I. Dos deseos, no más; y, con gusto, pagaría con mi vida su cumplimiento. Dos deseos: dos respuestas. Dos luces pido que, porque lo sé, jamás me serán reveladas. Dos oscuras huellas han de quedar de mi petición, dos marcas que servirán para confirmar esa suerte de totalidad truncada que habrá sido mi existencia.
Dejada sin contestar la primera, la segunda: ¿quién fue el primero que en sus venas tuvo la misma sangre que hemos compartido? ¿Quién, en el mapa de caminos temporal y espacial por donde han circulado nuestras sangres, hizo por vez primera el cambio de carga a su descendiente? ¿Quién está al otro lado de la gran soga de nuestra existencia: yo soy un extremo, en uno estoy, al final; ¿quién está al principio del tramo?
En esta renuncia a la eternidad, desandar el camino procede, echar una última mirada a todas las huellas dejadas por la carga. El trayecto es largo. Llevo demasiado tiempo en la Tierra. Muchos dioses hasta llegar a donde ahora estoy, aquí, con el horizonte crepuscular limpio, y lejana y oscura la alborada.
II. Miramos la brújula de la sangre. Echamos las cuentas de la aproximación. Testimonios veraces: hasta el último tercio del siglo XIX. Nombres y apellidos, lugares y posiciones. Se sabe quién es quién, quién dio la carga a quién y quién recogió la carga de quién. El árbol es nítido; sus ramas, visibles.
Anotamos la teoría: «dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos trastatarabuelos, sesenta y cuatro pentabuelos, ciento veintiocho hexabuelos, doscientos cincuenta y seis heptabuelos, quinientos doce octabuelos, mil veinticuatro eneabuelos, dos mil cuarenta y ocho decabuelos…». En números: 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1.024, 2.048… Once niveles con una denominación que los reconoce. Once más uno; uno, el que represento. Doce en total.
En las cuentas de la aproximación, calculo tres niveles por siglo: como soy el primero, el siglo XX llega hasta los abuelos. Todo, cercano. El siglo XIX, no muy lejano, recogería a los bisabuelos (¿alguien hubo entre ellos que lamentara que España perdiera Cuba, Puerto Rico y las islas Filipinas?); los tatarabuelos (¿alguno dijo a su hijo: «No veas el revuelo que se montó con la muerte de Abraham Lincoln en 1865; en la calle, todo el mundo hablaba de su asesinato»?); y los trastatarabuelos (¿alguien comentó con algún vecino: «Es increíble, el vapor consigue que se muevan vagones; no hacen falta animales»?).
El XVIII haría lo propio con los pentabuelos (¿alguien supo de la contienda que se había montado por entonces en Francia y llegó a preguntar: «Y ¿quién es ese tal Napoleón que dicen que está haciendo de las suyas?»?); los hexabuelos (¿alguno pudo estar en Dublín, en 1742, y ver un cartel en la puerta del New Music Hall anunciando un concierto benéfico y decir: «Me pasaré a ver de qué va»?); y heptabuelos (¿hubo quien lamentó vivir en una tierra de volcanes, sobre todo después de las numerosas erupciones de Timanfaya en Lanzarote?).
Los octabuelos (¿alguien, en la comunidad de Salem, gritó: «¡Brujas! A la horca con ellas»?), los eneabuelos (¿alguno dijo: «¿No es aquel Thomas Farriner? ¿Qué hace saliendo por una ventana del piso de arriba? Por cierto, ¿no hueles a humo?»?) y los decabuelos (¿hubo quien, en alguna venta, en algún campo, tras una dura jornada de trabajo, se deleitó oyendo la historia de Don Quijote de la Mancha recién impresa?) se quedan en el siglo XVII. ¿Y luego?
