I
[1] Media hora antes de que Cándida Viracocha sacase, entre maldiciones a su precaria memoria, las perdidas papas de un inclemente fuego, ocurrió el desastre de la amante desamorada que confesaba vivir sin ser lo primero y estando en lo segundo mientras el desamado se hundía en los abismos de las incomprensiones e ingratitudes y la piba de Fran subía a una guagua de la que no tendría oportunidad de salir por su propio pie. [2] Cuando el verano aprieta y las soledades se acumulan en los resquicios del cansancio y el olvido, muy poco es lo que queda por hacer que merezca la pena; las horas de la tristeza, mis ciudadanos, son largas y pesadas y nadie puede evitar que todo sea efímero, carente de sentido, vacío y, hasta cierto punto, estúpido. [3] Aquí, un corazón enamorado describe la catástrofe de su estado; allí, otro, desamorado, la del suyo. ¿Quién lo niega? Las cosas no fueron fáciles, pero nadie podía evitar que fuesen como fueron: el enamorado quedó sin amada, la piba de Fran no salió de la guagua por su propio pie y a Cándida Viracocha se le quemaron las papas. Mayor tragedia ya no cabía en el mundo.
II
[1] Aquel verano, mis justos, el sopor de las tardes era más insufrible que nunca, los latidos más cansinos y el calor se alquitranaba en los huecos de existencia que nos quedaban en las frentes y los frentes. Sin pena ni orgullo, lo confieso, había retomado los pasos mal andados y, bajo una luna de escarcha, limpié el cuchillo sadalone con el que había cubierto el cadáver de mis desvaríos. Lo había hecho con la simiente impropia de quien delinque sólo por ver cómo la virginidad se pierde entre las palabras de una mala tertulia y me refugié en las recónditas esquinas de una calle sin paredes en las que apoyarme para verme finiquitar. [2] Así, mis ciudadanos, goteando, comencé a desvivirme y, al mismo tiempo, a ser de tristeza barro. El problema, coincidirán conmigo, era evidente y sus consecuencias, como pueden imaginarse, inevitables: de repente, un buen día, comienzas a darte cuenta de que te desmigajas, de que todo lo que eres no son más que esquirlas de un viejo amor alojado donde no se pudiese tocar y ves, así, cómo te astillas en la desesperación de un inconsolable llanto de expansivos puntos suspensivos. Terminas ahogándote en el intento de saltar las tapias de tu hondura, te olvidas, además, de que las promesas son como los amores, que una vez declarados no pueden dejar de cumplirse. [3] Busqué allí, porque no tenía más remedio, mis males y los hallé llorando a los pies de un ciprés de invierno que llevaba grabado en su corteza el nombre de un deseo sin pañuelo en el que perpetuarse. Sin amor, ilusiones ni papas para Cándida, era evidente, mis ciudadanos, que toda la vida se había convertido en una amalgama de tragedias. Y lo peor no era que la vida fuese así; lo peor era que uno sabía que la vida era así.
III
[1] Se cuenta que la tragedia de aquel verano se fraguó durante un desdichado sábado en el que no había un lejano recuerdo con el que reconfortar los lastres que cada minuto, en los gestos, los hechos y las palabras, la torpeza había ido sembrando. Fue un sábado cualquiera cuando las penitencias se anudaron al alma como cilicios. [2] Pudo ser el mismo día en el que se habló de la proverbial mala suerte de un carabinero que había esperado toda su vida a estar frente a un delincuente para desplegar las esencias de sus mal aprendidas artes marciales fasciculares y pasó de ser el ensoñado héroe coronado y venerado en las Italias al irrepetible pobre diablo que no recibió las mínimas atenciones de la prensa local y que mereció, en muerte, el premio de una esquela que sus compañeros sufragaron con mala gana a sabiendas de que el dichoso recuadro iba a truncar algún furtivo amor de fin de semana y la erótica del uniforme en acto amoroso con calcetines de hilo importados de Milán. [3] O pudo ser, confieso que no lo recuerdo muy bien, cuando la hija pequeña del bibliotecario pasó su lengua por las baldosas del húmedo zaguán familiar y se comprometió a vivir para siempre con quien no dudó en consagrarse a ella con tan absorbente pasión que en poco tiempo se hizo con todos los recovecos de una corta edad que perdió su reinado cuando los revolucionarios asaltaron el Pabellón Real del corazón y contaminaron cuantas vías de comunicación hallaron a su paso. [4] Insisto en la flaqueza de mi memoria a la hora de evocar estos recuerdos, lo único que sé es que en su determinación, en los fines de la desdicha, se optó por atravesar el alma de alfileres infestados con el veneno de un aciago amor estival con el que nunca debió dejar de tropezarse y del que nunca renegaría, aun cuando las convicciones fuesen como las escamas del pez de sus infortunios; pues, con la rectitud de los desvíos, cambió penas por palabras y sucumbió a la intransigencia de un futuro lleno de párpados de azufre en los que una mala mirada y un mal gesto deshicieron la magia de los besos con sabor a flor que se desvanecían en los entrecortados mensajes de las sospechas frías y perpetuas. En los contrastes de esos desamores se dañó la elegancia de la ternura. Así se vivió en su aceptada y aceptable Babilonia particular. [5] En ese momento, a la desdicha de existir días, vino la de haber sábados y, con ellos, el que marcaría la tragedia de nuestro Sadalone. El único culpable de que los hechos fuesen como fueron.
