I
Como escritor, a José Saramago le admito todo; y como devoto de sus escrituras, sean de la naturaleza que sean, aunque haya que señalar principalmente a las novelas como las verdaderas causantes de mi incuestionable fe, todo se lo perdono. Absolutamente todo. Es lo que hay.
El maestro portugués me iluminó para que fuera capaz de mirarme como creador mediocre con su Manual… de 1977 y para que me diera cuenta del poder transformador de las palabras en su Historia del cerco… de 1989, donde el trueque de un “sí” por un “no” basta para modificar un relato perdurable y la crónica de un mundo perturbado y perturbador que, con El año de la muerte… de 1984, aprendí a ver de manera dialógica junto a Pessoa/Reis. Me enseñó a querer al Pessoa del desasosiego; y a fijarme en la fortaleza de las sujeciones que conforman mi cosmovisión e idiosincrasia, especialmente singularizadas por mi condición isleña. Con su Balsa… de 1986 me pregunté por la mía y por la de mi mundo más próximo; que, con su Levantado… de 1980, observé que tenía los límites del huerto que me permiten arar para sobrevivir; unas barreras que, a su vez, con La caverna de 2000, frente al alfarero y el Centro, atisbé franqueables cuando me convencí de que solo el cambio hacia lo que consideramos que es mejor es posible si se hace por que sea real esa posibilidad. Me acordé entonces de una cita que aparece en el capítulo XVIII del Quijote de 1605: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro», le decía el hidalgo a su escudero.
De su mano aprendí que los males que aquejan a una sociedad (y, de alguna manera, los bienes) no son el patrimonio de una época concreta (el siglo XVI de su El viaje… de 2008 y los siglos XVII y XVIII de su Memorial… de 1982), sino que son intemporales porque casan con la condición misma del ser humano; y por eso, porque se asientan en el ser humano, capté la importancia de su Evangelio… de 1991, uno de los libros más revolucionarios que jamás había leído cuando lo asimilé, pues me permitió atisbar con mucha nitidez los márgenes ficcionales por donde fluye el mito fundacional del cristianismo (y, por extensión, de alguna manera, todos los mitos) y cómo, detrás de las metáforas, solo hay un hombre que, sobre los andamios del azar y siempre lleno de dudas, carga con sus creencias, sus debilidades y sus ambiciones. Esto me condujo, a su vez, a percibir con más intensidad la importancia del conocimiento, del valor supremo de la razón y, por extensión, de la ciencia para que sea posible la convivencia: si conocemos lo que es incuestionable porque se puede demostrar, podremos trazar unas reglas que permitan el tránsito de las emociones, los deseos y las suposiciones sin causar daño a nadie. A la orilla de mi entendimiento iban llegando estos mensajes mientras leía su Ensayo… de 1995 y descubría el alcance de un símbolo tan potente como el de la ceguera para describirnos como sociedad; como un conjunto de identidades que pasan la mayor parte de su existencia sumidas en un desconocimiento íntimo de sí mismas (aunque estén replicadas y se confronten mutuamente, como se cuenta en El hombre duplicado de 2002) y, a la vez, ignorándose hasta el punto de hacer de la recreación un fundamento para dar sentido a la vida, que es lo que le ocurre al don José de Todos los nombres, la novela que publicó nuestro autor en 1997.
Me encendió la “lucidez” para que viera los denuedos de los relativos poderosos por mantener su estatus y la indolencia de los gobernados cuando lo permiten, con independencia de si su condición es terrenal, como en el Ensayo… de 2004, o divina, como ocurre con Caín, de 2009, que leí de un tirón y que me hizo recordar de manera obsesiva una canción de mis años de BUP: “Hijos de Caín” de Barón Rojo, que apareció en el disco En un lugar de la marcha (1985), un título que parece estar en consonancia de algún modo con este artículo. Casualidades. ¿Casualidades? Sigo. Hablo de “relativos poderosos” porque en Las intermitencias… de 2005 quedó claro quién merece el calificativo de “poderoso absoluto”: la muerte o, mejor expresado, la Muerte, en mayúscula. Ella es y representa el factor más determinante de lo que somos como individuos y, por extensión, de lo que podemos hacer cuando nos agrupamos y le damos un sentido a nuestra cohabitación. Con esta novela llegué a la vitalista conclusión de que, gracias a que tenemos asumido el final, hemos aprendido a vivir acompañados de nociones tan abrumadoras como las del tiempo y el no-tiempo, y cómo esta conciencia deja su huella en las diferentes etapas de nuestra vida. Quizás sea este el libro más existencialista del sumamente existencialista Saramago.
