Dos deseos, no más; y, con gusto, pagaría con mi vida su cumplimiento. Dos deseos: dos respuestas. Dos luces pido que, porque lo sé, jamás me serán reveladas. Dos oscuras huellas han de quedar de mi petición, dos marcas que servirán para confirmar esa suerte de totalidad truncada que habrá sido mi existencia.
La primera respuesta hija es de esta pregunta: ¿qué hay más allá de lo que ya no es posible concebir ni medir por su distancia y magnitud? ¿Qué hay más allá del límite visible? ¿Cuánto de infinito puede llegar a ser el Universo?
Me tiendo y miro al cielo. Es azul. Es muy próximo. Mi vista llega bien al límite entre la troposfera y la estratosfera. Qué cercano todo. En la tropo, siento los vientos, las lluvias, el calor y su ausencia; la capa de ozono, que malherida procura envolverme, en la estrato. ¿Dificultades para ver la mesosfera? Ninguna. Está en la punta de mis dedos, en el acantilado de mis uñas la palpo.
Plácida es la mirada que, en su proyección, se adentra en la termosfera. ¿Dificultad? Ninguna tampoco. Me detengo un instante en el gran escudo que nos protege de los meteoritos, la gran muralla que día tras día cuida de que la destrucción externa no se produzca al tiempo que contempla cómo nos bastamos los que estamos dentro de su manto para que sea posible la interna. Escudo. Muralla. Qué contaminado de belicismo estoy. ¿Por qué no hablar de gran placenta donde se desarrolla la vida? Pienso. Espero. Respiro profundamente. Qué cerca todo.
Sigo. No quiero esperar más. Continúo mirando hacia arriba. Quiero ir más lejos. Una vida bien merece que el viaje no se quede ahí. Es el precio dispuesto a pagar por los dos deseos, las dos luces, las dos respuestas. La exosfera. ¿Es eso que ahora veo? Sí. Es nítida. Comienzo a sentir que floto. Es emocionante percibir que se está y no se está; que tiran de mí, atrayéndome hacia el origen, y que me sueltan al mismo tiempo. Qué elástico todo. Extiendo la mano y palpo el exterior, lo que está fuera, el otro lado. Pero sigue estando todo demasiado cerca para la mirada proyectada. Más allá está muchísimo más allá. Muchísimo. Lo mirado está bien, sí, pero es como salir de casa y coger una guagua que te lleva al otro lado de tu misma ciudad. Todo sigue siendo tan próximo.
Me alejo, me alejo más. Ahora mi mirada asume que me hallo en la heliosfera, el espacio donde reina el viento solar. El viaje comienza a tener más entidad. Me lo parece. Quizás porque percibo que me alejo del azul. Un simple propósito regirá mis próximas miradas: salir de aquí, de este manto, de esta todavía placenta, salir para seguir saliendo de todo lo que hay fuera de aquí. Salir, salir; ir, marchar; dejar atrás.
Cierro un instante los ojos. Unos sonidos me envuelven. Viajarán conmigo en esta proyección de mi mirada en busca de una respuesta. Sonrío. An der schönen blauen Donau. Qué grande, Kubrick; qué grande…
Los abro nuevamente. Miro y observo que todo se alinea en mi imaginación. Ninguna órbita, ninguna elipse, ningún cruce. Frente a mí una hilera. Trazado está mi camino estelar. Solo deben andar mis ojos por la ruta señalada hasta ese punto infinito que, sin ver con nitidez, presupongo que existe.
Como si de una competición de eslalon se tratara, voy dando cuenta de los puntos a los que llego para cumplir con mi propósito: primero, la Luna, a casi cuatrocientos mil kilómetros del punto de salida; luego, Marte, más cercano que nunca, fácil se recorren los millones de kilómetros, 56 en este momento, que separan al planeta de la Tierra. Lo que sigue, un clásico escolar que transito con el ansia enquistada por atravesar la heliopausa: el cinturón de asteroides y Ceres, fáciles de sortear; Júpiter, Ío, Europa, Ganímedes, Calisto, Saturno, Titán, Tetis, Dione, Rea… Me aburro. No veo la hora de dejar atrás Saturno. Sigo: Jápeto, Mimas, Encélado, Urano, Miranda, Ariel, Umbriel, Titania, Oberón, Neptuno, Tritón, Plutón…
Me vuelvo para mirar la Tierra. Mis ojos vuelven a ser el primer viajero. Un pestañeo basta para una pulsión. 14 de febrero de 1990. «¿Fue aquí?», me pregunto. Un retrato de familia: Venus, la Tierra, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. «Más o menos», me digo. Aquel testimonio del pálido punto azul en el Universo que iluminara la genialidad de Carl Sagan ocurrió a seis mil millones de kilómetros del punto de partida. «Más o menos», digo: «Aquí fue». Vuelvo por un instante la mirada. Recito la única oración posible:
«Echemos otro vistazo a ese puntito. Ahí está. Es nuestro hogar. Somos nosotros. Sobre él ha transcurrido y transcurre la vida de todas las personas a las que queremos, la gente que conocemos o de la que hemos oído hablar y, en definitiva, de todo aquel que ha existido. En ella conviven nuestra alegría y nuestro sufrimiento, miles de religiones, ideologías y doctrinas económicas, cazadores y forrajeadores, héroes y cobardes, creadores y destructores de civilización, reyes y campesinos, jóvenes parejas de enamorados, madres y padres, esperanzadores infantes, inventores y exploradores, profesores de ética, políticos corruptos, superstars, «líderes supremos», santos y pecadores de toda la historia de nuestra especie han vivido ahí… sobre una mota de polvo suspendida en un haz de luz solar.
