Los finales [primer acto, quipu 4]

I. —Señor, ¿en qué puedo ayudarle?

—Verá usted, tengo… [se saca un papel doblado de la chaqueta]. A ver, me han dicho que viniese por aquí, porque hay algo para mí… No sé, mire, está en este papel [lo muestra]. Me dijeron que preguntase por…

—Déjeme ver ese papel, por favor… A ver, a ver… [la funcionaria lee el papel].

—Yo creo que esto es un error, señor. Este papel no va dirigido a esta unidad. Espere… [levanta la cabeza y reclama la atención de alguien en concreto] Cloto, hija, ¿tú me has mandado a este señor?

[La destinataria, funcionaria también, hace un gesto de extrañeza, como de no saber de qué le está hablando; la emisora levanta el papel y la respuesta de su interlocutora es una negativa y un «no sé qué dice ahí, nunca he visto a ese señor»]

—Vale, vale, gracias… Espere, señor… A ver, a ver…

[La funcionaria parece buscar a alguien, mira a todos los lados de la oficina; finalmente, hace un gesto a alguien: la persona que buscaba]

—¡Láquesis!… Sí, aquí, soy yo…

[Vuelve a hacer lo mismo que con Cloto: pregunta si el señor está ahí porque ella se lo ha mandado y le muestra el papel; la destinataria, que también es funcionaria, responde negativamente]

—Bien, gracias… Pues, señor, sigo pensando que se trata de alguna confusión y que esto no debe gestionarse en esta unidad.

—Discúlpeme, señora, pero estoy absolutamente convencido de que sí, de que este papel es para usted. ¿No es usted doña Átropos? [la funcionaria dice que sí con la cabeza]. Entonces es usted, no hay duda alguna: esto es para usted. Quien me escribió lo que pone me dijo que preguntase por usted, que solo fuese a usted, que usted sabría qué hacer en este caso. En eso fue muy insistente, en lo de usted.

—Bueno, vale, déjeme a ver qué ha pasado. Por favor, tome asiento. Voy a hacer una consulta. A ver si lo aclaramos.

[Se sienta el señor en una silla que está apoyada en la pared. A su izquierda hay otras dos vacías; a su derecha, una puerta con un letrero: “Servicios”. Desde donde está, solo puede ver el mostrador, el amplísimo mostrador que termina formando un ángulo de noventa grados justo a la altura de los baños. Sobre su cabeza hay un póster enmarcado. Contiene una lámina muy fea. No merece la pena describirla. Me falta indicarte la presencia de una papelera. Me gustaría decirte con precisión dónde está y cómo es, pero no puedo seguir más con este entretenimiento porque ya se acerca la funcionaria, quien hace señas al señor para que se acerque]

—Tengo un teléfono, señor. Vamos a ver…

[la diligente funcionaria, que jamás ha incurrido en delito alguno de prevaricación, cohecho o apropiación indebida, marca el número que ha anotado a lápiz en la hoja entregada por el señor y espera] Suena… [Siguen esperando]

—Suena… [siguen esperando unos segundos más]. Comunica. En un minuto vuelvo a llamar, ¿le parece?

—Sí, muy bien, muchas gracias. No pasa nada. Espero.

—¿Quiere tomar algo?

—No, no, muchas gracias. Es usted muy amable. No se preocupe. Estoy bien.

—Lo celebro. A ver si en un rato me cogen el teléfono.

[Tengo tiempo. Creo. Venga, lo digo deprisa. ¿Por dónde iba? Ah, sí, veamos: si nos ponemos mirando hacia la puerta de servicios, al lado izquierdo, entre el marco de la puerta y el mostrador, hay una papelera que tiene el adhesivo de un chicle pegado justo por la parte del cenicero. ¿Sabes de qué papeleras te hablo? Son esas metálicas, en forma de tubo, que tienen en la parte superior un cenicero y los papeles se echan por un gran agujero que hay en un lado del cilindro… Correcto, muy bien, sí, son esas, pues… Vaya, qué mala suerte. Se ve que ya hay señal. Al menos, eso es lo que se deduce del gesto que hace la funcionaria. Escuchemos]

