos,
cada historia en cada autor tiene mil y un caminos.
Y si el que escribe es dios… ¿qué no será el lector?,
pues hace con lo que lee lo que cree que es mejor:
al villano hace héroe y al bueno bastante peor;
al muerto resucita y al que gana perdedor.
No rinde cuentas al arte, a todo da su color;
es libre e independiente y siente según su amor,
que el cariño no se busca ni tampoco el dolor.
Que de todo lo que leas tú serás el otro autor.
Buen discurso el que les doy y pronto lo he de terminar,
no deseo alargarme, ¡no se vayan a largar!,
que lo bueno viene ahora, cuando acabe de contar
qué fiesta hoy celebramos, qué vamos a festejar.
Unos siglos hace ya que murió quien nos donó
la más preciada criatura que “las letras” inventó:
un loco hidalgo manchego, eso fue lo que creó;
un cuerdo hombre de mundo, eso fue lo que quedó.
Miles de autores hubo mucho antes de él nacer
y otros muchos existieron después de él fenecer,
nadie pudo igualar, ni por un solo instante,
lo que las Musas parieron y que llamaron Cervantes.
Tal día como el de hoy dicho autor falleció,
pero queda su recuerdo y los hijos que dejó:
mil poemas aceptables; una Numancia erigió;
los Tratos que en un pasado algunos «dellos» sufrió;
Galatea es la mayor; Don Quijote la siguió;
Las Novelas continuaron; el Parnaso nos llegó;
las Comedias y Entremeses, que él no representó,
a nosotros han llegado y con Persiles terminó.
Estas obras han quedado en lo alto de un altar,
donde las letras son templo; y allí las van a adorar
cuantos aman el ingenio, cuantos saben alabar
lo que sale de una pluma para quedarse y agradar.
Mis ripios voy rematando, pues ya llega el final;
mil gracias debo darles, público fenomenal.
Aguantar mis malos versos cosa es de admirar.
No me explico todavía cómo han podido soportar.
Adiós, amigos, ya termino, el trance que mencionaba,
espero haber cumplido con lo que de mí se esperaba.
Los nervios ya se han pasado, la angustia está terminada,
me vuelvo a la tierra, al humo, al polvo, a la sombra… a la nada.
—…^…^…^…______________________________________________________
—¿Te encuentras bien?
—________________________________________________________________
—¿Te has quedado dormido?
—________________________________________________________________
[1] Martes, 22 de abril de 1997. IES Casas Nuevas.