La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido [Gabriel García Márquez]
+
1 | Amanecida del 17 de noviembre. El primer sol que no ve. Llegada a las Rubiesas a las 8.00 horas. Todo está desierto. Me encuentro algo embotado; al final, no dormí más de tres horas. Entro en la Sala 4 y me detengo un instante a contemplar la última página de un certificado firmado en Barcelona, el 12 de agosto de 1971: duerme mi padre, al fondo, en un espacio reservado, y frente a él, sentada en primera fila, sola, mi madre lo contempla. Me concedí sesenta segundos antes de acercarme a ella. Cuando llego hasta ella, la veo serena y triste. «[…] Estaba bien, dentro lo bien que se puede estar en esas situaciones. La tranquilicé con respecto al tema de la funeraria, la puse al corriente de algunos acontecimientos que sucedieron la noche anterior y le pregunté cómo había venido al tanatorio. Consciente de lo larga que fue la noche, decidió “no molestarnos” y coger un taxi. Además, sabía que durante los dos próximos días debíamos coordinarnos de la mejor manera posible pensando siempre en mi hermana Estíbaliz. Esa mañana, Nuria, Juanmi y Estíbaliz debían ir al Hospital Insular para recoger las pertenencias de mi padre y ayudar así a que la menor de mis hermanas fuese asimilando lo ocurrido; yo estaría los dos días en el tanatorio. Mi madre y Nuria tenían una responsabilidad a mi juicio mucho más importante que la mía, reducida a una representación familiar del finado que, de una manera indirecta, también ejercían mis tíos, los hermanos de mi padre: ayudar a Estíbaliz a que pudiese canalizar con su entendimiento un hecho tan abstracto como es la muerte y su significación antropológica y religiosa. Pienso ahora en la menor de mis hermanas y la veo hecha una mujer íntegra que sortea sus dificultades gracias a un admirable espíritu de superación edificado sobre una sólida combinación de autoestima razonable, respeto, educación, orden y normas… Pienso en la enorme suerte que ha tenido por haber estado siempre bajo el paraguas de mi madre y mi hermana Nuria, quienes han logrado que Estíbaliz sea como es: una persona diligente, responsable, entrañable y amable; un ángel, en suma. Si mi padre y yo hubiésemos tenido que asumir el deber de mostrarle a mi hermana Estíbaliz cómo las penas de las ausencias se suplen con la felicidad de los recuerdos que merecen ser conservados con cariño, sin duda que hubiésemos fracasado en el propósito tanto como ellas acertaron de lleno […]». Al poco de estar hablando con mi madre, llegan mi primo Domingo con su esposa. Nos dan el pésame y departimos… pues de lo que se suele conversar en los velatorios. Creo que no pasaron ni cinco minutos cuando llegó el grueso de los hermanos de mi padre con sus familias. Desde 1982, cuando falleció mi abuelo paterno, ningún acontecimiento nos había movilizado hasta el punto de volvernos a encontrar todos al mismo tiempo en el mismo espacio…
2 | Pasó la primera hora, vino gente; luego, la segunda, vino gente; llegó la tercera, y no dejó de venir gente; a esta le siguió la cuarta, vino más gente; a continuación, la quinta, y vino más; sesenta minutos después vino la sexta, con ella más gente; sin saber cómo, apareció la séptima, vino menos gente; enseguida estuvimos en la octava, vino poca gente; en la novena, la cosa se animó; el orden dicta que al nueve le siga el diez, se anima la tarde; en la undécima hora, aquello se llenó; veintiocho minutos después de la decimosexta hora de permanencia en el velatorio, el mundo supo la nueva…[1] y así hasta la decimonovena, las dos de la madrugada. Para entonces, concluimos quienes quedábamos allí (Nuria, Juanmi, Noelia, Bea, Inma y quien esto firma) que la afluencia había sido realmente espectacular, en buena medida gracias a que muchos vinieron no tanto porque conociesen a mi padre, sino por los hermanos del finado o sus hijos.