—¿Sí? (…) ¿Victoriano? (…) Soy yo. (…) Sí, la misma. (…) Tanto tiempo y sigues sin reconocer mi cloquío. (…) ¿Cómo? (…) ¿Que oyes menos que un gato de escayola? (…) Ay, qué bueno, tú siempre igual. (…) Oye, mi niño, que tengo un asunto. (…) Sí, a ver, te cuento: acaba de llegar un señor y me ha enseñado un papelito que le escribiste. (…) Sí. (…) Tú. (…) Le mandaste a hablar conmigo. (…) Ya. (…) Espera… (…) [se dirige a quien tiene frente a sí] ¿Cómo se llama?

—¿Eh?

—Sí, que cómo se llama usted.

—Ah, perdón, Victoriano; Victoriano Santana Sanjurjo.

—Gracias… Sí, mira, Victoriano. (…) Aquí estás tú. (…) ¿Eh? (…) No. (…) No. (…) Espera, Victoriano. (…) Escucha primero. (…) Sí, escucha: digo que el papel es tuyo porque es tu letra. (…) Oh, ¿tengo culpa de conocerte como si te hubiera parido? (…) No, en serio, coñas aparte, es tu letra. (…) Tú te has escrito, por eso estás aquí y por eso te estoy llamando, mi hijo; más claro, agua (…) No. (…) Ya. (…) Pero mira, lo único que me ha extrañado es lo que me has escrito. (…) No, no es eso. (…) Tampoco eso. (…) Calla, escucha lo que te dicen, carajo. (…) Pero ¿tú vas dando papelitos por ahí con instrucciones así? (…) El papel me lo diriges a mí y lo que pies es…, no sé, raro. (…) Coño, Victorianito, mi niño, ¿no te parece raro que me pidas que le busque al señor una novela en la que puedas participar? (…) ¿Que dónde? (…) Sí. (…)  Ya. (…) Ya a lo sé. (…) Que sí, que ya eso lo sé, hombre, pero es que ahora mismo no tengo a ningún autor libre para que te acoja en alguna novela como personaje. (…) Oh, ¿y qué quieres? (…) Ustedes, con el rollo de que no son tiempos para la lírica, no dan mucho margen. (…) Que… (…) Sí, vale, espero. (…) Que sí, que espero. (…) [se dirige a quien tiene frente a sí] Vamos a ver, señor, qué me dice.

—Sí, gracias. Perdón por las molestias.

—No, hombre. No pasa nada. Es que estamos en temporada baja, como siempre.

—Ya, es complicado…

—Uf, me lo va a decir a mí.

—Entiendo.

—Sí…  (…) Victoriano… Sí, dime. (…) ¿Cómo autor? (…) ¿Quieres que le dé a este señor un libro para que pueda firmarlo como autor? (…) Ah, que como no puede ser personaje, que al menos sea escritor. (…) Coño, mi niño, te pasas. (…) Sí, venga, espero.

—Siento las molestias…

—No, hombre, no pasa nada [sonríe]. Si yo a Victoriano lo conozco desde hace muchos años. Siempre lo mismo. El pobre… Intenta vincularse con alguna obra literaria relevante, como protagonista o como autor, pero no hay manera; pero, no se ofenda, carece de talento.

—No, no, si ya me hago cargo. Es comprensible. Lo que la naturaleza no da…

—Va haciendo bolos por ahí: hoy aparece en un prólogo, mañana en alguna edición, a veces logra que se publique un libro con su nombre… Pero nada de peso, todo insustancial.

—Ya…

—En fin… [se oye una voz lejana] ¡Sí!, te oigo, Victoriano. (…) Sí. (…) Sí, ya tengo papel y bolígrafo. Lo apuntaré en el mismo papel que me has traído, ¿vale? (…) A ver, dime. (…) Hospital Insular. Sí, espera… [se dirige a quien tiene frente a sí] Señor, ¿usted sabe dónde queda el Hospital Insular?