El gran lexicón carece de sustantivos para secundar la retahíla del camino de los siglos siguientes: XVI, XV, XIV, XIII, XII, etc. Pero en esas centurias estuve. Mi sangre respiró el devenir de sus coetáneos durante estos cientos de años. Miles. Sigo con la teoría. ¿Para qué están los prefijos? ¿Para qué las sumas? Para crear realidades. Anoto: tras los decabuelos, tengo 4.096 endecabuelos (¿hubo quien pudo llegar a decir: «Pues no me parece una mala idea, Miguel. Publica el libro y a ver si hay suerte. ¿Cómo dijiste que se titula? ¿La Galatea?»); 8.192 dodecabuelos (¿alguien, de todos los que son, estuvo en Cuacos de Yuste el 21 de septiembre de 1558 y dijo: «Se ha ido quien para la Historia jamás se irá»?); y 16.384 tridecabuelos (¿alguien contempló el retrato de Lisa Gherardini recién pintado?). Cierro así el siglo XVI. Dieciséis mil…
El camino de regreso al principio es casi tan extenso como ese universo observable que recorrí para llegar hasta la respuesta a la primera pregunta. Aquella que no me fue revelada. La teoría me ha de conducir a un viaje más productivo en esta segunda búsqueda de la respuesta. ¿«Más productivo» digo? Anoto lo que sigue planteándome el trayecto más simple: el de la genética, aunque sepa que a medida que me alejo más improbable es que en mis genes haya testimonios ancestrales. Por eso me ciño en mi búsqueda al principio que determina el vínculo esencial: el de «A da lugar a B» y «B viene de A».
Sigo mi camino hasta el origen, hasta el lugar temporal mismo donde se haya la respuesta a la segunda pregunta: la respuesta teórica; la respuesta, al menos, verosímil…
Llego al siglo XV: de los 32.768 tetradecabuelos que tengo, ¿hubo quien, al saber esto: «Que si en algun tiempo los moros que están captivos en poder de cristianos huyeren á la ciudad de Granada ó á otros lugares de los contenidos en estas capitulaciones, sean libres, y sus dueños no los puedan pedir ni los jueces mandarlos dar, salvo si fueren canarios ó negros de Gelofe ó de las islas», se preguntara por qué no tenía derecho a ser libre?; y de los 65.536 pentadecabuelos, ¿alguien, viendo el recién impreso Salterio de Maguncia, dijo: «Es extraordinario. Es como ver un cuadro compuesto solo por letras»?; y de los 131.072 hexadecabuelos atados a mi tramo, ¿alguien estuvo por el Mercado Viejo de Ruan el 30 de mayo de 1431 y exclamó: «Pero qué va a ser hereje ni nada, por Dios, si es solo una cría»?
Ahora, me sitúo en el siglo XIV: de los 262.144 heptadecabuelos de donde procedo, ¿hubo quien llegó a pensar en Kalmar que Margarita Valdemarsdotter tenía un lugar singular en la historia de la Humanidad?; entre mis 524.288 octadecabuelos, ¿alguien estuvo en la solemne cabalgata donde se dice que Luis de la Cerda, alias el Desheredado, recién nombrado Príncipe de la Fortuna tras la bula que firmó el papa Clemente VI, el 15 de noviembre de 1344, en Aviñón, se mojó de tal manera por culpa de la lluvia copiosa que cayó que la situación dio en pensar que aquel era el funesto comienzo de un mandato que presagiaba un infausto final?; de ese 1.048.576 de nonadecabuelos que me corresponde, ¿alguno habló de esa persistente hambruna que inundó la cotidianeidad durante más tiempo de lo esperado?
En el siglo XIII, mis raíces se dispersan en 2.097.152 de icosabuelos (¿alguien, en Sevilla, viendo llegar el cortejo fúnebre, exclamó: «¡Qué sabio quien nos ha dejado!»?), 4.194.304 de henicosabuelos (¿alguno llegó a pensar que eso de las cruzadas, a tenor de los resultados, empezaba a ser un vergonzante disparate?) y 8.388.608 doicosabuelos, de entre los que pudo haber alguien que perdiera la vida en Jaén en julio de 1212.
