(VERSIÓN BREVE DE LA RESEÑA)
Alguien cuenta una historia. La suya. Una historia dentro de una ciudad, La Ciudad, la misma que se recorre por fuera y por dentro, desde los caminos y los desvíos; un espacio alternativo con cuatro rascacielos y una sociedad dividida donde los caníbales, en realidad, no son los depredadores ni los humillados, en el fondo, quienes como tales son señalados. Una historia con una certeza: nada es lo que parece, aunque nada es falso; y un hecho: la impotencia barre las esperanzas. Alguien, da igual quién, cuenta una historia sobre la degeneración, así, en general; una historia que, a grandes rasgos, no deja de ser una historia de monstruos, o sea, de humanos.
Vuelve Víctor Álamo de la Rosa. Tras El pacto de las viudas (2019), el autor de siempre, el magistral orfebre de la palabra, vuelve; el creador de figuras lingüísticas admirables por su singularidad, que conceden a su escritura una señal indeleble de identidad, vuelve; y lo hace en esta ocasión con una prodigiosa novela que, en sí misma, es un extraordinario ejercicio sobre cómo hacer literatura en el más amplio sentido de la palabra, pues no se sujeta a ninguna clasificación de las conocidas: tan pronto la leemos en clave de novela social como nos damos cuenta de que, en realidad, es una novela psicológica; en ocasiones, aparece como simbólica y, en no pocos instantes, se muestra como una obra de suspense; no faltan las páginas románticas ni las que cabría ubicar dentro de la fantasía, tampoco las terroríficas; a veces percibimos que aquello que leemos es propio de la novela negra; y del drama, y del realismo, y…
Vuelve, repito, nuestro autor. Atrás quedan los títulos de su particular archipiélago herreño narrativo (1991-2013), con sus islas mayores (El humilladero, El año de la seca, Campiro que, Terramores, La cueva de los leprosos e Isla Nada) e islas menores (los relatos de Las mareas brujas o Mareas y marmullos), obras todas que lo han encumbrado y que han mostrado cómo era posible concebir en un diminuto espacio atlántico un lugar mítico donde todo, atado a la realidad y deudor de la más ancestral tradición, con sus marcas de identidad e idiosincrasia, se pudiera configurar bajo los parámetros propios de una alegoría que, de alguna manera, no solo nos vemos reflejados en ella cuantos habitamos y contemplamos el día a día de este rincón oceánico, sino que trasciende el ámbito geográfico para asentarse en el cultural. Tan hispánico y homólogo son su Rijalbo y Masilva como la Comala de Rulfo o la célebre Macondo de García Márquez.
Atrás queda Todas las personas que mueren de amor (2015), donde vislumbro un experimento necesario para sentar una nueva prosa sobre otras referencias: los mismos temas, pero contados desde otros prismas. Es una novela de transición, un puente, donde el autor necesita dejar claro que atrás queda una etapa y que en su voluntad se asienta el deseo de iniciar otra. Por eso, cambian los lugares, cambian los personajes (más obsesivos, más introvertidos, más perturbados), cambia incluso el tiempo histórico (consolidando en el lector la idea de relato inspirado en la actualidad, frente al relato del pasado de las obras herreñas y el relato futurible de las novelas posteriores); cambia incluso el narrador, que ahora se vuelve más personal, más protagonista, más sujeto a esa primera persona del singular que se convierte en un recurso gramatical para que el relato adquiera, en su faceta connotativa, más tintes autobiográficos.
Llega La ternura del caníbal y atrás se sitúan, como ya he apuntado, el ciclo herreño y la novela puente; y queda como primer eslabón de la nueva etapa El pacto de las viudas. Dos señas destacables de las muchas que pueden apuntarse unen a los dos últimos títulos de nuestro autor: por un lado, la presencia de escenarios que giran en torno a núcleos espaciales que se erigen como auténticos agujeros negros, pues todo parece condicionado por su presencia, nada escapa a su atracción: Isla Calibán en El pacto; La Ciudad, en La ternura.
Por el otro, la existencia de personajes que viven envueltos en profundos conflictos de identidad y de percepción de la realidad que, a efectos novelísticos, se enmascaran bajo el manto de una trama amorosa que gira en torno al final de una relación y sus consecuencias desastrosas. Creo firmemente (y aquí sé que tengo quienes no me acompañan) que el amor es un pretexto en esta novelas, una vana excusa narrativa que se asienta sobre los “oceánicos” niveles de interpretación que cabe hacer de una lectura y sobre los que ya me he pronunciado en alguna que otra ocasión: en la superficie, cualquier lector acepta la historia o las historias sin más, con sus particulares dosis de tramos amorosos, tramos eróticos y tramos violentos; a medida que se va hacia el fondo y empiezan a tener validez interpretativa hasta el blanco de los interlineados, comienzan a desgranarse los distintos estratos de comprensión del texto a medida que se van descubriendo los sentidos que encierran las metáforas y los símbolos del texto poético. En el fondo, hacia el final del proceso, donde solo llegan los especialistas (o el círculo muy próximo al autor), se obtiene la asimilación total de la obra, el entendimiento (si no absoluto, sí muy elevado) de todas las claves que explican la compleja articulación de la creación lingüística.