[2] También nos llamó la atención un hecho infrecuente: durante todo el día, el tanatorio tuvo una sola capilla ardiente, la de mi padre. «[…] Bromeábamos a esas horas en las que el cansancio se torna en distensión sobre esta circunstancia y transfigurábamos la imagen de mi padre con la de un metafórico capo que dictaba su ulterior orden: aquí no se vela a nadie más que a mí… Luego, era inevitable “pasar lista”: ¿Quiénes fueron muchos de los que vinieron durante esa jornada? […]».[3] A la dos y algo de la madrugada cerramos el velatorio. Lo que tocaba ahora era ir a casa a descansar, tratar de dormir algo y de recuperar el mal cuerpo que se nos estaba quedando tras las jornadas de ayer y de hoy… Mañana, temprano, aquí…
3 | 18 de noviembre. Horas previas a la última morada. Antes de las ocho de la mañana recojo a mi madre en su casa para llevarla al tanatorio. La habían citado ese día para hacerse una prueba en el ambulatorio de especialidades, en San Juan, pero no iba a ir. Le pido que me dé los papeles para buscarle otra fecha. La dejo en Las Rubiesas y me doy un salto al centro médico para realizar la gestión apuntada. Fui, esperé, hice, regresé… y a las nueve ya estaba otra vez junto a mi padre. La mañana fue relativamente floja en asistencia por razones obvias: hoy era un día laboral en Telde. Aun así, no pocas personas vinieron y aportaron su muy agradecido consuelo. A eso del mediodía, el tanatorio tuvo un nuevo inquilino en la Sala 1. Almorzamos en una cafetería cercana y nos aprestamos a esperar la hora clave del día, la decimosexta…
4 | Decimosexta hora del decimoctavo día del undécimo mes. Pido a los responsables del tanatorio que me entreguen personalmente el libro de firmas. Les devuelvo las llaves de la sala. Un encargado saca a mi padre del espacio donde ha estado desde las primeras horas del día 17. La gente de la sala se levanta. Me dirijo hacia mi madre. En un espacio contiguo al lugar de exposición del féretro, mi madre, mis tías Mary y Lela, alguien que no recuerdo y yo le damos el último adiós antes de que tapen el ataúd. Mi tía Mary coge el rosario y se lo da a mi madre. Se llevan a mi padre. Conduzco a mi madre hasta la salida. Inma nos espera en el coche porque nos va a llevar a mi madre, Nuria y a mí al cementerio. Juanmi se quedó con Estíbaliz.[4] Nos subimos al coche y esperamos a que apareciese el coche fúnebre. Mi tío Pedro también espera al vehículo con los restos de mi padre. Se demora. ¿Ya salió y no nos dimos cuenta? Finalmente, aparece. Nosotros seguiremos al coche fúnebre y mi tío hará lo propio con nuestro coche. Destino: Iglesia de San Gregorio para la Misa Exequial y, al mismo tiempo, funeral. Agustín, el de la funeraria, nos indicó qué ruta íbamos a seguir: Autovía del Cabildo, Calle Luis González Pérez, Calle Cervantes y Plaza de San Gregorio. «[…] No sé cuánta gente hubo en el templo o en la plaza, sé que mi percepción era que la iglesia estaba abarrotada, que muchísimas personas nos dieron el pésame a la entrada y salida del recinto religioso, y muchísimas más nos vieron desde la plaza… Yo sólo vi personas por dondequiera que mirase. Pensé en mi padre y me lo imaginé contento por saber que había mucha gente presentándole sus respetos. Durante la misa, tuve que ponerme en primera fila. A mi derecha, estaba Nuria; a mi izquierda, Nena, la madrina de mi padre. ¡Cuánto lo lloró, la pobre! ¡Qué desconsuelo producía verla tan acongojada! […]». Al acabar la ceremonia, tras las muchas muestras de condolencias y solidaridad recibidas, subimos nuevamente al coche de Inma para ir al cementerio. Con nosotros se subió otra pasajera: Carmen María García, entrañable amiga de la familia y una de las dos personas que leyó durante la ceremonia.