No hay recuerdo que el tiempo no borre ni pena que la muerte no acabe [Miguel de Cervantes Saavedra]
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1 | En la Ciudad de Telde, provincia de Las Palmas, a las diez y treinta del día veinticuatro de mayo de mil novecientos cuarenta y seis, ante D. Pedro Medina Betancor, Juez Municipal sustituto, y D. Cristóbal Martell Rodríguez, Secretario, se procede a inscribir el nacimiento de un varón ocurrido a las tres horas del día veintiuno del actual en la calle de Los Picachos, es hijo legítimo de Don José Santana Santana de treinta y nueve años de edad, casado y empleado, natural y vecino de Telde; y de Doña Isabel Peña Santana, nacida en Telde el día 31 de mayo de 1907, tiene de casada catorce años hijos seis su casa; nieto por línea paterna de Don José Santana Ascanio y de Doña Dolores Santana Navarro, naturales de Telde; y los maternos, Don Domingo Peña Ramírez y Doña Isabel Santana Ascanio, naturales de Telde, y se le pone el nombre de Victoriano.
Esta inscripción se practica en el local de este juzgado en virtud de manifestación personal del padre y la presencian como testigos D. Simeón Martín López, mayor de edad, labrador, domiciliado en la calle, de M. Las Palmas, y D. Manuel Santana Solana, mayor de edad, empleado, domiciliado en la calle de Calero.
Leída esta acta se sella con el de este Juzgado y la firma el Sr. Juez, los testigos y el manifestante de que certifico.
Nota 1 en el lado izquierdo: «Se expidió una certificación para el Documento Nacional de Identidad».
Nota 2 en el lado izquierdo: «Se expidió Fe de Soltería el día 30 de septiembre de 1965».
2 | «[…] La agonía que sufría el Rey era tal, que los médicos no se atrevían a moverlo. En la cama, tenía que descansar sobre su espalda. En los últimos 53 días de su enfermedad no se le pudo mover de esta posición. Los asistentes no podían cambiar las sábanas ni la ropa del Rey. Cuando los médicos abrían las llagas para controlar la purulencia, el hedor que salía de ellas resultaba agobiante. El Rey tenía que evacuar en su propia cama, ensuciando las sábanas que no podían cambiarse. En consecuencia, la alcoba del enfermo tenía un “pestilente olor”. Siempre había sido meticuloso en cuanto a la limpieza, informaba su confesor, y su inmundo lecho no era el menor de sus terribles sufrimientos. La fiebre nunca lo abandonó. Por añadidura, padecía una sed insaciable, causada por la hidropesía y por la calentura. El dolor no cesaba. […] El monarca pidió a sus clérigos que le dieran la extremaunción “mientras aún está consciente y puede hacer los responsos”. El 1 de septiembre se le administró el sacramento. El Rey “pidió la cruz que su padre el emperador sostenía en el momento de su muerte. Mandó por el príncipe y le dijo que se quedara para la ceremonia y que contemplara este ejemplo de miseria terrenal”. […] Después de los ritos, Felipe pidió a todos que se retiraran, excepto a su hijo. Después le explicó al Príncipe que había deseado que presenciara “en qué para todo”. […] (647-649) ».[1]
3 | «[…] Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. […]».[2]
[1] Kamen, H. (2001). Felipe de España. Madrid: Suma de Letras.
[2] Marías, J. (1996). Mañana en la batalla piensa en mí. Madrid: Alfaguara. Páginas 11-12.