La novela de amor se queda en la superficie; la del compromiso social, seña esencial de nuestra obra, mucho más al fondo. Entiendo por compromiso social toda posición de denuncia que asume un autor ante temas que afectan al bienestar colectivo como son la existencia de situaciones consideradas injustas, inmorales y/o inaceptables para una sociedad avanzada que debería tender hacia la igualdad, la dignidad de sus integrantes y el acceso a los bienes comunes. Importa la aclaración para enfocar preguntas como la siguiente: ¿Qué diferencia al enajenado Gregorio Samsa, que amanece un día convertido en aquello que sentía que era como trabajador y como individuo, de cualquiera de los caníbales que atacan a un banquero (pieza 1), a cuantos presiden un desfile (pieza 20), a los empresarios de una fábrica (pieza 40) o a los congresistas y senadores (pieza 42)? Una primera respuesta de tantas que cabría apuntar nos lleva un contundente: “la ira”. Gregorio somatiza su situación; los caníbales, en cambio, la proyectan transformándose, cambiando la impotencia por la rabia. Si observamos esta furia desde una perspectiva sincrónica, puede llegar a parecernos desproporcionada, puesto que llegar a ser caníbal es ir más allá de una simple expresión de malestar; pero, si le aplicamos una visión a largo plazo dentro del conjunto de símbolos que encierra el relato, esta manifestación de cólera puede que llegue a ser el último estertor que le resta al ciudadano antes de pasar a formar parte de la categoría social de los humillados, los desarraigados de La Ciudad.
El rasgo de actualidad es una marca identificativa de la nueva etapa y en la obra que nos convoca este trazo es tan acusado, sobre todo en lo tocante a la crítica social y a la extensión y retórica expansión de un vocablo tan potente en nuestra obra como es “enajenar” (mucho más que “alienar”), que es inevitable dejar cuanto antes la superficie (chico conoce a chica, chica acepta a chico y…) para ir lo más al fondo que sea posible. Habrá quienes decidan visualizar las cuatro partes de la novela como el resultado de estructurar una historia de amor que se aclara en el epílogo y que concede protagonismo narrativo a los dos personajes amantes: en la primera parte, Pablo; en la segunda, es Melany quien asume la palabra. Yo no acepto esa lectura. No la veo. El amor es el celofán, el envoltorio, la carcasa, el pretexto, en suma, que sirve para esconder las verdaderas intenciones de la escritura, escondidas tras las alegorías que representan los caníbales y los humillados, la ciudad con sus cuatro torres y la no-ciudad vista desde su edénico Populus, y ese aroma a descomposición que parece flotar permanentemente en el relato. El acceso a la última novela de Álamo de la Rosa debe hacerse atendiendo antes a la conexión que le une con La metamorfosis de Kafka, Ensayo sobre la ceguera de Saramago y La carretera de McCarthy, por espolvorear tres títulos que detecto, que a lo que le puede vincular con cualquiera de los grandes textos sobre el género de los afectos, con toda la dosis de dolor a cuestas que les es propia. Es más, estoy hasta por pensar que la voz “caníbal” en el título cumple la misión de que el lector no piense lo que no debería ante el término “ternura”.
La ternura del caníbal está dividida en 48 piezas textuales distribuidas a lo largo de cuatro bloques. Prefiero hablar de piezas antes que de capítulos porque todas forman parte de una articulación compuesta por escenas trasladables: el orden que tienen puede alterarse sin que ello conlleve una modificación del sentido último que ofrece el producto literario. El vocablo “capítulo” connota parte de un todo secuenciado bajo una lógica narrativa presidida por la tradicional estructura de comienzo, desarrollo y final.
Cada uno de los bloques tiene su propio narrador. El primero se titula “Introito (para amenizar el baile)”, contiene una pieza sin identificar como tal y quien toma la palabra, da igual cómo se llame o cómo lo llame su acompañante, nos ofrece un poema de José María Millares Sall publicado en Esa luz que nos quema (2009): «Los / zapatos gastados / de arrastrar solo trozos de miseria / y buenos días al trabajo […]». La brevedad que lo caracteriza es proporcional a su significación, que solo es detectable cuando ya se han leído los otros tres bloques. Hasta muy avanzada la novela no sabemos quién es el recitador; y hasta el final no es posible entender el sentido del poema y, si me apuran, hasta del título de la obra de Millares Sall que lo contiene. Como tiene que ser, nada se ha puesto al azar, todo obedece a un plan que, a mi juicio, pasa por sembrar de desconcierto al lector en este primer bloque para, acto seguido, comenzar el segundo con una escena violenta, desgarradora, dura… que evoca el principio de la célebre El año de la seca (1997).