Siglo XII, sigo: ¿quién de mis 16.777.216 de triicosabuelos fue lucentino y lamentó la marcha de su vecino Ibn Rushd? ¿Quién de mis 33.554.432 de tetraicosabuelos estuvo en la Isla de la Cité en mayo de 1163 y pensó en que más valdría la pena preocuparse de otras cosas y no de construir otro edificio religioso, esta vez al lado del río Sena? ¿Quién de mis 67.108.864 de pentaicosabuelos, apesadumbrado, recitó un día de febrero del 26: «Farai un vers de dreit nien. Non er de mi ni d’autra gen; non er d’amor ni de joven; ni de ren au. Qu’enans fo trobatz en durmen sus un chivau»?
Un instante en el siglo XI para preguntar por si, entre los 134.217.728 hexaicosabuelos que tengo, hubo quien gritó: «Venga, Turoldo, sigue con la canción; venga, un poco más y nos vamos a dormir»; o si hay entre mis 268.435.456 heptaicosabuelos quien, a mediados de siglo, mirara al cielo chino y contemplara cómo una supernova explotaba y desprendía una luz intensa que duró poco más de veinte días; o, por último, si alguna mujer ubicada en el grupo de mis 536.870.912 octaicosabuelos, viendo la compleja lectura que tenía el abigarrado códice que manejaba (que si la palabra del Señor, que si la pasión y martirio de Cosme y Damián, que si los sermones del beato Agustín…), dijo: «Yo creo que no sería una mala idea anotar en el margen algunas aclaraciones porque hay partes que no se entienden tal y como están escritas».
Siglo X. Tan lejos; tan cerca, en el fondo. Sumo: 1.073.741.824 de nonaicosabuelos entre los que tuvo que haber uno que, posiblemente, pasó lleno de temor el último día del siglo creyendo que mañana sería definitivamente el fin del mundo; y uno de entre mis 2.147.483.648 de triacontabuelos que, aunque luego se arrepintiera de ello, llegara a pensar que ese tal Octaviano de Túsculo, al que habían hecho pontífice, se estaba pasando un poco de la raya y que a ver dónde estaba Dios para poner un poco de orden en su casa; y, por último, uno de los 4.294.967.296 de hentriacontabuelos contabilizados que gritara: «Pero, ¿qué haces? Deja Al-Hayar-ul-Aswad donde está».
Siglo IX. 8.589.934.592 dotriacontabuelos (¿hubo entre ellos quien comentó que el papa Esteban VI estaba mal de la cabeza y que para declarar ilegal el acceso al cargo de su homólogo Formoso no hacía falta profanar su tumba?); 17.179.869.184 tritriacontabuelos (¿alguno le dijo a su compañero de barco, por lo bajo, para que no le oyeran: «Oye, ¿por qué estamos navegando hacia París? ¿Qué se le ha perdido a nuestro rey Ragnar Lodbrok allí?»?); 34.359.738.368 tetratriacontabuelos (¿alguien estuvo en Aquisgrán el 28 de enero del año 814 y sintió, a eso de las nueve de la mañana, como un pequeño escalofrío recorriendo su cuerpo?).
El siglo VIII me recibe entre los brazos de mis 68.719.476.736 pentatriacontabuelos, entre quienes tuvo que haber alguien que estuviera en Córdoba en verano de 786 y oyera que donde estaban los restos de la Basílica de San Vicente iba a comenzar la construcción de una mezquita; los de mis 137.438.953.472 hexatriacontabuelos, donde hubo quien pudo ser testigo de cómo la Princesa Abe, ascendida al Trono de Crisantemo, pasaba a ser la emperatriz Koken Tenno hacia mediados de siglo; y los abrazos de los 274.877.906.944 heptatriacontabuelos que tengo y que a todos miro para preguntar: ¿alguno estuvo cerca del río Guadalete en julio del 711 y presenció cómo las fuerzas del Califato Omeya acabaron con la presencia visigoda en la península ibérica?