—Sí, sí, sin problema. Sé llegar.

—Hospital Insular. (…) ¿Alguna planta? (…)  Bien. (…) Que vaya allí, dices. (…) Entendido. He tomado nota. (…) Sí, descuida, ahora se lo digo.

—¿Arreglado entonces?

—Sí, mire, se lo he anotado [apunta en el papel]. Vaya al Hospital Insular. A desahucios… Sí, vaya allí… Allí estarás esperándote.

·

II. Hasta aquí hemos llegado. Ya no hay más camino que andar. Se acabó. No voy a poder evitar que suceda, que ella sea para que yo deje de ser. Da igual cuál sea mi nombre. Cualquiera valdrá para identificarme. Al fin y al cabo, dentro de poco seré nada y de la nada pasaré al olvido. Eso es lo que me espera. Todavía calienta el Sol. En el horizonte, aún sale para mis días; pero los anocheceres se van prolongando cada vez más, el frío se apodera de mis huesos, la sangre se espesa y se agudiza de manera especial el oído al paso firme de los minuteros, de las gotas que caen del grifo, del crujido extenuante de la madera. Yo he sido sordo, pero ahora oigo.

III. Finales de diciembre. Hace más frío que ayer. El cielo está despejado. Anochece. Algunos pacientes regresan a sus habitaciones. Dentro de una hora, más o menos, los auxiliares entregarán las bandejas con la cena. Se siente el sonido de algunos televisores y de algunos acompañantes que hablan en los pasillos. Solo hay una puerta cerrada. Entro.

—Veo que te han dejado solo.

Observo al recién llegado. Cierro. Veo cómo me acerco.

¿Se han llevado al que estaba aquí?

Asiento. Señalo el agua. Cojo la botella. Echo un poco en un vaso de plástico. Me lo doy. Bebo. Me señalo la silla. Me siento.

—Me hice venir para que estuvieras conmigo.

¿Así? ¿De esta manera?

[Veo en mi mano el libro Los cuartos y los finales]

—Sí, fue lo primero que se me ocurrió. A decir verdad, creo que es lo único que se puede hacer.

«Estoy de acuerdo». Observo cómo me miro. Hablo con cansancio. Me pesa muchísimo el cuerpo. Es como si estuviese pegado al colchón. Me cuesta respirar. Trato de incorporarme. Me detengo poniéndome la mano en el hombro.

No a los esfuerzos innecesarios. Sigo acostado.

—Sí, es lo mejor.

Cierro los ojos un instante. Me levanto de la silla. Me dirijo a la ventana. Miro.

Bonito atardecer.

—Uno más. Ya quedan menos.

¿Por fin?

—Ahora mismo, sí, por fin…

«¿Qué hora es?», pregunto. Me giro para verme. Veo mi reloj. Veo mi reloj. Las siete pasadas.

Pasan de las siete.

—Es tarde.

Respondo: «sí»; y digo: «es hora». Asiento.

—¿He traído lo que necesito?

Sí, aquí está.

—No lo demoremos mucho más. Estoy muy cansado.

Vuelvo a cerrar los ojos. El cuerpo pesa. Me adormezco. Me siento. Me contemplo con un rictus amable.

Hablaré cuando quiera. Yo no me voy a ir.

Trato de despejarme buscando la manera de incorporarme.

—Yo tampoco.

Sonrío. Sonrío.

—Estoy muy cansado, pero puedo hablar ahora.

Digo tratando de mostrar cierta fortaleza. Saco de una maleta unos papeles. Los deposito sobre la cama. Son cuatro documentos. Los cojo. Los miro por encima.

—Esto es lo único que queda.

Sí, la casa ya está cerrada. Allí se han quedado todos los “mis”.

—Mis libros, mis papeles, mis objetos…

«Ya no hay regreso posible», digo; «no hay vuelta atrás», asumo.

—Estos son los últimos “mis”. El resto está allí, dentro, oculto detrás de la puerta principal.