A mirar al mundo con la debida seriedad y la necesaria comicidad, a relativizar los problemas para ser capaz de plantear posibles soluciones. Todo esto me enseñó. Su intensa y reconfortante luz me mostró un camino literario y vital que, al margen de si me ha llegado o no a convertir en buen caminante (o, simplemente, en mero paseante), he asumido como un vivificante regalo del azar. Podría no haber arribado nunca al puerto de sus páginas y, quizás, adquirir esa noción de andante en muelles ajenos, pero una vez que se asentó el maestro en el trayecto de mis lecturas, no he podido dejar de tenerlo presente. De él aprendí buena parte de lo que considero que es escribir e interioricé la virtud y necesidad de las relecturas para ensanchar el ámbito perceptible por el intelecto; y aunque nunca he leído ninguna de sus obras en su lengua natal, la propia, la que conocía y dominaba, el mucho tiempo pasado bajo su sombra me ha permitido constatar que la grandeza de un autor o autora suele inundar a cuantos trabajan en su universo: traductores, correctores, editores, etc.
Saramago es un don de la naturaleza que, sin pretenderlo explícitamente, posee la virtud de enseñarnos a ser mejores aprendiendo a ver y sentir de un modo alternativo el mundo del que formamos parte. No es un moralista, pero cuántos valores nos inculcan sus páginas; de ahí que sea inevitable preguntar: ¿En qué medida las cualidades propias de los líderes espirituales no le son atribuibles? Por eso he utilizado al principio vocablos como “devoción” y “fe”; y por eso me reafirmo en lo dicho nada más comenzar: que, como escritor, todo se lo admito… Todo. Y todo se lo perdono…, como cabe hacer con lo último que se ha publicado de él: la desconcertante novela La viuda, que ha tardado casi tres cuartos de siglo en ser traducida al español.
II
Bajo el impulso de los actos que conmemoran el centenario del nacimiento de José Saramago, que se celebrará en 2022, Alfaguara publica la primera versión en castellano de su ópera prima: La viuda, que vio la luz en la editorial Minerva de Lisboa en 1947 y que, como se nos apunta en la advertencia preliminar, tendrá «un título al que no se acostumbrará nunca» un por entonces joven escritor de 24 años que acaba de ser padre de una hija a la que llamará Violante: Terra do pecado. Una somera revisión de las ediciones que ha tenido la novela refleja su escaso o nulo éxito, pues no se volvió a editar hasta 1997, en la editorial Caminho; y solo porque su autor ya era una celebridad mundial, tanto que un año después recibiría el Premio Nobel de Literatura. Aunque sea incuestionable la cantidad de ediciones y reimpresiones que hubo en el citado año, en los siguientes (1998 y 1999, los del aura del laurel sueco, que acerca a los que nada saben del galardonado) y en algunos posteriores (2001, 2004, 2010 —cuando murió el autor— y 2015 —bajo otro sello, Porto Editora), creo que, con el tiempo, tanto la recepción de la obra como el producto en sí no alcanzaron a satisfacer a Saramago. De ahí ese medio siglo entre las dos primeras ediciones (1947 y 1997); cincuenta años que no justifico con el olvido, sino con un sutil desprecio o una lacerante incomodidad, o ambos sentimientos a la vez. ¿Pudo afectar este intuido desdén en ese dejar a un lado la que iba a ser su segunda novela, Claraboya, compuesta en 1953 pero no publicada hasta 2011, un año después de su fallecimiento? ¿Fue clave esta supuesta vergüenza para que abandonara cualquier voluntad hacia la prosa de ficción y, entre traducciones, se animase a publicar en 1966 un poemario Os poemas possíveis?