549.755.813.888 octatriacontabuelos me sitúan en el siglo VII. Al hallarme entre ellos, no puedo evitar la pregunta: ¿hay entre ustedes alguien que estuviera conforme en el año 681 con asentarse cerca del delta del Danubio porque aquel era un buen lugar para vivir? Sus padres, los 1.099.511.627.776 de nonatriacontabuelos que tengo, han de responder a otra pregunta: si entre ellos alguno dijo en el año 654: «Hay que ver lo que ha hecho este Recesvinto con este libro de juicios; sin duda, es una cosa única. A muchos no le hará mucha gracia, ya verás». A los padres de sus padres, mis 2.199.023.255.552 tetracontabuelos, les he de preguntar si, en julio del año 622, coincidió con un tal Mahoma en que, dado el mal ambiente que había en La Meca, lo mejor era emigrar a Medina.
Llego al siglo VI para contemplar a los 4.398.046.511.104 hentetracontabuelos que me corresponden y preguntarme si alguno trabajó, a finales de la década de los noventa, como mercader en la ruta caravanera que había entre Damasco y La Meca. Los 8.796.093.022.208 dotetracontabuelos adheridos a mi tramo me conducen a la posibilidad de que, entre ellos, hubiese quien se irritó con las conclusiones del sínodo de Constantinopla del año 543, que iban en contra de algunas afirmaciones de Orígenes, como la inexistencia del infierno como lugar de condena eterno. Seguro estoy de que, en los 17.592.186.044.416 tritetracontabuelos que me pertenecen, alguno dijo en Rávena, el 30 de agosto de 526: «Qué buen romano este bárbaro que se nos ha ido».
De los 35.184.372.088.832 de tetratetracontabuelos que tengo (porque los tengo, al menos teóricamente) y que me acogen en el siglo V, uno de ellos, el 4 de septiembre de 476, dijo que deponer al pequeño Augusto solo podía significar que todo se había ido ya al carajo y que al imperio romano de Occidente le quedaba nada para desaparecer. Hacia el año 453, uno de mis 70.368.744.177.664 pentatetracontabuelos debió exclamar que, por fin, la hierba ya no tenía impedimento alguno para volver a crecer; y uno de los 140.737.488.355.328 hexatetracontabuelos que forma parte de mi árbol familiar anunció a sus vecinos de la actual Annaba, el 28 de agosto del año 430, si mal no recuerdo, que había fallecido el venerable y sabio Agustín.
Entre los 281.474.976.710.656 heptatetracontabuelos que me dieron origen en el siglo IV, hubo quien viviera en Alejandría hacia finales de la década de los noventa y dijera a sus hijas que viesen en Hipatia, la afamada vecina, un ejemplo de mujer del futuro. Y hubo uno de mis 562.949.953.421.312 octatetracontabuelos que se hallaba en Estambul hacia el año 360 y contempló extasiado la Iglesia de la Santa Sabiduría de Dios, recién convertida en catedral ortodoxa. ¿Quién duda de que una persona, una sola, de los 1.125.899.906.842.620 nonatetracontabuelos que tengo dijera en mayo de 305: «¿Que abdica? ¿Cómo que abdica? Nadie deja el puesto de emperador. Qué disparate estás diciendo»?
Uno de mis 2.251.799.813.685.250 pentacontabuelos, en el siglo III, intuyó, tras la última incursión de las tropas del emperador Aureliano en el distrito real de Brucheion, que el fin de uno de los mayores centros culturales de toda la Antigüedad, la Biblioteca de Alejandría, era inminente; y uno de mis 4.503.599.627.370.500 de henpentacontabuelos dijo, mientras hojeaba en el año 263 Los nueve capítulos del arte matemático: «Mira, Liu Hui, esta recopilación está muy bien, pero no entiendo lo que dice y no hay manera de pillar de qué va eso del número Pi. Lo siento, amigo, no te ofendas», lo que refuerza una verdad universal: que mis dificultades para las matemáticas vienen de muy lejos. En el primer tercio de siglo habitan mis 9.007.199.254.740.990 dopentacontabuelos: ¿alguno, en Séforis, participó del dolor colectivo por la muerte, en 219, del rabino Judá Hanasí, quien compuso la Misná, la obra que fija por escrito la ley oral rabínica y que sirvió de base para el Talmud?
