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Algo, no mucho, sobre lectura, literatura y educación

Cuando se desatiende a los ascendientes, se marchita, se atasca, se disuelve…

Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que desde el curso 2007/2008 me desempeño en el ejercicio de la enseñanza de Lengua castellana y literatura (denominación esta que me disgusta, todo sea dicho de paso) en el IES José Zerpa de Vecindario, donde tengo mi destino definitivo; y que antes hice lo mismo, durante dos años, en el IES Casas Nuevas; uno, en el IES Profesor Antonio Cabrera Pérez; y otros dos, en el IES Francisco Hernández Monzón, lugares, los enumerados, donde he aprendido a disolver o transmutar los no pocos obstáculos administrativos recibidos como directrices lejanas e imposibles, cuando no un tanto extravagantes, aplicándome con honestidad y devoción a mi quehacer, cuidando con esmero mi humilde parcela y procurando que mis discentes aprendiesen, si no más, al menos tanto como yo he aprendido de ellos y del mundo que les envuelve, de ese necesario contexto que permite entender con más precisión el texto, o sea, la faena que realizamos.

De cuanto le dé cuenta a continuación no puede ni debe extraer conclusiones universales, a pesar de que sea el reflejo impreciso, aunque veraz; escueto, aunque vivaz, de una realidad percibida durante mis escolares labranzas, tan válidas o no, según cómo se miren y se aprecien, a las de cualquier otro homólogo mío que se haya entregado a este bello menester en el campo de la enseñanza pública. Como no soy brillante ni excepcional, nada brillante o excepcional podré ofrecerle; no gozará de estos calificativos mi relato ni disfrutarán de ellos mis pensamientos y conclusiones. Además, como no soy ni seré el juez de ninguna disquisición, no sentenciaré; y como no atesoro recetas mágicas para la supervivencia del área literaria (por la que, de manera no muy directa, me pregunta) dentro de mi espacio educativo ni poseo bálsamo de Fierabrás alguno que sane al mundo que nos rodea de la desgana por las letras o que ilumine al que ha de librarnos de esta apatía, no daré soluciones. En consecuencia, atento a la brevedad, virtud encomiable en este caso porque ni estoy para mucho ni el espacio asignado para depositar esta escritura puede ser mayor del que es, más provechoso le seré si le ofrezco algunas ideas sueltas, dispersas observaciones, pensamientos fugaces, sobre aquello por lo que tengo la impresión que tiene interés y que no va a poder estar repleto de verdades ecuménicas, como yo quisiera que estuviera, pues me temo que lo que le entregue no pueda ir más allá de lo que le corresponde ser: el testimonio desmayado de alguien que, desde hace tiempo, siente que forma parte un sistema que no termina muy bien de saber cómo enfocar problemas como el de la lectura, por ejemplo, que son gestionados siguiendo patrones similares al de los periodos de vacunación sanitaria; o sea, como una adición, un añadido, un tramo que se sitúa en el calendario de una dinámica preestablecida y no como la esencia misma de la dinámica extrapolada a todos los pilares que la constituyen: alumnado, familias, docentes, administración… y vecinos, y profesionales por cuenta ajena, y autónomos, y jubilados, y…).

Me pregunta por eso y, desde el insignificante lugar que ocupo dentro del Sistema Solar donde dicen que me hallo, lo primero que hago es mirar a mi alrededor para fijarme en dónde se llevan a cabo actividades identificadas como “enseñanza de la literatura”. No sé por qué, pero es lo primero que me ha venido a la mente cuando he puesto sobre el tapete de mis pensamientos las bellas eles: literatura y lectura. ¿Adónde miro, como docente, cuando hablo de literatura?, me pregunto; y me respondo: por un lado, veo que hay un entorno circunscrito al sistema educativo, ya sea en centros públicos, concertados o privados, donde la formación responde a un programa educativo de corte normativo;[1] ya dentro de un ámbito más libre, menos sujeto a los dictámenes curriculares a pesar de que su ámbito de desarrollo se encuentra en el mismo sistema: concursos, clubes de lectura, talleres de creación literaria, celebración de días señalados… Por otro lado, a esta llamémosla “oficialidad”, situada arquitectónicamente en un lugar concreto, habrá que añadir las enseñanzas que se pueden recibir desde el exterior: talleres, actos, convocatorias… que organizan instituciones públicas o privadas, asociaciones, medios de comunicación… bajo el estandarte de “evento literario”.