La Tierra constituye sólo una pequeña fase en medio de la vasta arena cósmica. Pensemos en los ríos de sangre derramada por tantos generales y emperadores con el único fin de convertirse, tras alcanzar el triunfo y la gloria, en dueños momentáneos de una fracción del puntito. Pensemos en las interminables crueldades infligidas por los habitantes de un rincón de ese pixel a los moradores de algún otro rincón, en tantos malentendidos, en la avidez por matarse unos a otros, en el fervor de sus odios.
Nuestros posicionamientos, la importancia que nos auto atribuimos, nuestra errónea creencia de que ocupamos una posición privilegiada en el universo son puestos en tela de juicio por ese pequeño punto de pálida luz. Nuestro planeta no es más que una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad cósmica. Y en nuestra oscuridad, en medio de esa inmensidad, no hay ningún indicio de que vaya a llegar ayuda de algún lugar capaz de salvarnos de nosotros mismos.
La Tierra es el único mundo hasta hoy conocido que alberga vida. No existe otro lugar adonde pueda emigrar nuestra especie, al menos en un futuro próximo. Sí es posible visitar otros mundos, pero no lo es establecernos en ellos. Nos guste o no, la Tierra es por el momento nuestro único hábitat.
Se ha dicho en ocasiones que la astronomía es una experiencia humillante y que imprime carácter. Quizá no haya mejor demostración de la locura de la vanidad humana que esa imagen a distancia de nuestro minúsculo mundo. En mi opinión, subraya nuestra responsabilidad en cuanto a que debemos tratarnos mejor unos a otros, y preservar y amar nuestro punto azul pálido, el único hogar que conocemos».[1]
Estoy abrumado. Lo reconozco. Antes de volver mi mirada hacia el exterior, contemplo el Sol e intuyo cómo ha de ser la gran burbuja de miles de millones de kilómetros de la heliosfera. ¿20, 30…? ¿Importa? Lo cuantificable quizás esté empezando a dejar paso a la literatura. Aun así, qué cerca todavía. Observo la estrella del Sistema Solar y en su fulgor imagino a un gran levantador de arado: cómo lo sujeta por el timón, cómo lo eleva hasta dejarlo vertical, cómo lentamente lo baja hasta dejarlo horizontal, cómo da un giro de 360º y lo deja en el suelo. Sol sujetando el arado de los planetas es el título del cuadro que contemplo.
Vuelvo mi mirada nuevamente. No más distracciones. Busco una respuesta. Sigo: Caronte, Haumea, Makemake, Eris y el denominado cinturón de Kuiper. «¿Dónde estoy?», me pregunto; «todavía cerca de casa», me respondo. El Sol, aunque ya débil, no deja de estar presente. Quizás ahora me encuentre en ese lugar reconocido como termination shock, a más de doce mil millones de kilómetros de casa. Doce mil millones…
No puedo evitarlo. Vuelvo a dispersarme. Pienso: si caminar viene a ser recorrer 90 metros en un minuto, más o menos, ¿cuánto tardaría si “caminase” la distancia entre el punto de partida y hasta donde ahora me hallo? Hago cálculos y recálculos, y redondeo: 254.000 años caminando. Si retrocediese en el tiempo doscientos cincuenta y cuatro mil años, estaría siendo testigo del origen de mi especie. An der schönen blauen Donau. Sonrío. Pienso en un monolito. Sonrío de nuevo. Sigo observando el punto infinito. El viaje continúa.
Extiendo los brazos de mi mirada para avanzar los ocho mil millones de kilómetros. Ocho mil millones… ¿Algunos más? ¿Dieciséis mil millones? ¿Algunos menos? ¿Importa realmente en este viaje local en el que estoy sumergido? Ocho mil millones de kilómetros, pues, me han de llevar hasta la heliopausa, el límite donde el sistema solar deja paso al medio interestelar.
Todavía tengo presente la emoción de comprobar cómo rozaba los límites de la heliosfera al tiempo que iba dejando atrás la exosfera. Esa emoción ahora se multiplica: dejaré atrás la heliosfera, atravesaré la frontera de la onda de choque, y llegaré a un nuevo espacio donde seguiré recorriendo la ruta trazada en la búsqueda de una de las dos respuestas que conforman los dos únicos deseos que pido.