Dadas las cifras manejadas, razonable es plantear que, en el segundo siglo de nuestra era (II), uno de mis 18.014.398.509.482.000 tripentacontabuelos estuviera en Cartago (en torno al año 180, más o menos) y, al oír el nombre de Apuleyo, comentara con su círculo más cercano lo mucho que le habían gustado las aventuras de un tal Lucio que se convierte en asno. Y no dudo en este momento de que uno, al menos uno, de los 36.028.797.018.964.000 tetrapentacontabuelos que tengo estuviera en Roma a principios de la década de los sesenta y supiera de la existencia de un tal Galeno de Pérgamo que estaba adquiriendo una gran fama como médico; y no me cuestiono que alguien de entre los 72.057.594.037.927.900 de pentapentacontabuelos que tengo le dijera a Cai Lun, hacia el año 105, año arriba, año abajo: «La verdad es que no se parece al papiro ni al pergamino. Tiene una textura diferente».
Siglo I. 144.115.188.075.856.000 hexapentacontabuelos. Muchos fueron víctimas de la erupción volcánica del Vesubio durante los días 24 y 25 de agosto del año 79. Y de los heptapentacontabuelos que me corresponden (una cantidad que se eleva a 288.230.376.151.712.000), alguno estuvo en Roma el 23 de julio del año 64 y no dudó en lo más mínimo de que Nerón era el responsable del desastre que había padecido la ciudad durante los últimos cinco días. Por último, uno, solo uno, tan lejano y, a la vez, tan cercano, estuvo en Galilea o anduvo por Cafarnaúm o Nazaret durante el primer tercio de siglo. Uno de los 576.460.752.303.423.000 de octapentacontabuelos estuvo en Jerusalén y, seguramente, hacia el año 31 o 33, vaya uno a saber, cerca del Gólgota, le dijo a un amigo mientras contemplaba cómo un condenado portaba una cruz: «Oh, mi niño, ¿y qué esperas que pases? Si vas por ahí creando problemas y armando líos, al final ocurre lo que ocurre…».
Me paro. Veinte siglos. Dos mil años. Mi carga es muy pesada.
Sonrío. «Es absurdo», digo.
El retroceso desarticula las cifras del sentido común. La teoría soporta lo que la práctica no demuestra. ¿576 cuatrillones de octapentacontabuelos en el primer tercio del siglo I d.C. cuando la actual población mundial es de unos siete mil y pico millones y se prevé para 2030 unos 8.500 millones según la ONU?
En algún lugar de la distancia, los números han dejado de tener sentido; o no. ¿Quién sabe? Quizás la desproporción nos conduzca a plantear que, desde la perspectiva del trayecto y de lo que somos, en el fondo, todos los humanos llevamos con nosotros una suerte de vínculo consanguíneo que el camino ha ocultado. La tríada hijos-padres-abuelos multiplicada por los siglos nos conduce, en la teoría, al caos.
La deuda del monarca que quiso comprar el juego del ajedrez se vuelve asequible ante lo que ofrece este panorama de números difíciles de aceptar. Teoría paradójica. Como el problema de la casa y los obreros: si diez obreros construyen una casa en un mes; el doble lo haría en la mitad de tiempo; cuarenta, en una semana; ochenta en tres o cuatro días; ciento sesenta en dos días; trescientos veinte en un día y así hasta que la cifra conduzca a presuponer que miles la harían en apenas un minuto.
Sonríe el Diablo. «Literatura», me dice que es. Asiento con la cabeza.
III. Fallarán las cifras, pero no pueden hacerlo los vínculos. En mis venas, reales o emocionales, cabe suponer algún resto, aunque insignificante por las mezclas posteriores, que plantee la existencia de octapentacontabuelos. ¿Cuántos? Eso ya da lo mismo.