Ambos lados me llevan a una primera conclusión que, a mi juicio, condiciona la enseñanza de la literatura dentro del sistema educativo: que ésta puede llevarse a cabo desde distintos frentes, con distintos agentes y con diferentes enfoques. La razón de que esto sea así está íntimamente ligada con lo que es la literatura como manifestación cultural y, sobre todo, como expresión artística. Su naturaleza hace que sea proclive a expandirse como ejercicio didáctico frente a lo que sería el estudio del idioma como entidad lingüística, que se muestra más acotado, bien delimitado en su desarrollo y en los márgenes de intervención: hay una gramática, hay una ortografía, hay cientos de cuestiones que pueden articularse de una manera perfectamente organizada porque sus elementos esenciales son finitos, cuantificables, responden a una jerarquía bien estructurada.

En la literatura, en cambio, como en cualquier otra disciplina sujeta a parámetros creativos, todo se vuelve exuberante, complejo, lleno de niveles y subniveles, repleto de puntos de vista, colmado de matices y de sombras, muchas sombras, demasiadas, como las que proyectan los emisores que han sido receptores o las de aquellos receptores que se vuelven emisores. Es inevitable la impresión de que todo se retroalimenta, de que todo es objeto de un cuestionamiento absoluto porque todo es interpretable, caótico en ocasiones, amoldable al ánimo de quien recibe el mensaje, ajustable con más o menos fortuna a los parámetros estilísticos y vitales de los destinatarios.[2]

Esta visión de los hechos, atendiendo al lugar donde me encuentro, me lleva a percibir la existencia de una suerte de bipolaridad actitudinal: nadie se cuestiona la importancia de enseñar el buen uso de un idioma; pero muchos, quizás más de los que Vuestra Merced pueda imaginar, son los que no piensan lo mismo cuando se trata de literatura y, por extensión, porque es requisito inexcusable de la materia, de la lectura. Y digo muchos, sin exagerar, por eso de que la virtud está en el término medio, pues en ocasiones me nace un no sé qué enloquecedor que me lleva a afirmar de manera taxativa, aunque injusta, que nadie, absolutamente nadie dentro de la administración, las familias, el alumnado, y los docentes no vinculados con la materia,[3] nadie dentro del sistema educativo, valora la enseñanza de la literatura. Y no es esta una chifladura mía como tantas otras, un invento bellaco que me saco de la manga para defender de manera forzada una inverosímil tesis, sino el resultado de recibir durante muchos años, de manera directa o indirecta, de mil y una formas, muchos, demasiados, desdenes.

Para ir ajustando mi intención a sus expectativas, situémonos, a modo de ejemplo, en cualquier entrega de boletines informativos de notas llevada a cabo en las vísperas de las prescindibles fiestas navideñas. En ocasiones, más de las que se puede imaginar, decimos a los progenitores que sería conveniente incluir entre los regalos previstos un diccionario o un cuaderno ortográfico para…, en fin, está de más explicar para qué se pide un diccionario o una libreta como esta, ¿verdad? Nadie cuestiona la sugerencia, nadie discute la importancia de un diccionario o de un cuaderno ortográfico; para ellos, es una petición razonable, incuestionable, lógica…, pues proviene de una autoridad en la materia. Del mismo modo que los fisioterapeutas recomiendan unos ejercicios específicos para atender una dolencia concreta; los profesores de lengua, como fisioterapeutas del idioma, recomendamos unas actividades o unos instrumentos que, a nuestro juicio, son beneficiosos para la mejora del uso lingüístico.

Ningún ascendiente, sin asumir el riesgo de dar la impresión de que es un ignorante y, en consecuencia, de que se llegue a dudar de su cualificación como responsable de su descendiente, pondrá en duda la recomendación de un diccionario o de un cuaderno de ortografía. Ahora bien, lo que ya parece menos apetecible, más cuestionable, menos lógico, más prescindible, es el consejo, la propuesta, de que entre esos regalos navideños (casi siempre demasiados, casi siempre improcedentes) haya obras literarias para que sus queridos herederos logren adquirir y consolidar su destreza en la comprensión lectora y, de paso, para que disfruten de una actividad intelectual tan saludable y gozosa como es la lectura.

