Hace años, a través de una tercera persona, recibí la propuesta de una destacada editorial en manuales escolares para participar en la realización de un libro de texto cuya difusión en el Archipiélago canario se preveía importante. Omitiré el nombre de la empresa porque no viene al caso y porque estoy convencido de que no era ni es una práctica exclusiva de esta lo que quiero contarte, sino que, por razones mercantiles, se da en otras del ramo. Recalco: hablo de convencimiento, no de certeza absoluta.
La propuesta comercial recibida era la siguiente: a cambio de una apetitosa pecunia, un docente (cuyo nombre omito porque, al igual que en el anterior silencio, no viene al caso citar) y un servidor debíamos hacer una adaptación para Canarias de una serie de páginas de un libro de texto cuya matriz era común para toda España; dicho de otro modo: a partir de un libro-base que esta editorial tenía para un nivel de la ESO concreto, nosotros debíamos ajustar los contenidos de cada X páginas a nuestra comunidad autónoma. Creo que la secuencia de cambios sugerida era algo así como: tres páginas no se tocan, se trabaja en la cuarta; las tres páginas siguientes no se tocan, se trabaja en la que viene a continuación; y así, sucesivamente. Este sistema de trabajo se realizaba, como he apuntado antes, por un motivo mercantil: se ahorraban abonar el importe por la realización de un nuevo libro de texto y se podía vender el producto como una obra actualizada, como una edición puesta al día. La composición de un libro de texto oficial, homologado por el Ministerio de Educación, es muy costosa.
Sin entrar a valorar el criterio económico, esencial para una empresa que invierte una fuerte suma de dinero en la realización de un producto, tanto al referido docente como a mí no nos pareció digno prestarnos a lo que podía reconocerse como una suerte de parcheo que impedía lo que podríamos denominar como “línea de actuación pedagógica”. ¿Y si considerábamos que no era la página cuatro apuntada la que merecía un cambio profundo y sí, en cambio, alguna de las que nos obligaban a pasar por alto?
Como puedes imaginarte, perdimos la oportunidad de ganar un buen dinero y ser “famosos” (con lo que ello conlleva) al inscribir nuestro nombre en la editorial de postín, pero ganamos cierta tranquilidad deontológica, pues nos inquietaba la sensación de que, de haber aceptado la solicitud, estábamos participando en una iniciativa más como corsarios del conocimiento que como profesionales de la enseñanza.
Este hecho consolidó una posición que desde hacía algunos años se había aposentado en mi entendimiento: mi desacuerdo, cuando no me quedaba más remedio que aceptar, u oposición, cuando podía decir no, al uso de los libros de texto que se manejaban en los centros educativos. Esta actitud se acrecentaba sobre todo cuando, como herencia del espíritu comercial sanitario, las editoriales reconocían a los departamentos que promovían sus títulos con determinados obsequios. Afortunadamente, bien por la crisis, bien porque el negocio se asfixió ante la magnitud de los competidores y la falta de cuota de mercado, esta nociva práctica está ya desterrada, si no por completo, sí, al menos, en gran medida. Así me lo cuentan los muchos colegas que tengo dispersos en numerosos centros educativos; y así lo he podido constatar con algunos representantes comerciales de editoriales con puntos de distribución en Canarias.
Mas lo que viene al caso de lo que te cuento no tiene nada que ver con los “reconocimientos” y sí con el producto. ¿Por qué mi negativa al uso de libros de texto? Los motivos de esta negación puedo fijarlos en esta afirmación que, por supuesto, merece otro espacio para ser precisada convenientemente: en líneas generales, por un lado, porque facilitan el trabajo a los docentes aquejados de “perezosidad”; o sea, aquellos cuya labor se ubica casi con exclusividad a los límites del volumen y, en la medida de lo posible, a mantener el orden en clase; por el otro, porque nunca terminan de satisfacer a los docentes preocupados por su asignatura, quienes tienen que echar mano de fotocopias, archivos multimedia, etc., para completar aquello que el libro de texto nunca termina por concretar o, en el peor de los casos, que pasa por alto de manera inexplicable.
Reconozco que me llamaba mucho la atención, hasta que se implantó lo de los libros de texto gratis, ver cómo el alumnado (en realidad, sus familias) hacía una inversión en libros de texto que nunca se terminaban de utilizar y que siempre tenían que ser complementados con materiales anexos que, en la mayoría de los casos, tenía que pagar también de su bolsillo. Por eso, me satisfizo lo de la gratuidad de libros, porque, ya que la “calidad” del contenido no se podía mejorar, al menos, el coste del material escolar se reducía de manera considerable. Recuerden que hablamos de libros de texto por valor de 25, 30… euros; o sea, un dineral para un alumno con tropecientas asignaturas y tropecientos manuales para gestionarlas.