IV. Pienso ahora en los que jamás pudieron saber nada de ese tal Jesús de Nazaret, aunque estuvieran donde dicen que nació, y vivió, y predicó, y murió, y fueran vecinos de toda la parentela de la divinidad. Son los que precedieron al cristianismo. Otras fueron sus deidades. Su sangre, aunque sea solo desde el más ínfimo átomo, todavía circula en mi organismo. ¿Que quién hizo a quién? El hombre a dios, sin duda alguna. A cualquiera de los dioses habidos. Mueren dioses donde acaban civilizaciones. Sobreviven siempre los hombres. Mayor deicidio que esa carga traspasada de generación en generación no hay.
En el siglo I a.C., mis nonapentacontabuelos fueron hijos de mis hexacontabuelos, hijos a su vez de mis henhexacontabuelos; en el II a.C., estuvieron, de más jóvenes a más viejos, mis dohexacontabuelos, mi trihexacontabuelos y mis tetrahexacontabuelos. En el siglo III a.C., vivieron mis pentahexacontabuelos, hexahexacontabuelos y heptahexacontabuelos. En el…
Siguen y siguen más estructuras léxicas complejas que encierran vidas, como todas las recogidas en estas páginas; existencias repletas de amores, dolores, esperanzas y miedos, de días y de noches, de estaciones, de nacimientos y muertes, de ciclos naturales y de ritos. Nada me es ajeno porque todo, de un modo u otro, me pertenece en tanto que formo parte del tramo.
Sigo mi viaje al origen de mi tiempo en la Tierra asentándome en el siglo IV a.C., donde me esperan mis octahexacontabuelos, nonahexacontabuelos y heptacontabuelos; en el siglo V a.C., mis henheptacontabuelos, doheptacontabuelos y triheptacontabuelos; en el VI a.C., mis tetraheptacontabuelos, mis pentaheptacontabuelos y mis hexaheptacontabuelos; en el VII a.C., mis heptaheptacontabuelos, mis octaheptacontabuelos y mis nonaheptacontabuelos; en el VIII a.C. están mis octacontabuelos, mis henoctacontabuelos y mis dooctacontabuelos; en el siglo IX a.C., mis trioctacontabuelos, mis tetraoctacontabuelos y mis pentaoctacontabuelos.
Me detengo para tomar aliento. El punto de inicio sigue lejano. Lo que he recorrido hasta ahora, aunque largo, es tan corto… Siglo X a.C., allí me reciben mis hexaoctacontabuelos, mis heptaoctacontabuelos y mis octaoctacontabuelos; en el XI a.C., mis nonaoctacontabuelos, mis nonacontabuelos y mis hennonacontabuelos; en el XII a.C., mis dononacontabuelos, mis trinonacontabuelos y mis tetranonacontabuelos; en el XIII a.C., mis pentanonacontabuelos, mis hexanonacontabuelos y mis heptanonacontabuelos; en el XIV a.C., mis octanonacontabuelos, mis nonanonacontabuelos y mis hectabuelos. Quinientos años más que se suman al tramo.
Siglo XV a.C., ahí se hallan mis henhectabuelos, mis dohectabuelos y mis trihectabuelos; siglo XVI a.C., mis tetrahectabuelos, mis hexahectabuelos y mis heptahectabuelos; siglo XVII a.C., mis octahectabuelos, mis nonahectabuelos y mis decahectabuelos; siglo XVIII a.C., mis undecahectabuelos, mis dodecahectabuelos y mis tridecahectabuelos; siglo XIX a.C., mis tetradecahectabuelos, mis pentadecahectabuelos y mis hexadecahectabuelos; en el XX a.C., mis heptadecahectabuelos, mis octadecahectabuelos y mis nonadecahectabuelos.
Me paro al llegar al siglo XXI a.C. Aquí se ubica mi “antípoda” temporal. Cierro los ojos para verme al otro lado, en el año 2020 d.C., frente al ordenador y anotando que, en el veintiuno antes de Cristo, vivieron mis icosahectabuelos, mis henicosahectabuelos y mis doicosahectabuelos.