Aunque luego decidan de entrada no atender ambas peticiones, que es lo que suele ocurrir en la mayoría de los casos, mi experiencia me dicta que las razones que atañen al diccionario o el cuaderno de ortografía están relacionadas casi siempre con el precio, con la imposibilidad de conseguir el título sugerido o con la justificación de que pueden conseguir lo recomendado gracias al hijo de una prima casada con un cuñado de su hermana mayor con la que hizo la comunión allá, en el año de la seca; pero suele bastar con apretar un poquito sobre la necesidad de la referida adquisición en enero (reiterando la existencia de la perjudicial situación) para que más pronto que tarde el discente disponga de tan salutíferos remedios; en cambio, las razones literarias y, por extensión, lectoras suelen ocultarse, no se expresan abiertamente, no se exponen con claridad, entre otros motivos, porque pueden llegar a ser vergonzosas. Pienso en padres que no discuten la importancia de los libros, de las obras de ficción y, en general, de la lectura; padres que comprarían sin rechistar los títulos que el centro pida, pero que no harían esfuerzo alguno por saber motu proprio qué lecturas son las recomendadas para sus hijos, por adquirirlas y por supervisar que son leídas, entendidas, aprehendidas, porque reconocen honestamente, aunque no lo hagan de manera explícita, que carecen de fuerza moral para pedir a sus vástagos que lean porque ellos no leen, no son ejemplares en este tema. Como puede observar Vuestra Merced, ya me voy acercando a lo que me pregunta.

Por mi expresión, podría pensar que les culpo con saña de que las cosas, esas, las que Vuestra Merced y yo sabemos, estén como estén; y que, sobre la cuestión que me lleva a escribirle, les señalo con dedo acusador, pero no, no lo hago con aspereza ni malestar porque no siento enfado alguno hacia ellos: las vidas están repletas de vericuetos y vaya uno a saber en qué momento los caminos de la lectura quedaron sepultados por otras ocupaciones. Simplemente le dejo ver, quizás como posible axioma, que donde no se lee, cuesta inculcar la lectura; y que este aprendizaje, para que llegue al ánimo intelectual, se debe remontar al origen mismo de nuestros primeros textos, al punto donde pasamos de la prehistoria lectora a la historia, allá, en nuestra más tierna infancia, esto por una parte; por la otra, para que se adhiera con firmeza esta llegada, para que arraigue, debe nutrirse a lo largo de los años en un ambiente donde nuestros pequeños muestren una predisposición natural a la imitación, a la reproducción de pautas. Lo que yo creo sin desvíos de ninguna clase es que al mismo tiempo que se enseñan valores y modales, se crean hábitos y que entre estos debe estar el de la lectura, tan necesario como el del aseo o el del ejercicio físico.

Sigo acercándome: ¿Por qué hay progenitores que no leen? En este oleaje de dispersión en el que se va hundiendo mi discurso, dos razones se me ocurren: la primera, que asumo con resignación, porque no les gusta, porque tienen una amplia oferta de ocio donde no hay cabida para el disfrute lector. Del mismo modo que hay quien detesta los deportes, la cocina o le produce una honda indiferencia la pintura o la música, hay quienes prefieren invertir sus horas de esparcimiento en quehaceres que nada tienen que ver con la lectura. No dudan de que es necesario saber leer,[4] mas no sienten la necesidad de trascender este conocimiento al grado máximo, el que representa la función poética del lenguaje. A mí me sucede lo mismo con el deporte: reconozco que el ejercicio físico es bueno para la salud, pero no siento interés alguno por aquellas manifestaciones donde esa actividad llega a un nivel de realización superior al de dar un paseo.

Pregunto: ¿Deberíamos preocuparnos? Quizás sí deberíamos preocuparnos como docentes que no dudan de los beneficios globales que aporta la lectura si, de manera silogística, atendemos a que los padres influyen en los hijos y, por tanto, si no leen aquellos no han de leer estos. Esta influencia, como intuyo que intuye, se sustenta teniendo en cuenta un marco de relaciones familiares acorde a lo que calificaríamos como normal: el mayor influye en el menor desde el principio mismo de la relación; lo que se salga de estas delimitaciones, debe ser objeto de otra intervención en otro lugar y otro momento.

