Mi querido Sadalone: Te escribo con el firme deseo que tengo de que te alejes lo antes posible de aquí, de lo que te rodea, de lo que ves y, cómo no, de mí. La plaga de mediocridad, indolencia y superchería ya no puede ser controlada y es necesario que cuanto antes salgas en busca de tu libertad, en busca del auténtico amanecer.
Quienes están intentando buscar un remedio a la catástrofe están desesperanzados porque la enfermedad mortal ha llegado a las partes más sensibles del organismo social y la putrefacción ya ha comenzado a aflorar con lenta y armónica parsimonia.
Tu juventud y tus deseos de contribuir a un futuro mejor no pueden dormitar en los límites de esta ciudad. Vete, mi querido Sadalone, vete ya de esta prisión en la que te hemos encerrado con las cadenas de una desvirtuada tradición que a nadie convence, ni siquiera a nosotros, que somos quienes diariamente las lustramos y cuidamos para que se conserven.
Aléjate de todos nosotros. Hazme caso. Deja que nos vayamos marchitando poco a poco en nuestra tierra de feriantes y mercachifles; deja que todos los años saquemos a la calle nuestras comparsas de intelectualoides, profetas, mesías y culturitas; deja que bailemos al son de nuestras estúpidas estatuas de sal y que todos palmeen en nuestras espaldas la reverenda mediocridad que hemos elevado a los altares de la tosca sapiencia… Deja que sigámonos creyendo que el aire mismo que respiramos se enorgullece de estar a nuestro servicio.
¿Acaso no ves cómo nacemos, crecemos y nos reproducimos en las academias culturales de baja estofa? Con nuestras palabras llegamos a ser más nocivos que el peor de los virus conocidos porque nuestro deambular corroe cuanto halla a su paso; magrea las pequeñas esquirlas de hermosura que tiene el arte, el pensamiento y el sentido común; y anula cualquier posibilidad de alcanzar el placer íntimo de saber que se es un simple ciudadano en un colectivo armónico y esperanzado.
Somos dañinos e hipócritas, y nuestra necedad es tanta que logramos hablar y convencernos a nosotros mismos de lo importantes que somos, de lo afortunado que es el mundo por tenernos entre sus habitantes, de lo afortunados que son nuestros vecinos por vivir cerca de nosotros. Hazme caso, hijo, vete, vete cuanto antes, vete ahora que puedes…
¿No ves la petulancia de la que hacemos gala y esa máxima que nos lleva a defenestrar y destruir hasta donde nos sea posible cualquier iniciativa que signifique pluralidad y enriquecimiento de perspectivas? Míranos, vamos como los lobos, en grupo, porque sólo así logramos envalentonarnos contra los pobres de medios aunque ricos de entendimiento y sensibilidad, a quienes acorralamos contra la pared de nuestra verdad y no dudamos en acribillarlos si no declaran por obra, acción y omisión la entrega de su tiempo y conocimientos a nuestra causa, que no suele ser el dinero, sino la vanidad, la gloria, el ensalzamiento de nuestra imagen, nuestra memoria…
¿Te has fijado en nuestra sonrisa de autosuficiencia? ¿Y en nuestros comentarios impertinentes que insertamos para que nos doten de un brillo que no merecemos? Sí, somos nosotros, ¿no nos reconoces? Somos la peor tribu urbana que existe porque nos investimos de legalidad para ejercer la tiranía y no vamos contra ningún sistema porque nosotros somos el sistema. Fíjate bien en cómo lo amoldamos a nuestra conveniencia: lo mostramos cuando nos viene bien y lo ocultamos cuando nos puede perjudicar.
Sí, hijo, sí, no existe el sistema universal e igualitario, ese que te intentamos vender todos los días. No, ese sistema no existe; existe nuestro sistema, el políticamente correcto, el que dotamos de perfección siempre que nos conviene. ¿Acaso no lo ves? ¿Acaso no nos ves? Cuando tengas dudas para reconocernos, recuerda que a tu diestra se hallarán los culturitas; en el centro, los intelectualoides; y a tu siniestra, los profetas y mesías.
Aléjate, pues, de todos nosotros porque no nos vamos a preocupar nunca por los bellos amaneceres, ya que sólo nos interesa el reconocimiento público, la fama, el éxito… Somos seres que adolecemos de rigor científico, que no tenemos principios, formación ni educación. Nos verás en las exposiciones haciendo de sesudos críticos; en los conciertos, como refinados melómanos; publicando artículos y libros, como si fuésemos distinguidos académicos… Y en todos estos sitios, siempre arrastraremos la sombra de nuestras chapuzas y vigilaremos por la inexactitud y el error como fundamentos de lo que somos. Aprecia, mi querido Sadalone, cómo nos escuchamos a nosotros mismos y nos creemos dueños de esa verdad que imponemos impíamente a los ángeles como tú.
Venga, déjame ya, márchate y no te olvides nunca de que eres un simple hombre que tarde o temprano será polvo; tampoco ignores que necesitas a los hombres tanto como ellos te necesitan a ti. No eres imprescindible. Eres una sencilla semilla que aquí sólo se convertirá en mala hierba, en cardo y en esparto. Busca la dulce tierra de la humildad, el sol de la amistad, la caricia suave del arte… Entiérrate en la libertad y el conocimiento, esfuérzate porque la razón te haga germinar y asienta tus raíces sobre la convicción de que tu belleza ha de alimentar el espíritu de cuantos te rodeen. Ama y deja que te amen…
Y si por casualidad nos encuentras por ahí, destrúyenos con la diligencia de tu trabajo, con el rigor y la seriedad en tu labor cotidiana, con la bondad de tu corazón en el trato ajeno, con la alegría de saber que no tienes que pisar las flores de ningún jardín para que las tuyas estén hermosas. Elimínanos con la verdad y con la sinceridad de tus propuestas.
Hazlo convencido de que por encima de todo siempre quedará como valor supremo de tu razón de ser el esfuerzo que brindas diariamente al mundo porque éste sea un poco mejor.