El momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos [Proverbio chino]
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1 | París, 19 de agosto de 2006; 20.00 horas. Plazoleta junto a Avenue Edward Tuck, a orillas del Sena. «[…] no, Inma, yo creo que el destino como tal no existe. Creo en el azar; es más, creo que todo cuanto nos envuelve está supeditado al azar. No hay un plan premeditado superior para que las cosas sean de una manera u otra. Nacemos donde nacemos, y cuando nacemos, por mera casualidad: el natalicio se produjo bajo unos parámetros que muy bien podían haber sido otros. Nos criamos, crecemos, maduramos… de una determinada manera porque se ha dado el caso de que nos tocó (o no) la familia que tenemos, la calle de nuestra crianza, las amistades, los conocidos… Si el primer eslabón de nuestra cadena vital fuese otro distinto al que fue, quizás hoy no estaríamos aquí; o sí, al fin y al cabo, todo es circunstancial…Somos lo que somos porque formamos parte de un conjunto infinito de hechos concatenados que se han dado de una manera aunque muy bien podían haberse dado de otra. Podemos ejercer cierto control sobre algunos hechos de manera que logremos fijar cierta presunción sobre cómo será o debería ser el eslabón siguiente: si estudiamos para una oposición, es probable que aprobemos; si no aprobamos, ¿es que no estudiamos? Aun cuando hayamos estudiado mejor que ningún otro aspirante y sepamos mejor que nadie el temario, pueden darse circunstancias propias del azar que modifiquen nuestro control sobre el siguiente eslabón de la cadena: que el día de autos nos encontremos mal, que las condiciones ambientales de la sala de examen nos perjudique, que nos veamos envueltos antes de llegar al edificio donde nos examinaremos en un tremendo atasco de tráfico que nos impida llegar a tiempo, que nos comuniquen el fallecimiento de un ser cercano, etc. Es cierto que para evitar el atasco podemos fijarnos la idoneidad de salir de casa dos, tres, cuatro horas antes…, pernoctar, si hiciera falta, pero desde el momento en el que puedes enumerar en tu mente una sola circunstancia, por muy remota que sea, que pueda impedir tu acceso al edificio donde te vas a examinar, desde ese momento, ya estás en manos del azar. También tu mensajero de fatalidades puede posponer, conocedor de que te vas a presentar a una prueba decisiva, el anuncio de la muerte cercana, mas puedes enumerar mentalmente casos en los que la noticia de marras podría llegarte antes de sentarte frente al tribunal opositor. El que esos casos se den o no, es algo que depende exclusivamente del azar. Repito, podemos ejercer cierto control sobre determinados hechos, pero sólo puede ser “cierto” y estos sólo “determinados”. Como ves, todo queda muy inconsistente. ¿Que asumir la vida como un ramillete de azares puede llevarnos al desorden? En cierta medida, sí, claro, por supuesto. De ahí la necesidad de que sobre lo poco “cierto” y los escasos “determinados” se trate de ejercer el mayor control posible; entre otras cosas, porque sobre la mayoría de lo que somos es imposible. Pienso, Inma, ahora, en la medicina, en general, y en un feto que se gesta en particular. Pienso en cómo se va desarrollando y cómo en él la naturaleza va ejecutando su particular software, El Antropomorfo, sobre cuyo código fuente se añadirán las particularidades de los fabricantes de manera que el resultado final mantenga algún vínculo de afinidad con estos últimos. El nacido mantendrá muchas conexiones con los programadores: a naturaleza y los progenitores. Al fin y al cabo, es lógico: es un derivado de ellos, sin ellos él no hubiese sido lo que es. Mas he aquí que en el proceso de elaboración se produjo una fatalidad, un error minúsculo, algo que a ojos legos sería de suma insignificancia, y mira cómo de esta menudencia sin posibilidades de ser controlada se derivan enfermedades a corto, medio y largo plazo; discapacidades, sean de la condición que sean; daños o la muerte misma. Galenos habrá que analicen los acontecimientos y determinen que el problema no fue de la naturaleza en sí, cuyo software es el mismo que se empleó para que ellos o los padres fuesen lo que ahora son, sino de tal o cual circunstancia asociada a los fabricantes, o al entorno de los fabricantes… Accidente que se dio, pero que podía no haberse dado. Si la descendencia de estos creadores siempre padece las contingencias indicadas, los hechos derivarán de su unión y habría que ver si cada uno, por separado, junto a otros semejantes, pueden evitar que los contratiempos aparezcan. Imagínate ahora, Inma, la cantidad de combinaciones que pueden darse para evitar que la nimiedad que tanto mal causará en el neonato no se dé. Sólo me podrás enumerar un enorme listado de posibilidades para que quizás no se produzca el percance, mas ninguna de las que anotes dejará de estar siempre supeditada a la eventualidad, el azar… Pienso ahora en un suicida que tiene una pistola cargada de balas y que acerca el cañón del arma a su sien. ¿Qué probabilidades hay de que lleve a buen puerto su iniciativa de quitarse la vida? Lo razonable sería pensar que tiene un ciento por cien de probabilidades de que ello sea así. Mas, responde: ¿Qué puede pasar (repito, qué puede pasar) para que tras pulsar el gatillo las consecuencias no sean las esperadas? Si una sola posibilidad puedes indicar, aunque el hecho de que se dé sea remoto, entonces ya no puedes sostener ese ciento por cien antes a indicado porque hay un porcentaje, atómico si me apuras, que contempla la eventualidad de que el fin previsto no se logre. El control sobre los hechos del suicida le llevarán en un apabullante porcentaje a lograr su propósito, pero siempre habrá una brizna que puede malbaratárselos; luego, todo dependerá del azar, o sea, de que esa insignificante mota no haga acto de presencia, mi querida Inma […]».