No arregló esta solución de los libros de texto gratis lo que antes he definido como “línea de actuación pedagógica”. ¿Qué docente responsable y atento a los contenidos de su materia se siente satisfecho con el libro legalizado que maneja? Algunos habrá, sin duda, pero la mayoría de los que he conocido a lo largo de la década y… que llevo en esto no deja de ver “peros” por doquier. Es más, me atrevo a apuntar que en los departamentos no se elige el mejor libro de texto, sino que, atento a la idea de que es necesario disponer de alguno, se selecciona el menos malo. Vamos, como en las comicios electorales: no elegimos a los mejores (porque en realidad no llegan a existir casi nunca), sino a los que, dentro de sus naturales penurias, menos lastre parecen mostrar.
En los últimos tiempos (así me lo parece), el libro de texto se ha visto parcialmente ensombrecido por la presencia de un silente competidor: el libro-collage. Una serie de fotocopias sacadas de este libro, de aquel, del que está al fondo, del que nos trajeron ayer, del que guardamos en casa, del que nos encontramos en el departamento… junto con una serie de arreglos en algún procesador de texto de materiales sacados de Internet configuran un “volumen-frankenstein” que luego se adquiere en la conserjería del centro educativo, convertida para la ocasión en copistería. ¿Mi parecer? Bueno, no está mal la solución: los docentes, profesionales en la materia que imparten, hacen un vaciado de varias fuentes bibliográficas y determinan qué vale y qué debe pasarse por alto. Eso es lo importante de la iniciativa: la “comida” ya no te la dan hecha, sino que la preparas tú mismo según tus gustos y conocimientos. Además, el grosor del conjunto fotocopiado es considerablemente inferior al de un libro de texto y los alumnos pueden escribir impíamente en sus páginas sin los cargos de conciencia que solemos imponerles los adultos cuando les afeamos con expresiones del tipo: “en los libros no se escribe”, “usa lápiz”, “no hagas tachones”, etc.
Los beneficios que da la selección de contenidos ajustada a las necesidades chocan, en ocasiones y ante determinadas magnitudes de copias, con los derechos de autor que todos los libros legales tienen y que saltan por el aire con el fotocopiado. Por otro lado, ese conjunto de fotocopias llega al final de curso tan deslavazado que termina en el contenedor de la basura. El alumno, pues, pierde la noción del valor que atesoran las páginas, las cuales, por otro lado, jamás reconocerá como libro, y no les falta razón porque aquello no es un libro en sentido estricto.
Las plataformas digitales para llevar a cabo cursos en la Red no han cambiado el espíritu del libro-collage, simplemente han transformado el soporte: del papel impreso a la pantalla del dispositivo electrónico. Aunque no es este el momento para extenderme al respecto, sí tengo que apuntar, porque el tema de la Tecnología de la información y la comunicación (TIC) no ha sido ajeno a mi trabajo docente, que el cambio de soporte se ha sostenido en muchos casos sobre los pilares de una motivación al alumnado y una mejora del aprendizaje que, tras la experiencia, solo puedo reconocer como falsos, ficcionales… No se sostiene que un cambio de soporte conlleve un cambio de actitud ante el estudio, que es lo que se pretende, pues esta modificación no termina de consolidar cambios en la metodología. Un carpintero no es mejor por cambiar el destornillador manual por uno electrónico. Trabajará, sin duda, de manera más cómoda, pero ello no implica que trabaje mejor. Y no sigo más por esta línea, que me pierdo…
Frente a una opción (los libros de texto oficiales, que no satisfacen por sus contenidos en su totalidad) y la otra (los que denomino libros-collage, que contienen lo que se espera impartir en el aula, pero que traen consigo lo ya expuesto) hay una tercera que últimamente ha ido ganando peso gracias a las modernas técnicas de impresión digital y al establecimiento de muchas editoriales pequeñas y medianas (cuyo volumen de negocio nada tiene que ver con las de gran fuste, que son las que promocionan los libros de texto). Me refiero a lo que me nace reconocer (a lo mejor sin mucha fortuna en la denominación) como “libro escolar artesano”, cuya abreviatura es de lo más inspiradora: LEA.