IV
[1] Un día, mis ciudadanos, la hallé donde ya no iba a dejar de estar; allí, en los pilares de mi memoria, impasible, sentada, viendo cómo se le pasaba la vida y cómo le vencía la muerte. Y Sadalone también la halló y la halla cada vez que su ternura se estremece. Fue allí, en el instante de la plegaria vespertina, en el supremo momento de una oración sin ídolos, cuando el tiempo se ha parado y el fruto vuela bajo la contorsión de un reblandecido sueño que se hará trizas cuando la albura se tinte de terrenidad; allí, repito, tengo a esa mujer sentada que piensa impasible.
E [1] Lloré tanto por el hallazgo y por esa tragedia particular de cada sábado en el que Sadalone fue el único culpable de que los hechos fuesen como fueron, tal como se dijo, tal como nunca se ha dejado de decir. Recuérdese que en las miserias de su condición lo atrapamos y lo condujimos hasta las celdas de su angustia para que fuese castigado con la dulzura de sus deseos no consumados entre los sueños de su vigilia sorda y áspera: ninguna pesadilla ha merecido ser tan elogiada como la que su enfermedad nos ha confiado desde su atroz locura. Está enfermo, sí, lo está, y es menester que escarbemos en sus heridas mentales para que al final del dolor que le deseamos, supuren de sus llagas el verdadero nombre de su mal, que unos llaman amor. [2] Porque el día del apresamiento, cuando llegamos, había sucumbido a la lectura de la efímera y tortuosa historia de las contrariedades de un verso elevado a los desdenes del retoricismo más falso y arbitrario que jamás conocieron los suicidas desesperos de los amores no satisfechos. No pocos reconocieron en ese lejano rostro de minutero visto y horadado en las cavernas de la retina las huellas de viejas alegrías y perennes desgracias; mas cuando quiso aseverar que todo había pasado, nada había sido tan evidente: negaba lo que nunca había existido. Así se percató de que estaba perdiendo la noción que los puntos cardinales que su destrucción le marcaban y que no era otra que una muerte por culpa de un amor atascado en la maraña de mensajes maniatados y amordazados en las esquinas de su corazón. [3] Créanme, porque lo sé, que luchó hasta lo indecible para convencerse de que la felicidad era un plato imposible de lograr, pero cuando la tuvo entre sus manos dudó en perderla con su defensa a ultranza; no así ellos, nosotros mismos, que fuimos diligentes a la hora de arrebatársela. Pagó el precio más amargo de su condición: el desprecio de una soledad no buscada por un convincente mal que sin quererlo se hizo de luz y, una vez obtenido, se transformó en sombras impías. ¿Cuántas lunas, les pregunto, no vieron en el desespero de sus solitarios esmeros los rituales previos de un suicidio inacabado por culpa del plástico deformado de los ideales? ¿Quiénes pueden entender estas soledades sino quienes sentados ven el mundo pasar y escuchan cómo están los teléfonos más mudos que nunca? Así, sólo resta concluir al respecto que era más que evidente la paradoja de esa existencia que hoy desvelaremos. [4] Todos sabían que para escribir la historia de los finales bastaba con entender que estos eran tan ciertos como los comienzos, que los anhelos formulaban sus condiciones con besos sin mensajes tiernos y que todo era tan efímero como el tiempo en el que había tardado en ser lo que ya no es ni será. Aceptemos, pues, que a nadie se le escapaba que la piba de Fran no había actuado correctamente, pero a la fragilidad de su inocente infidelidad no podía depararle la vida la crueldad de un final como el que sin duda le había de suceder mientras Cándida Viracocha, sentada y abatida, se daba cuenta de que se estaba doblando de senectud. [5] Los principios y los finales son siempre como los resquicios de los acantilados, que sugieren la gloria de la ascensión y determinan el fracaso de la precipitación. Que había fracasado, era evidente. Para Sadalone, el gran bebedor de sal, era una sensación extraña, nueva, alejada del fragor de las tempestades de cuerpos tipográficos y fantasmas centenarios, paliadoras de abandonos, calladas en la determinación y explícitas en sus exigencias.