¿Qué harán con los restos del naufragio?

—Importa poco.

Digo. Me doy la razón.

Lo que importa ahora son las respuestas.

—Las nuestras.

Las nuestras.

Me recuerdo que en algún lugar escribí: «Con preguntas se nace, se crece indagando las respuestas; con su conocimiento, se muere». No sé cuándo lo anoté, pero quizás venga al caso ahora.

—Tengo respuestas…

·

IV. En la sala de despertar de un hospital. Tendido. Un considerable número de aparatos mantienen en la zona de vida el organismo biológico. La nave corporal se mantiene como vuela un avión con el piloto automático. Podría durar así…, uf, no sé, mucho tiempo; demasiado, diría yo. Pero en un instante especial, transcendente, único, se pulsa sobre el botón off. El avión, siguiendo la inercia terrestre, desciende; el cuerpo, siguiendo su código de programación, comienza a desconectarse. Sigue la rutina de la naturaleza, que dicta que lo que ya no es posible es imposible; y toca que suceda lo inevitable. Esto piensa quien, tendido, se ha despertado por última vez y piensa en ese instante, no sabe muy bien por qué, en la crueldad de los pescadores: «sacan los peces del agua, de su medio, del espacio donde son y están; y dejan que se asfixien, que agonicen, que sus asombrados ojos sin párpados miren a ningún lugar lleno de luz cegadora al tiempo que convulsionan, dan coletazos sus cuerpos en busca de algún resquicio por donde regresar al universo que quizás llamen hogar. Muerte cruel, inmisericorde, sin duda, la de los animales que habitan los mares, sobre quienes pesa la tranquilidad en el ánimo de sus verdugos de que apenas tienen memoria y que, sacados de su medio, se olvidarán de su procedencia». Luego recita: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir»; y comienzan los estertores.

V. ¿Cómo será el día después de todo? ¿Cómo será todo después del acontecimiento, del «ya ocurrió»; de las esperas, «aquí, para esto; allí, para lo otro», de «un café» y un «¿adónde vamos ahora?»; de las gestiones, los papeles, «el hospital», «el parquin», «la funeraria»; de la estúpida vehemencia de los ignorantes (cuánto desprecio les profeso) que reclaman una esquela que no quiero y que nunca he querido y de las absurdas razones que estos mismos (los mataría con mis manos si pudiera) esgrimen para que se lleve un velatorio que no deseo y que jamás he deseado; del «es esto, aquí están, en esta urna, los restos»; del «bueno, pues esto es todo, gracias por la compañía» y del «no somos nadie…»? ¿Cómo será todo después de todo? ¿Quién entrará nuevamente en la casa? ¿Se notará que falta alguien que no volverá jamás? ¿Cómo amanece al día siguiente la cama, semivacía ya para siempre? ¿Qué será de los cajones, ahora nichos, llenos de guijos que esperan por quien, con el pisón del afecto, los escache para que desaparezcan definitivamente? ¿Quiénes estarán para respetar la sempiterna mudez de los aparatos, leales compañeros todos, que, por no tener ya nada que decir mejor que el silencio, callarán mientras esperan ser chatarra? ¿Quiénes estarán en el espacio físico habitado cuando el sopor haya dado paso al deshecho? ¿Quiénes cumplirán con el deseo de llevarlo todo, y cuando digo todo, es todo, al vertedero? Por ser basura mayor, mis restos por delante.

VI. Me escribo lo que una vez me leí: «No sé cómo se vive más allá de hacer lo básico para no morir: respirar, alimentarme, defecar y dormir. No sé cómo se vive o cómo se debería vivir para aceptar que se está vivo. Esto no sería un problema en sí, si no pensase en ello; pero como es algo que siempre tengo presente, la cuestión ha pasado a convertirse en un conflicto que empeora con los años. No sé vivir porque, quizás, no sé qué hay que hacer para estar vivo. Mejor dicho: para sentirme vivo más allá de cumplir con las cuestiones básicas para la supervivencia. Supongo que en el fondo lo que deseo expresar es que no tengo nada que justifique mi existencia, si es que esta merece algún tipo de razón de ser. Las horas, solidificadas en días, semanas, meses y años, pasan y sigo sin saber muy bien qué hacer que merezca realmente la pena. Es más, al hecho de no saber qué hacer conviene añadir otro, tanto o más… ¿inquietante, quizás?: que, en realidad, no tengo ganas de saberlo.