Sobre el convencimiento de la existencia de ese rechazo se asienta la validez de las cuestiones planteadas que, confieso, no puedo responder sin atender a una consideración: que La viuda tiene una importancia capital en la trayectoria del portugués; y no tanto por sus virtudes, sino precisamente por sus defectos (por denominarlos de algún modo). Tras la lectura detenida de la excelente traducción de Antonio Sáez Delgado, a quien agradezco el buen trabajo que ha hecho a la hora de hacer menos árido un texto tan encorsetado, tan rígido por su dependencia de los clásicos decimonónicos protagonizados por mujeres (Madame Bovary, por ejemplo); tras la lectura detenida, repito, fue un sorprendente hallazgo el paralelismo que hay entre las rutas novelísticas del portugués y de Cervantes, cuya primera novela fue La Galatea (1585), una obra pastoril con la que probó suerte en la literatura. Al no recibir el alcalaíno las «apacibles voluntades» de los lectores que esperaba, optó por dejar a un lado cualquier proyecto poético para ocuparse en otros quehaceres más productivos de cara a la supervivencia.
Veinte años separan La Galatea de la primera parte del Quijote (1605), su segunda novela; poco más de dos décadas hacen lo propio entre Claraboya y la obra que supuso el ascenso de Saramago a la consideración de gran escritor: Manual de pintura y caligrafía (1977), aunque se suele apuntar que el divino camino se inició con Levantado del suelo (1980). Claraboya, en la homología con Cervantes, vendría a ser la prometida y nunca cumplida segunda parte de La Galatea, que el español tenía avanzada en lo que respecta a muchos de los relatos que iba a insertar dentro de la trama principal; historias estas que, naufragado el proyecto editorial ante el poco éxito que cosechó su “galateico” estreno, acabaron ubicadas en sus novelas posteriores, fundamentalmente en el Quijote de 1605.
Como en la “prima” cervantina, la de Saramago sirvió para determinar por dónde debía ir el genial portugués. Vista con la perspectiva del tiempo y los acontecimientos, no es La viuda una obra de continuación, sino de transformación. Las circunstancias de su publicación y la constatación del producto final y sus consecuencias debieron conducir a nuestro ilustre canario de adopción a cambiar de dirección, que no de sentido, pues su voluntad, nos lo apunta en la advertencia inicial, era la de ser escritor. Ahí es donde cabe señalar la importancia de esta novela y la razón principal de la gratitud que le debemos los saramagófilos. Creo que el mito de San Pablo y su caída del caballo cuando iba hacia Damasco encaja a la perfección con la situación que planteo.
En comparación con el resto de la producción novelesca del maestro portugués (incluyendo, aunque a cierta distancia, Claraboya), quizás sea la obra que nos reúne la pieza más anti-Saramago. Carece de las virtudes que envuelven a sus hermanas: la percibo sin asideros literarios suficientemente atractivos, posiblemente por esa voluntad folletinesca que se detecta en su composición y que obedece, sin duda, al público que el autor tenía en mente como probable consumidor del producto libresco. A lo largo de sus 318 páginas se hace inevitable concluir que, a pesar de la presencia de algunos pasajes de alto valor poético, estamos ante el guion de una telenovela. Pero esta deducción viene con un aditamento fascinante: que nos hallamos frente a un dramón cuya singularidad y asombro no reside en su contenido (que es el previsible en este desacreditado género literario), sino en la consecuencia de su publicación; o sea, en la importancia que tuvo para la trayectoria novelística de Saramago hasta el punto de que lo hubiésemos perdido si A Viúva (título que deseaba que tuviera) o Terra do pecado (enunciado que le impusieron) hubiese triunfado; como hubiésemos perdido el Quijote si La Galatea le hubiese franqueado a su autor las puertas de la corte y hubiese cumplido con el propósito de conseguir en América, por ejemplo, una de las vacantes que había. Por eso agradezco tanto la existencia de esta ópera prima “saramaguiana”, aunque no me haya causado ninguna perturbación estética y me obligue a situarla en las antípodas de lo que constituye el legado edificante e inmortal del portugués.