2 | Sé que no hemos podido hacer más de lo hecho; sé que hicimos cuanto estuvo en nuestras manos y un poco más si cabe; y sé que esto que afirmo no es más que un autoconsuelo necesario porque, en el fondo, no pasa un día sin que piense si se pudo hacer algo para que las cosas no fuesen como fueron. No creo que hubiese ningún designio divino que determinase que le tocaba irse cuando lo hizo, por mucha magia que encierren los números de su ida, ni de la manera que lo hizo. Aunque reconozco en su nube negra la firma de la Muerte, no puedo dejar de preguntarme por esas otras posibilidades de que las cosas fuesen de otra manera a pesar de que el final, como ya he dicho, siempre iba a ser el mismo. Porque los finales siempre son iguales. Sólo me queda una certeza en el océano de las dudas: Un hombre, mi padre, ha muerto y yo he compartido con él sus últimos instantes.
3 | Me quedo con los dos últimos años, los de la nube negra y la bondad en su rostro; los del cigarro acompañado; los del agua y el chocolate como suculentos manjares. Los años de las conversaciones interminables que no llegaban a ninguna parte; los años de la paciencia y la resignación, los de esa íntima sensación de paz que da el saber que los rencores y los eslabones de las cadenas se han disuelto, y que frente a ti sólo hay alguien que valora con afecto los minutos que le das, las horas compartidas, las reprimendas amables… Los años en los que cada visita era bienvenida, cada llamada de teléfono recibida con la alegría de saber que alguien se acordaba de él. Me quedo con su desinhibición y sus peticiones de disculpas cuando le afeábamos alguna cosa dicha que no debía ser expresada. Me quedo con sus quinielas y su Mecánico Blanco, con sus mecheros de bolígrafo y sus cigarros de mechero; con el café que nunca rechazó; con el periódico que apenas leía y que reescribía en cada lectura; con las palabras que recibieron las fotografías; con los trueques de nombres y sus olvidos permanentes; con sus paseos a ninguna parte por el pasillo. Me quedo con los últimos fines de semana, la merienda y la cena dadas bajo el son de mil cuentos que buscaban su atención, las tardes largas en las que la esperanza no era más que un ejercicio retórico que con sumo gusto se componía para su tranquilidad. Me quedo con sus innumerables cuentas, números, operaciones financieras…, con los números contados con dedos. Y también con las sábanas desplazadas de lugar. Me quedo con los “copos de nieve” esparcidos por las habitaciones y sus discusiones con la televisión; con el éxtasis de sus ojos ante las voces radiofónicas y la música; con sus llamadas con gestos para hacerme confidencias imposibles; con su ajetreada agenda escrita bajo los dictámenes de la nube negra. Me quedo con sus particulares admiraciones hacia la habitación de la clínica, «que debemos comprar y decorar como a mamá le guste» y con la alegría por el cambio cualitativo que supuso pasar de la clínica al hospital: «esta casa está más mejor». Me quedo con las incumplidas promesas de futuros viajes en coche y de cigarros en las puertas del quirófano. Me quedo con la desesperanza de que el final del túnel era inevitable, pero con la tristeza de comprobar que terminó antes de lo previsto. Sí, me quedo con los dos últimos años y los dos últimos meses, con las dos últimas semanas y con los dos últimos días; y con las dos últimas horas, sobre todo… Por eso es normal que ahora lo eche de menos. Me he pasado treinta y cuatro años creyendo que nunca llegaría a decir esto tal como ahora lo digo.