El segundo bloque, intitulado “Primera parte (del susto)”, consta de 47 piezas identificadas. Pablo, cuyo nombre no aparece mencionado ni una sola vez, asume la voz narrativa, que se emite desde el exterior de las cuatro torres. Suyas son la descripción de La Ciudad (pieza 2) y de sus miserias, como la escena de los que buscan comida entre la basura de la pieza 14. No le gusta su trabajo en la fábrica ni quienes la dirigen (piezas 13, 38 y 41); no le gusta una vecina vieja y su pequinés (piezas 32-36); no le gustan los políticos (piezas 5 y 42); no le gusta cumplir con la asistencia obligatoria a los desfiles (pieza 18); no le gusta el trato que recibe de su compañía de seguros, donde deja caer un elocuente «no soy un caníbal, al menos por ahora» (piezas 8 y 17); no le gusta la idea de tener un hijo (pieza 28), etc. Todo lo que no le gusta se traduce o en un ataque caníbal (piezas 1, 20, 36…) o en las consecuencias destructivas propias de un ataque caníbal por su desproporción: muerte de la vieja y su perro, ruptura con Melany, descenso inclemente hacia la degradación más absoluta, la pérdida todo lo que fue.
El tercer bloque, que responde al título de “Segunda parte (de la interferencia)”, va de la pieza 48 a la 70 (veintitrés piezas identificadas). En este apartado de la novela, Melany cuenta la búsqueda que hace de Pablo para explicarle el porqué de su ruptura e informarle de que es el padre de su hijo. Como no lo encuentra al principio (piezas 48-50), decide ir a las cuatro torres para tratar de localizarlo allí. Su voz se proyecta desde el interior de estas edificaciones, que describe como hiciera Pablo con La Ciudad. La narración de lo que contempla (indigencia, decrepitud…) no difiere del mundo que recoge la primera parte; es más, cabría plantear la imagen de las torres como una muestra pequeña de lo que es la ciudad donde están: los pisos diferencian a los colectivos (viejos frente a jóvenes) y hay barrios internos cuyas señas de identidad son el estilo musical de sus habitantes (pieza 53); hay grupos de corte paramilitar (los de las Botas Militares) que cabe ubicar en cualquier ideología de masas (piezas 55 y 57), etc. Nada dentro de las torres es muy diferente a lo que hay, en general, fuera de ellas; las únicas distinciones, cuando las hay, son de carácter material. En todo lo demás, el nivel de similitud es más elevado de lo que cabría pensar a tenor de los contrastes existentes entre las diferentes clases sociales que pululan en la gran urbe.
La parte de la interferencia está dividida, a su vez, en dos grandes áreas expositivas: la de la multitud, desde que Melany entra en las torres, contempla y conoce a muchas personas (las mentadas Lucía y Marina, Natalia y Blencys, Marc y Arminda, y Pedro), que cabe situar entre las piezas 51 hasta la 58; y la que se centra en su convivencia con Pedro, un exbaloncestista que acumula libros de segunda mano que encuentra en los contenedores de basura y que sobrevive gracias a las limosnas que le dan cuando declama poemas o hace filigranas con el balón (piezas 59-70). En Pedro halla Melany a Pablo mientras declara en todo momento que le esperan en su casa, adonde no volverá, su marido Rodolfo y el hijo que tuvo con el reencontrado. Esta compleja maraña de vínculos y transformaciones (Pedro es Pablo según ella) conforma el sino de la protagonista en la mentada segunda área expositiva; un sino que me condujo a evocar la Ciudad de los Antiguos Emperadores que recoge el capítulo XXIII de la célebre La historia interminable de Michael Ende (1979); un sino que, en definitiva, se anuncia sutilmente en la pieza 55, cuando le reconoce a Arminda que ya no es enfermera y que donde trabajaba la estaban dando de lado «sobre todo a partir de que yo les empezara a hablar de los caníbales, del daño que estaban haciendo, cuando llegaban heridos a urgencias» y que se confirma plenamente en el espléndido epílogo, que abarca las piezas 71 y 72, y que lleva como subtítulo: “Para darte un final”.
Hago mío el apuntado enunciado del epílogo y, para darte un final, apelo a lo que ya anoté al principio: vuelve Víctor Álamo de la Rosa; el magistral orfebre de la palabra vuelve con una prodigiosa novela que es, ante todo, un extraordinario ejercicio literario que se articula como tal sin necesidad de hablar sensu stricto de literatura. Habla de poesía escribiendo poesía y haciéndolo a partir de las directrices lingüísticas y estéticas que, desde nuestra tierra, le han enseñado maestros como Luis Feria, Manuel Padorno, Isaac de Vega, Juan José Delgado… Vuelve nuestro autor para situarse en el lugar grande y amplio que le corresponde, donde sería recibido como uno más por nuestros clásicos gracias al profundo surco que su palabra poética ha logrado trazar en el devenir de la literatura en lengua española durante tantos años de escritura.
Si tuviéramos, como filólogos, libreros o bibliotecarios, que llevar a cabo el difícil quehacer de clasificar La ternura del caníbal, solo se me ocurre un lugar donde ubicarla: en una categoría con asterisco denominada Víctor Álamo de la Rosa. Esa es la única clasificación que admite. El asterisco significa “joya de nuestra literatura”. Con situarla en este punto ya lo hemos dicho todo.