VII. Imagino a la muerte, así, en minúscula —hay confianza—, tomando la palabra y diciendo: «¿Cómo que «la indignidad de la muerte»? ¿Eh? ¿En qué he mentido? ¿Por qué soy indigna? ¿Insinúas que soy traidora? ¿Yo, que te he estado avisando desde que naciste que algún día llegaría? ¿Me señalas a mí, que te he dado un margen de tiempo para que intentaras tener el mejor de los finales posibles a sabiendas de que no pudiste decidir nada sobre tu nacimiento?». Y, tras una pausa, dirá: «Soy lo más equilibrado que hay en la naturaleza: por una vida, una muerte. Ustedes —y señalará a la humanidad completa, aunque esté yo solo cara a cara con ella— son los que han permitido que una vida valga más que la otra. ¿Cien de un lugar a cambio por uno de otro? Yo no hago distinciones. Todos terminarán conmigo de una manera o de otra. Al emperador y al mendigo contemplo del mismo modo. El rey y el peón van a la misma caja al final de la partida. Ustedes crean sistemas para elegir a representantes; yo represento a todo lo que está vivo a través del sistema binario más exacto y justo: una vida, una no-vida». Termina mirándome de frente y afirmando: «No te quito la vida. Si no has sabido vivirla, no es problema mío. Tenías un segmento de existencia asignado. La carga de una pila. Yo no quito, sustituyo. Cumplido el tramo dado, te me doy. Pasas a otro estado. Quien te quita la vida está entre los de tu especie: políticos, vecinos desalmados, incivilizados, dictadores, fanáticos, creyentes… ¡Esos son los que te quitan la vida, no yo!».

VIII. Si el destino y en lo que nos convertiremos nos igualará, ¿por qué hacer distinciones entre los muertos y sus habitaciones? Lo que la vida hizo desigual, ¿por qué perpetuarlo en esa muerte que reconocemos igualadora? En consecuencia, rescaten a los caídos de las cunetas y denles los cuartos que se merecen; y sáquense de los palacios mortuorios (monasterios, iglesias y templos variados) a los que yacen para que compartan su eternidad en similares lugares con los que ya son sus iguales. Los que en vida portaron coronas, ahora tienen las mismas osamentas que los vasallos sobre los que reinaron; los que en vida dispusieron de las de otros para cumplir con ellas los dictados de su tiranía, ahora visten los mismos ropajes que sus víctimas. Que se levanten los mármoles y se abran las tierras, y que todos vayan al mismo lugar porque ya todos son iguales. Ábranse, pues, las lápidas de los dictadores y los osarios anónimos, los sarcófagos de los reyes y las tumbas improvisadas llenas de huesos con marcas de balas, espadas, palos y piedras; y cumplamos los vivos con lo que nos han de hacer cuando lleguemos, como llegaremos, a la desembocadura: situar en las mismas urbanizaciones a los que ya son iguales, los que ya no gozan de distinciones ni pueden aspirar a ellas. Que lo que no logró la justicia de los vivos, lo consiga la igualdad de los muertos; y que lo que fue injusto en vida, que sea, por lo menos, justo en la muerte. Amén.

IX. «Yo doy sentido a todo. Una existencia sin límites nos impediría descubrir cuánto queda por andar y cuánto hemos dejado atrás. Avanzamos, progresamos, evolucionamos, porque sabemos que en algún momento dejaremos de hacerlo; y no momentáneamente, sino para siempre», dijo la recién llegada.

X. Dormir no es más que un recordatorio de ese memento mori que se repetía como letanía a los generales victoriosos de Roma.

Los cuartos y los finales