Quiero alargar la mirada del futuro y ver si puedo atisbar algo que me lleve hacia la mitad de mi siglo. Pero nada es nítido. Estoy y no estoy. Necesito alguna certeza. Me alongo hasta el último tercio de la centuria y sí, ahora sí, por fin, ya puedo verlo todo con absoluta certeza. La nada es nítida.
Contemplo el siglo XXII a.C., el período de existencia de mis triicosahectabuelos, mis tetraicosahectabuelos y mis pentaicosahectabuelos, vuelvo a mirar al otro lado, a la “antípoda” temporal de esta centuria, a ese todavía inexistente veintidós después de Cristo. Con más nitidez aún recibo ese clarísimo y prolongado negro, infinito como el universo, que me envuelve. «Liberación», pienso.
Ya no hay nada más allá. Estoy en el siglo XXII a.C. Ahora toca ver hasta dónde me conduce la memoria de los míos que vivieron más acá. Hasta llegar al tercer milenio, seré recibido, en el XXIII a.C., por mis hexaicosahectabuelos, mis heptaicosahectabuelos y mis octaicosahectabuelos; en el XXIV a.C., por mis nonaicosahectabuelos, mis triacontahectabuelos y mis hentriacontahectabuelos; en el XXV a.C., por mis dotriacontahectabuelos, mis tritriacontahectabuelos y mis tetratriacontahectabuelos; en el XXVI a.C., por mis pentatriacontahectabuelos, mis hexatriacontahectabuelos y mis heptatriacontahectabuelos; en el XXVII a.C., por mis octatriacontahectabuelos, mis nonatriaconta-hectabuelos y mis tetracontahectabuelos; en el XXVIII a.C. por mis hentetracontahectabuelos, mis dotetracontahectabuelos y mis tritetracontahectabuelos; en el siglo XXIX a.C., por mis tetratetracontahectabuelos, mis pentatetracontahectabuelos y mis hexatetracontahectabuelos; en el XXX a.C., por mis heptatetracontahectabuelos, mis octatetracontahectabuelos y mis nonatetracontahectabuelos.
En el año 3000 a.C. y en los noventa y nueve años siguientes (XXXI a.C.)estarán mis pentacontahectabuelos, mis henpentacontahectabuelos y mis dopentacontahectabuelos; en los cien años que abarca el siglo XXXII a.C., mis tripentacontahectabuelos, mis tetrapentacontahectabuelos y mis pentapentacontahectabuelos; en el siglo XXXIII a.C., mis hexapentacontahectabuelos, mis heptapentacontahectabuelos y mis octapentacontahectabuelos; en el siglo XXXIV a.C., mis nonapentacontahectabuelos, mis hexacontahectabuelos y mis henhexacontahectabuelos; en el XXXV a.C., mis dohexacontahectabuelos, mis trihexacontahectabuelos y mis tetrahexacontahectabuelos.
Llego al siglo XXXVI a.C. preguntando a mis pentahexacontahectabuelos, mis hexahexacontahectabuelos y mis heptahexacontahectabuelos por el mayor punto de inflexión de la Humanidad, el verdadero antes y después, el acto que representa en sí mismo todo alfa y todo omega: la escritura.
Detengo, pues, un instante la mía para ver nacer la palabra escrita. Me he quedado con que fue en el año 3500 a.C. A estas alturas, ¿importa la precisión? Pienso si al finalizar el siglo treinta y seis antes de Cristo alcanzó a pensar alguno de mis pentahexacontahectabuelos la trascendencia de aquellos trazos que sirvieron para dejar atrás la Prehistoria y para que hoy, evolucionados y presentes en este viaje al punto de origen, me hayan permitido evocarle desde la constancia teórica de su existencia.