¿Deberíamos hacer lo que fuera posible por llevar a estos padres que no disfrutan con la lectura hacia la orilla de los libros? No lo sé. Sería magnífico que así fuera, pero no sé cómo convencer a alguien de que lea cuando no desea hacerlo porque no encuentra en la lectura ningún asidero atractivo al que sujetarse. Me adelanto al siguiente párrafo: no hablo de dominio técnico, sino de elección sobre el ocio.[5]

La segunda razón, que asumo ahora con sincera preocupación, se asienta en que esos progenitores no leen, no tanto porque no les guste en sí el acto de leer, sino porque carecen de la adecuada destreza lectora; dicho de una manera más simple, aunque más bruta: no es que no quieran, es que no pueden. Por eso antes apunté que las razones que movían a tantos a no regalar obras literarias a sus hijos se podían llegar a situar en el pantanoso espacio de los motivos vergonzosos; y no saber leer o ser incapaz de leer sin equivocarse, en nuestros tiempos, sobre todo porque la mayoría ha podido acceder en su momento a una educación pública, puede perturbar el ánimo, inquietarlo, traducirse en una sensación de humillación que muchos, en la medida de lo posible, procuran evitar.

Porque lo he vivido en persona, puedo asegurar que hay quienes se zafan del embarazo aludiendo a las dificultades propias de la lengua literaria, que, según ellos, sólo pueden resolver los especialistas o los muy avezados en estas cuestiones, mas no puedo estar más en desacuerdo con esta justificación. La mecánica cuántica, por ejemplo, cuya cabal comprensión escapa al común de los mortales sí puede aceptarse como una materia ardua para el conocimiento; pero la literatura, ya sea oral, ya escrita, no. Entre otras razones, porque hay textos para todas las edades y todos los grados de dominio lingüístico.

Tengamos presente que el único requisito que demanda la literatura es que el receptor posea algún conocimiento sobre el código en el que ha sido compuesto el mensaje: a más conocimiento, mayor capacidad para acceder a más textos complejos; a menos conocimiento, menor capacidad. Un cuadro o una pieza musical pueden ser evaluados en la medida que nos podemos pronunciar sobre si nos gustan o no; en cambio, jamás podremos evaluar una obra literaria escrita en una lengua que desconocemos. Si uno desconoce el idioma, por muy brillante, excelente, magnífico, singular… que sea la obra literaria, el acceso a ella será imposible.

Esta verdad incuestionable, para el caso que nos ocupa, debe traer consigo una suerte de matización: los progenitores que obran en mi consideración conocen el idioma de las obras literarias sugeridas a sus hijos y de los títulos a los que podrían acceder si tuviesen voluntad lectora,[6] pero carecen de destreza lectora, de recursos para adentrarse en una lectura acorde a la edad que tienen y al grado de formación que se les debería presuponer. ¿Qué hacer cuando un progenitor no siente inclinación alguna por la lectura porque, dadas sus deficiencias, la considera una actividad desmotivadora, antipática, que no soporta comparación alguna con otras más seductoras?

Se habla de la gran función que tienen los centros educativos para que los discentes vean en ellos las luces que muchas veces faltan en sus hogares; y es posible que muchas intervenciones educativas se hayan saldado con positivas aproximaciones a la lectura (y, de paso, a la literatura) de no pocos jóvenes, pero la realidad nos demuestra que por cada uno que termina entrando en nuestra “amable secta lectora”, se nos quedan muchos más por el camino.

Reitero la cuestión a modo de mantra: ¿Qué hacer cuando los progenitores no leen por falta de dominio lector? A mi entender, lo importante de la pregunta está en la visualización del problema que tanto le interesa desde una perspectiva diferente: el esfuerzo del sistema educativo en su propósito de drenar carencias y aumentar el bagaje cultural e intelectual del alumnado se marchita, se atasca, se disuelve cuando desatiende a los ascendientes, cuando sitúa en un segundo plano su formación, cuando no se preocupa por analizar, atender, tener en cuenta, percatarse, hasta dónde la aptitud que atesoran éstos influye en la actitud con la que asumen los estudios de sus descendientes; en suma, se marchita, se atasca, se disuelve… cuando minimiza o no tiene en cuenta los terribles efectos devastadores que provoca en los estudiantes el vivir, el desarrollarse, el crecer dentro de un entorno compuesto por adultos que, por las razones que sea, desdeñan la importancia de atender al patrimonio del conocimiento, las capacidades, los valores y las destrezas (ya sean propios, ya ajenos), bien porque no quieren asumir en todo o en parte las directrices de su gestión,[7] bien porque, en todo o en parte igualmente, no pueden, son inhábiles y depositan en ese ente mastodóntico denominado “sistema educativo”, con toda su estructura anquilosada, lenta, letárgica a cuestas y con los sempiternos problemas presupuestarios y de organización (ora pedagógica, ora administrativa), la exclusiva obligación de velar por cuestiones que, con la balanza del sentido común moderando la cuestión, son de su incumbencia porque van adheridas a su condición de responsables legales de esos menores que nos ocupan y preocupan.