III
La novela está dividida en 25 capítulos sin enunciar más una advertencia sobre la que algo he apuntado hace ya unos cuantos párrafos. Es una pieza muy interesante por lo que tiene de autobiográfica, aunque esté escrita en 3ª persona. Se redactó con posterioridad, cuando ya era conocido; y se remató, no sin ciertas dosis de retranca, con una afirmación clara acerca del poco éxito que tuvo: «Realmente, a juzgar por lo visto, el futuro no tendría mucho que ofrecer al autor de La viuda».
Una cita de Martín de Riquer hablando de La Galatea sirve para situar la posición que defiendo sobre esta analogía planteada entre las dos novelas y, de paso, como introducción al sucinto análisis que me puedo permitir en estas páginas. Decía el maestro catalán en 1978:
«No olvidemos algo fundamental y que los técnicos en literatura suelen callar o disimular: toda obra literaria que aburra o hastíe a un lector moderno culto es una obra que ha fracasado, aunque tenga un gran valor como documento de ideología o de lenguaje y estilo. De ahí que conceptuemos La Galatea de Cervantes un fracaso. Al autor del Quijote tenemos el derecho de exigirle que siempre nos diga algo que llegue a nosotros, que esté a nuestro lado y, sobre todo, que no “pase de moda”. Para calar hondo en la cultura y en las opiniones literarias de Cervantes La Galatea es, sin duda alguna, un elemento precioso: nos revela sus ideas sobre el amor, la naturaleza, el tiempo, el hado, la literatura, etc., pero constantemente, por más esfuerzos que hagamos, recordamos con nostalgia los profundos y humanísimos episodios del Quijote. Quede bien claro que no menospreciamos La Galatea, pero siempre que la hemos leído u hojeado ha sido por obligación, porque somos profesores de Literatura, y evidentemente, si no la hubiera escrito Cervantes nos parecería mejor».
No desdeño La viuda. No podría. Tampoco creo que, en sentido estricto, la obra se lo merezca. Es cierto que hay pasajes que me superan y que, de no llevar la firma de Saramago, mi actitud hacia el título sería muy poco benevolente. Pienso, por ejemplo, en los primeros seis capítulos (75 páginas), los de las desgracias: fallecimiento del patrón, pulmonía de M.ª Leonor, la protagonista; incendio del pajar; depresión de la señora… Reconozco que no los hubiese recorrido si no fuera porque su autor es el maestro portugués.
El séptimo arregló algo el asunto, gracias en buena medida a la «pequeña lección de metafísica» que la viuda dicta a su principal criada, Benedita, quien ve en M.ª Leonor alguien fascinante y, a la vez, desconcertante; pero a continuación, con el octavo, la incipiente “alegría” de lector se chafó con un empalagoso capítulo dedicado a la celebración de Nochebuena. El noveno amaga con una pequeña subida (cambios de humor de la señora, quizás porque le hace falta un hombre —como llega a decir la criada Joaquina—, y empeoramiento de la relación con la referida Benedita), pero en el décimo me encuentro nuevamente con uno que, a mi juicio, es insustancial: el del examen de Dionisio, el primogénito de María Leonor. Reconozco que las partes de la novela donde los niños adquieren protagonismo me resultan (por decir algo suave) sumamente prescindibles: la recogida de Joao en la estación (XXI), la pesca con Sabino (XXIII)… Me sobran, lo admito. Las justifico como posibles ejercicios de remembranza personal de su jovencísimo autor, pero poco más.
Al finalizar el capítulo XIV, tras una situación embarazosa protagonizada por M.ª Leonor y Antonio, el hermano de su difunto marido, la novela alcanza su punto álgido; o sea, el instante que condicionará irremediablemente el desarrollo de la historia que está por contarse y que se progresará a partir de dos binomios contrapuestos y, a la vez, necesarios entre sí: por un lado, la relación de odio/temor que mantienen la señora y su principal criada; por el otro, el vínculo de dependencia (aunque con enfoques diferentes) que sostienen la viuda y el doctor Viegas. Visto con la eficaz perspectiva que da la lectura completa de la novela, estas dualidades, como trazado conceptual previo a la composición, están muy bien planteadas, a pesar de que su desarrollo en los capítulos posteriores se presente lleno de altibajos: trozos admisibles y mejorables conviven en unas páginas que, según el interés del joven escritor, como nos cuenta en la ya referida advertencia, podían haberse publicado en la Parceria António Maria Pereira, la editorial más antigua de Portugal, fundada en 1848.