[5] Una vez que ya estábamos todos preparados, salimos hacia el cementerio: Plaza de San Gregorio, Calle Rivero Bethencourt, Calle Congreso, Calle Guadarteme, Parque Franchy y Roca, Calle Doctor Melián, Calle de José López Suárez, Calle de Aníbal… Cementerio. Aparcamos y nos congregamos en torno al coche fúnebre. El sepulturero, Fray Teodoro, un miembro de la congregación de Monjes Hermanos de la Resurrección, se acercó hasta el vehículo portador de los restos y dio inicio al rito de transferencia del cuerpo al lugar donde será sepultado. Luego se repartieron las numerosas coronas y centros florales entre algunos de los presentes y cuatro hombres sacaron el féretro y lo llevaron hasta su morada definitiva. Lo introdujeron en el nicho 2167 con los pies por delante. Sobre su ataúd depositaron tres sacas de plástico con lo que quedaba de sus padres y de su hermano. Un centro de flores se colocó delante de la caja. Reubicada la familia en el lugar de descanso, Fray Teodoro procedió a sellar la celdilla…
«[…] Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real […]».[6]
Acabada la obra, dictó un responso. «[…] Allí lo dejamos, allí se quedó para siempre. No hacía frío aquella tarde de noviembre en la que empezó a escribir, con el sosiego del silencio, la eternidad; o sea, nuestra memoria…».
5 | Llegado al cuarto final, preguntóle el hermano por las razones de su llegada. Respondióle. Preguntóle por sus pasos. Respondióle: «Caséme siete años después de tu marcha, a los dos nació el primogénito; cinco años después, la primera hembra; a los nueve años de esta, la segunda, que nuestros padres no conocieron». Abrazóle la madre y preguntóle por la desconocida. «Un ángel en la tierra», contestóle. «¿Y cómo dijiste que te fue?», preguntóle el padre. Respondióle: «anduve en muchos puertos con barcos prestados, y amé en demasía la libertad, aunque para ello tuviese que surcar el mar de los naufragios y renegar de los castillos que pude tener». «Tendrás hambre», díjole la madre. «Sí», respondióle el hijo. Y mientras calentábale un escaldón de leche, los tres hombres sentáronse para hablar de lo único que sabían: de tomates…
[1] Noticia publicada en TeldeActualidad.com: Titular, “Necrológica: Fallece en Telde Victoriano Santana Peña, miembro de una familia de conocidos exportadores”. Entrada aclaratoria: «Es padre del profesor Victoriano Santana Sanjurjo, integrante del Consejo Editorial de Teldeactualidad y del Círculo Cultural». Cuerpo: «Victoriano Santana Peña, miembro de una conocida familia de exportadores de Telde y padre del profesor Victoriano Santana, componente del consejo editorial de Teldeactualidad, falleció este martes a la edad de 63 años en un centro clínico de la capital. La capilla ardiente se encuentra en el Tanatorio de Las Rubiesas (Telde) y su entierro será este miércoles en el Cementerio de San Gregorio, después de una misa funeral en la Iglesia de Los Llanos de Telde. La comitiva fúnebre partirá del tanatorio a las 16.00 horas. El equipo de redacción y consejo editorial de Teldeactualidad expresan sus condolencias a los familiares de Santana Peña, especialmente a su hijo Victoriano Santana Sanjurjo, a los que manifiesta su pesar por esta irreparable pérdida. Descanse en paz». Muchísimas gracias, Carmelo, por la nota de prensa…
[2] Llega a mi memoria la presencia gratificante y entrañable de los compañeros del IES José Zerpa y de otros centros educativos en los que fui docente; los camaradas de la Facultad de Filología (1991-1996); amistades y familiares de Inma, mi compañera, que me reconfortaron con su presencia; compañeros de mi hermana Nuria en el CPEIPS María Auxiliadora de Telde; amigos y conocidos todos, en suma, que tuvieron a bien acercarse para manifestarnos su solidaridad y compañía.