Y esto es lo que, en el fondo, quería decirle a Vuestra Merced con este galimatías de respuesta: que no focalice sus actos en el retoño, en las ramas, sin prestar atención al tronco y, con él, las raíces, pues en todo olmo, aunque viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo, aparecen algunas hojas verdes… siempre.


[1] Insuficiente, desvirtuado, críptico, hueco, llenos de trampas retóricas, compuesto desde la más alta de las montañas pensando en aquellos que habitamos en la más profunda de las fosas, elaborado por anónimos cuyas trayectorias desconocemos y que nos ofrecen una “plan de vuelo” que se desentiende de las turbulencias, que no atiende a los vientos favorables, que no sopesa las rutas más adecuadas, aunque puedan de entrada no ser las que más y mejor se ajusten a los presupuestos… No sé, antes de morirme espero tener la oportunidad de abordar con más extensión cuanto, de manera sumamente suave, le acabo de exponer.

Reconozco que me irritan los textos jurídicos porque pienso que, echando mano del sentido común y del pragmatismo, todo podía simplificarse en un texto instructivo-expositivo, una suerte de recetario o de código de programación informática: si W, entonces X; si Y, entonces Z. Lo mismo ocurre con los textos curriculares, que me parecen sospechosa y enfadosamente enrevesados, como hechos aposta para volver complicado lo que puede llevarse a cabo de una manera bastante más sencilla.

[2] Por eso me disgusta la denominación de la asignatura que imparto: la fortaleza y precisión que refleja una expresión como “lengua castellana” queda debilitada en ese vocablo suelto, “literatura”, al que no cabe adjetivo alguno que atribuir. Entendemos qué lengua es objeto de interés de la asignatura; mas, ¿qué literatura? La denominación de la materia da pie a pensar en la escrita en lengua castellana o española, en “otras” literaturas creadas en otros idiomas y, de paso, en la literatura, así, sin más, como arte de la expresión verbal, como la define el DRAE. Me disgusta la denominación de la asignatura porque la precisión con la que anuncia el contenido lingüístico se vuelve en ambigüedad cuando se refiere al literario, lo que contribuye en mayor o menor medida a la percepción de que es esta un área variopinta y, por extrapolación, inestable.

[3] Sobre los que habrá que decir algo en alguna ocasión, no aquí, no ahora, no así, cuando tengamos que hablar de profesores no lectores, de profesionales del conocimiento que huyen de la lectura o que muestran un inquietante grado de “descomprensión” lectora. En algún momento de lo que me queda de vida tendré que atender esta grieta, a veces hábilmente oculta, en la gran pared inmaculada de los claustros. Algo dejé caer en mi Breve antología escolar de la literatura canaria, algo…

[4] O sea, entender o interpretar un texto y no identificar grafemas, sílabas, palabras… como muchos parecen creer y que establecen, sin pretenderlo porque no lo saben, una analogía entre la lectura y la recogida de flores en el campo.

[5] En 2013, el Instituto Canario de Estadística realizó una encuesta sobre Ingresos y Condiciones de Vida de los Hogares Canarios a una población comprendida entre los 16 y más años. El 48%, a la pregunta por las actividades que realiza en su tiempo libre y su frecuencia de realización, respondió que nunca lee libros o novelas (en 2004, era del 59% y en 2007, del 51%).

[6] No creo que alguien compre para leer una novela escrita en una lengua desconocida.

[7] Lo que conlleva la suposición de que actúan con dejadez en temas que requieren del máximo abrigo.