Aun así, aceptando que no ha sido una experiencia gozosa la lectura de La viuda, debo reconocer la existencia de momentos que han merecido la pena ser leídos y que en este sucinto análisis se han de atender con sumo cuidado, pues estamos ante una obra donde importa más el “qué” y queda en un segundo plano el “cómo”; o sea, interesa más la progresión de los acontecimientos narrados y bastante menos la solidez de la escritura poética. Por eso, conviene ser prudente a la hora de apuntar las virtudes porque no es aceptable desenmascarar situaciones que los lectores han de descubrir por sí solos, sobre todo si desean conocer el trazado de una obra que jamás le hubiese dado a su autor lustre alguno.
Tengo para mí, como momentos sobresalientes, varias intervenciones de la dubitativa y contradictoria M.ª Leonor y del vitalista doctor Viegas en las que percibo retazos del Saramago que adoro y que me demuestran cómo la magnificencia del creador se impone, aunque se intente constreñir por las razones que sea (estrategia comercial, conflicto creativo y/o ideológico, etc.). Si tienes a mano el libro, verás estas perlas en las páginas 46-47, 83-84, 86-87, 200-202, 237… Ve a ellas si sientes curiosidad; luego, para que sean plenamente comprensibles, contextualízalas con la lectura de la novela. Son momentos extraordinarios en los que se destacan la defensa a ultranza de la vida y del sentirse vivo por encima de cualquier directriz divina, y la normalización de los instintos que nos hacen humanos, como son la atracción y el deseo carnal.
También reconozco que la relación amor-odio entre la señora y Benedita es un acierto en la medida que permite ahondar en la personalidad de la criada, quien me resulta en líneas generales más interesante que la propia protagonista, pues se halla envuelta en una constante de sentimientos contradictorios que vienen “trampeados” por lo que de ella nos cuenta el narrador. ¿Es la mala que a veces creemos que es o es, realmente, en última instancia, la verdadera víctima, la damnificada de los acontecimientos que suceden en la Quinta Seca desde que murió Manuel Ribeiro, el amo? Vamos sorteando su inflexión y laxitud, compartida de alguna manera con la actitud de su señora, quien en un determinado momento, delicioso y clave para comprender el sentido de la historia, llega a confesar al doctor Viegas que teme a la criada:
«¡Es a mí misma! Me parece que ella no es más que un desdoblamiento de mi personalidad, otra María Leonor vestida de modo diferente y que se ha puesto una máscara para que no la reconozca. Y ahora me pregunto si la verdadera Benedita volverá un día, como yo la he conocido, amiga y buena, casi hermana».
Solo muy al final podemos percibir la razón de la lucha interna que ha venido manteniendo la criada y, lo más extraordinario aún, la que a su vez también ha llevado a cabo Saramago para contener la fuerza de este personaje que muy bien podía haber inspirado el título de la novela:
«María Leonor levantó la cabeza, asustada, implorante. En sus ojos había tanto miedo que la criada se quedó impresionada, perpleja. Y como si la última nube que la impidiese ver con claridad se hubiese disipado en aquel instante, Benedita, de repente, comprendió toda la enorme tragedia de María Leonor, el tenebroso motivo que casi la había hecho perderse con…» [no puedo seguir].
Creo que el final es, dentro de lo que cabe, el mejor de los posibles: coherente con la manera de ser de los tres personajes principales y con esa pizquita de intensidad y sorpresa que ayudan a esbozar una sonrisa de satisfacción cuando la experiencia lectora toca a su fin. Enorme acierto, sin duda; y gran tema de fondo el abordado en La viuda que la prudencia me obliga a no explicitar. Reconozco que merece la pena sobrellevar buena parte de la novela con tal de llegar al premio de los capítulos XXIV y XXV, y constatar que, de esta obra, es posible que el único superviviente en el camino literario del maestro portugués sea el doctor Viegas. Quizás porque su sombra está de algún modo detrás de los narradores que a partir de 1977 comenzaron a edificar para la posteridad el nombre de José Saramago, el padre de Violante.