[3] Recuerdo cómo mi padre me decía que había que hacer acto de presencia en los velatorios: «los deudos no saben quiénes han ido, pero saben quién no ha ido», me decía. ¿Quiénes fueron muchos de los que vinieron durante esa jornada? Esta es una pregunta cuya respuesta puede conducirnos a una injusticia: citar a los que recordamos y no hacer mención de otros que sí estuvieron y que no atracaron ni entonces ni ahora en los muelles de nuestra retentiva. De regreso a casa, no fue esta cuestión la que anidó en mi pensamiento, sino otra más ácida, más dura, más inclemente, si me apuran: allí estaban muchos que jamás lo llamaron ni le fueron a ver cuando estaba enfermo; también muchos que nunca decidieron ayudarle cuando él más lo necesitó. Tampoco faltaron con sus condolencias quienes durante su período de nube negra se atrevieron a echarle en cara las malas decisiones que pudo adoptar cuando la luz presidía sus horas. He ahí a esa pandilla de licurgos del buen hacer, hatajo de miserables y cobardes, que jamás tuvieron las agallas suficientes para dirigirse a mi padre cuando debían hacerlo, cuando él estaba sano y podía responderles. Esperaron, como buitres que son, para ensañarse con él cuando ya no podía defenderse. Nunca atisbé tanta crueldad en un ser humano como cuando se atrevían a mencionar a mi padre los fallos cometidos en su pasado cuando en su mundo él sólo buscaba la bondad y el imperio de su felicidad se forjaba sobre la posibilidad de echarse un cigarro o una chocolatina mientras charlaba. ¿Sabrán alguna vez el mucho dolor que le causaron y la profunda desazón que conseguían que anidase en su ánimo, que le enturbiaba la sonrisa y le agrietaba la paz que su sinrazón le concedía? ¿Perdonarlos? No sé si seré capaz algún día porque me resulta lacerante tanta iniquidad como la que le ocasionaron. No creo que haya en la tierra ninguna persona que haya tenido más enfrentamientos con mi padre que yo. ¿Por qué? Simplemente, porque yo no llevaba su manera de hacer las cosas. Ello ocasionó en nosotros muchísimas fricciones. Pero me precio de haber tenido los suficientes arrestos como para decírselo cuando él me podía replicar, cuando podía imponer su ley y achantarme con una verdad incuestionable: él mandaba, esa era su responsabilidad, y, por lo tanto, hacía las cosas como creía que debían hacerse. Jamás cuestioné su autoridad, aunque dudase de la eficacia de muchas de sus directrices: él veía el mundo de una manera diferente a la mía. Cuando enfermó, cuando capté la magnitud de la nube negra y la firma de su finiquito existencial, jamás le reconvine por su pasado; al contrario, me esforcé (como lo hicieron mi madre y mis hermanas) por que tuviese el mejor final de vida posible: sin rencores, sin malas intenciones… Al fin y al cabo, repito, si el imperio de su felicidad pasaba por un cigarrito, un café o una chocolatina, que le viniésemos a ver y dar conversada… ¿qué sentido tenía increparle por nada como sí hicieron en su momento algunos de los que durante los días 17 y 18 de noviembre vinieron a darnos el pésame? Qué impotencia, pensé mientras aparcaba el coche en el garaje: Qué jodida impotencia…, y yo sé por qué lo digo.
[4] Mi hermana Estíbaliz no estuvo nunca en el tanatorio. Entendimos todos que era lo mejor para ella. Por eso, durante los días de velatorio compaginaron su cuidado mi madre, Nuria y en la tarde del entierro Juanmi.
[5] La otra era María Teresa, una compañera de mi hermana Nuria.
[6] García Márquez, Gabriel: Cien años de soledad. Barcelona: Mondadori, 2007. Edición conmemorativa de la Real Academia Española. Páginas 165-166.