Hago cálculos. La Historia de la Humanidad se ha concentrado en mis venas a través de 167 peldaños, de ciento sesenta y siete sustantivos que he cargado a mis espaldas y que juntos configuran mi historia; mas, he de ser preciso: hasta ahora, solo he hablado de mi historia desde la Historia. Queda la Prehistoria. Cierro los ojos. Recuerdo el criterio fundamental: tres yoes en cada siglo; hijo, padre y abuelo cada cien años.
En algún lugar leí que la Edad de los Metales comenzó en el año 5000 a.C. y el Neolítico, tres milenios antes, en el siglo LXXXI a.C. «Buenas cifras», pienso. Hay quienes hablan del 4000 y 10000, respectivamente. Hay quienes dan más y quienes menos dan. ¿Importa la precisión? En clave de siglos, quince separan a mis heptahexacontahectabuelos de quienes iniciaron una etapa donde sus hijos, nietos, bisnietos, tataranietos, choznos, bichoznos, hexanietos, octanietos, enanietos, decanietos… trabajaron con el cobre, bronce e hierro por vez primera, comerciaron y vivieron bajo una jerarquización social dentro de unas murallas. Quince siglos son cuarenta y cinco nombres más, cuarenta y cinco sustantivos que hay que sumar al peso que llevo. Llego al inicio de la Edad de los Metales habiendo recorrido doscientas doce marcas ancestrales.
Treinta siglos de Neolítico supondrán noventa denominaciones familiares más. Sonrío. ¿Alguno de los situados entre los noventa sustantivos conoció en esta etapa de la Humanidad a un tal Caín y a un tal Abel? Sonreímos. Según el Génesis 4:2, uno era agricultor; el otro, ganadero. En el Paleolítico, sin duda, no debían vivir. Y sus progenitores, por lógica biológica, tampoco; aunque lo suyo fuese comer de lo que había y su nomadismo no pasase de los límites del edén. Sonríe el Diablo: «Qué hermosa es la literatura», afirma.
Trescientas dos denominaciones en total me llevan a la frontera que separa la nueva piedra de la vieja. Lo que sigue, abruma más si cabe. Como pertenezco a la especie homo sapiens, cabe situar mi límite en 200.000 años, milenio arriba, milenio abajo. Se dice que en el denominado Paleolítico Medio. Si tres mil años suponen noventa marcas generacionales, la llegada hasta el límite implica la suma de cinco mil y pico más. Desatendiendo siempre a un detalle que echaría por tierra este viaje al origen: que la relación de tres generaciones por siglo no es estable. Conforme más nos alejamos, más aumenta porque la esperanza de vida disminuye.
Nos hallamos en el terreno donde la literatura determina el zigzagueo de las palabras en la construcción de una realidad verosímil. Lo veraz se vuelve intangible. La teoría domina. La práctica sucumbe. En este viaje hacia lo que tuvo que haber, me guío por la brújula de la sangre. Alguien inició el traspaso de la carga. Quiero saber quién fue para luego…
V. Dos deseos, no más; y, con gusto, pagaría con mi vida su cumplimiento. Dos deseos: dos respuestas. Dejada sin contestar la primera, la segunda: ¿Quién está al otro lado de la gran soga de nuestra existencia: yo soy un extremo, en uno estoy, al final; ¿quiénes están al principio del tramo? ¿Quién, hace doscientos mil años, milenio arriba, milenio abajo, podría haber dicho, de ser posible, «dentro de dos mil siglos seré evocado por un descendiente»?
En esta renuncia a la eternidad, pido desandar el camino, echar una última mirada a todas las huellas dejadas por la carga. El trayecto es largo. Llevo demasiado tiempo en la Tierra. Muchos dioses hasta llegar a donde ahora estoy, aquí, con el horizonte crepuscular limpio, y lejana y oscura la alborada. La carga se irá aliviando a medida que me acerque a la respuesta. Al final, nada será. Una ligera atadura. La hebra de un hilo invisible. No más.
Cuando llegue al origen mismo del primero de todos, haré lo que debo hacer: matarlo.