Podrás pensar que ya estoy muy lejos, pero no; la verdad es que no. En la gran matrioska cósmica, todavía me encuentro en la más diminuta de las partes de la más pequeña muñeca.
No me detengo. No paro la mirada. He pasado de largo por el conjunto de Alpha Centauri, muy próximo. Por ahí andan Antares, Betelgeuse, Sirio… Contemplo el salero espacial y una sutil imagen familiar me invade: de noche, a una lejana distancia, las luces de la ciudad. Tras cada una, un hogar, unas vidas, unas historias que confluyen y, al mismo tiempo, divergen. Vidas que se expanden y se contraen. Como todo lo que me envuelve. Brillos y oscuridades. Y silencio.
Necesito salir de aquí cuanto antes. Seguir la ruta. Avanzar en el espacio interestelar. Una mirada a mi alrededor me demuestra que ahora estoy dentro de otro lugar mayor: la galaxia de la Vía Láctea, una espiral que alberga en uno de sus tentáculos, en el denominado Brazo de Orión, el sistema solar que he dejado atrás.
Sigo mirando. «¿Por qué esa íntima sensación de que todo sigue estando próximo?», me pregunto. Quizás esté la respuesta en las cifras. Lo que se mide se capta. Los doscientos mil años luz de diámetro que posee la galaxia siguen siendo asequibles. Viendo lo que falta por recorrer, cuarenta trillones de años caminando de extremo a extremo tampoco son tantos, aunque deba reconocer que todo este tiempo no llega a representar ni aproximarse siquiera a la edad estimada del Universo.
Atrás dejo la Vía Láctea. Va rápida hacia su compañera, la galaxia de Andrómeda. Veo también la del Triángulo. No me detengo. No quiero perder más tiempo. Debo seguir. He de atravesar el Supercúmulo de Virgo. Una muñeca más de la matrioska. Una pequeña muñeca más dentro de… dentro de…; pero, ¿qué se supone que esto? ¿Laniakea?
Miro ese todo inmenso. Quinientos millones de años luz de diámetro. Los atravieso con la mirada y la esperanza, la de ir más lejos todavía, la de no quedarme donde estoy. Salgo de este hiper supercúmulo de galaxias y compruebo que hay muchos más como este que voy dejando atrás. Muchísimos. ¿Cuántos? Muchísimos más. Los recorro y no dejan de aparecer más y más. ¿Dónde está el límite?
No lo sé. Una imagen doméstica me sacude: un cubo de plástico, una playa, un propósito delirante. Cojo agua y la arrojo a la arena; vuelvo a coger agua y vuelvo a tirarla en la arena; y así sucesivamente hasta que se vacíe el océano. Así me siento dejando atrás cuanto dejo; así, cuando percibo que no he salido todavía del prólogo de este libro en el que se ha convertido la búsqueda de una respuesta a mi primera pregunta. Mucho más de lo que llevo recorrido es lo que todavía me falta. Sospecho. Intuyo. Concluyo.
Me adentro en los Supercúmulos Piscis-Cetus que forman parte del Complejo de Supercúmulos Piscis-Cetus. Desde ahí debería ver la Gran Muralla Sloan. Estoy a mil millones de años luz de la Tierra. Si tendría que invertir cuarenta trillones de años para recorrer doscientos mil años luz; para mil millones… Para mil millones… Qué disparate. «Esto ya no es ciencia», digo apesadumbrado. Sentencio: «Es literatura».
Miro nuevamente al horizonte. Busco un último impulso para llegar a ese más allá que ya no es posible concebir por su distancia. ¿Hasta dónde es posible ver? Desde donde estoy tendido, alcanzo a ver hasta 46.500 millones de años luz. Con la Tierra como centro, ese es el radio de ese insuficiente Universo visible, observable, conformado por guarismos y luminiscencias. Noventa y tres mil millones sería el diámetro. Esa es la distancia hasta donde puedo llegar y creer que llegaré; lo demás, lo que hay detrás, el conjunto compuesto por el Universo invisible, inobservable, no es posible concebirlo sin traspasar los límites de la suposición.
En esta suposición entra la imaginación; en la imaginación, la palabra. Llegado a esta suerte de corolario, mi confusión solo es capaz de vertebrar una pregunta antes de sumergirme en la ceguera: ¿debo aceptar que, más allá de más allá, solo existe lo que yo considere que existe? ¿Es eso lo que significa la palabra “dios”?
[1]. Últimos párrafos del capítulo 1, “Estamos aquí” de Un punto azul pálido. Una visión del futuro humano en el espacio de Carl Sagan. [Editoria Planeta, ISBN 8408016458, 4ª edición: noviembre, 2003]