Un LEA es un libro en toda regla (con su ISBN, su depósito legal, encuadernado decentemente…) que un docente, un grupo de profesores o, en última instancia, un departamento pedagógico, con un vínculo efectivo a un centro educativo, elabora sobre todo para su consumo particular y que, si se diese la ocasión, puede adquirirse, gracias a los registros administrativos pertinentes, en librerías u otros espacios donde sea posible el despacho de libros. No pueden ser llamados “libros de texto” porque la denominación implica una homologación con el ministerio correspondiente, pero sí entran dentro del catálogo librero en el conjunto de las obras pedagógicas, didácticas… que se pueden comprar.
Te hablo, pues, de un libro que el alumno reconoce como tal, lo que no era posible con el amasijo de fotocopias; cuyo costo es bastante inferior al de cualquier libro de texto, gracias a los actuales sistemas de reproducción y la existencia de editoriales asequibles; y que contiene todo aquello que sus autores consideran esencial para sus discentes (en consecuencia, es un libro que, por lo general, suele terminarse). A lo expuesto añádase la posibilidad de que es un producto que puede incorporarse al currículo profesional de quienes lo realizan porque contiene los registros administrativos apuntados.
Una década y… me permiten apuntar que llevo relativamente poco en la docencia de Secundaria (“poco” en comparación con muchos; “relativamente” si me junto a los más recientes de mi claustro, que no son escasos, por cierto). Durante todo este tiempo, he utilizado libro de texto, sí (por eso sé de lo que hablo); y he sido “autor” de un par de libros-collage en papel y digital (por eso sé también de lo que hablo). Desde 2012, soy el autor de un LEA (titulado Vademécum del Ámbito de comunicación) y el salto cualitativo experimentado en mi labor docente ha sido -permíteme la expresión, por favor- “brutal”. Ahora dispongo de una herramienta ajustada, calibrada, precisa y acorde a lo que yo entiendo que debe ser mi función como enseñante-guía del citado módulo con el alumnado canario de primero y segundo del Programa de Cualificación Profesional Inicial conducente a título de Graduado en ESO.
Y la pregunta que me surge ahora, que tengo en mis manos la segunda edición del citado vademécum (renovada, corregida, aumentada y con actividades) es: ¿Por qué no abundan los LEA si tantas buenas virtudes atesoran, según mi punto de vista y mi experiencia me demuestra? La respuesta que ahora mismo me nace darte, tras las agitaciones propias del comienzo de curso, es descorazonadora: porque muchos docentes carecen del tiempo profesional necesario para sentarse a elaborar sus materiales, sus apuntes, sus temas, sus actividades, sus reflexiones… y plasmarlo todo en un volumen. La administración educativa no tiene miramientos al respecto: nos llama docentes, pero nos obliga a realizar en nuestras horas de trabajo tareas que nada tienen que ver con la pedagogía. Un ejemplo: ¿Es normal que un profesional cualificado de alto nivel, una autoridad -como proclaman los responsables políticos para quedar bien-, un individuo que tiene que actualizar conocimientos y gestionar pedagógicamente al grupo de alumnos que tiene bajo su responsabilidad… invierta parte de su horario laboral realizando funciones de guardia de seguridad privada o realizando tareas administrativas alejadas del didacticismo? Al margen de las correcciones de ejercicios y pruebas puntuables, y de la elaboración de sesiones lectivas, en las que invertimos muchas horas, ¿dónde quedan las horas para la formación personal y, pensando en los LEA, para realizar materiales pedagógicos cohesionados y que fijen de manera clara la ya mentada “línea de actuación”? No hablo de un “powerpoint” suelto o de un tema aislado…, no me refiero a una tarea concreta, no. Hablo de un proyecto que unifique la acción de trabajo desde el primer mes de clase hasta el último, desde el primer año de una etapa hasta el último.
Desde el curso pasado, gracias a mi particular LEA, he podido descubrir los beneficios de una iniciativa que no es novedosa (creo recordar que hace tiempo cayó en mis manos un proyecto similar realizado por el gran Víctor Ramírez, repito, creo recordar), pero sí muy escasa, lo que, a mi juicio, es preocupante porque las comunidades docentes siguen subyugadas de algún modo a las directrices de unos libros de texto que no terminan nunca de convencer y porque, al amparo de los libros-collage, se llega a esconder el enorme potencial intelectual, pedagógico y creativo de sus miembros.