V
[1] Aunque les parezca mentira, durante mucho tiempo me había convencido de que todos los libros del mundo se escribían con las lágrimas de una desesperación pintada de flores amarillas y que sólo así se estrechaban los lazos de esos dos amantes recién encontrados que nunca antes se habían querido, pero que siempre se adoraron. Sólo así se moría uno todas las noches y se llamaba a gritos bajo los ardientes rayos de una luna enamorada infectada de vírica soledad. [2] Es evidente que todos los libros del mundo se escriben con su nombre, y también mis lágrimas de verso, pero hasta cuándo no lo podía saber nadie, ni siquiera la que había de ser burlada durante cuarenta y dos años y que, en mi despecho, mis ciudadanos, no dudó en recordarme una y otra vez que sobre ella no mandaba nadie y que mi insolencia debía traducirse en una promesa incumplida que aún bajo tierra debería revolcar mis intestinos con la crueldad de un castigo divino por pecados veniales. [3] Pregúntenme, mis ciudadanos, y les podré hablar de la bolsita de basura que llevaba de la mano al viejito con pies, mirada y alegría de plomo. ¿Amó al sadalone? No, por supuesto, que no. Allí lo veréis: sin hijos, árboles ni libros. Lo veréis levantarse cada mañana pidiendo en silencio que sea la hora de acostarse, sentado en su puerta musitará al dulce verso de aquellos labios que sólo sirvieron para avivar el fuego de las frustraciones y que, en el ocaso del estío, esperaban el triunfo definitivo del tiempo sobre las cosechas invernales en las que ya no se oirá departir al viento sobre quién permitió que en los viejos sillones del imperio decadente ya no saltase la voz perfecta y adorable de la princesita de pan y miel. [4] Sublime hasta la indiferencia; perfecta, sí, pero siempre en los hilos de los finales, en los bordes de las tragedias, en la infelicidad absoluta. En el todo con su mano y las angustias del azufre resoplando en las arterias de su melosa condición. Aquí se perdió el tiempo de lo que pudo ser perfecto para llegar a la conclusión de que el final de las intransigencias se volvió en una espátula de sal que revolvió las viejas heridas del desdén. Como un látigo se castigó al soñador y se le hizo bendecir el lodo de las inclemencias. Así, las tormentas con vinagre se hicieron llagas de las que supuró las penas más amargas que el poeta sin voz pudo cantar. [5] Recordad mi esencia, por favor. Recuerden que con el nombre de mis palabras se escriben los versos que hieren el corazón y la firmeza de una prosa que nunca será entregada al brazo seglar de ninguna ama, que no verá roer sus telas por el fuego y, en definitiva, que nunca será anunciada para el perdón definitivo de ningún pecado.
VII
[1] Prestad atención a la revelación de los hechos porque las consecuencias del daño son evidentes: cuando Cándida Viracocha otea el horizonte de gravilla movediza con sus hermosos ojos difuntos, las cosas también dejan de ser lo que son para transformarse en lo que pudieron ser. Así fue como vi los inmaduros amores difuminados de muchos años que la indolencia no evitó que desbocaran en la salada desilusión, colofón a una década de gloriosas tragedias. Los años en los que la piba de Fran tomó la guagua fueron los de un verano caluroso que en los pegajosos mediodías meridionales servía de encuentro para los borrascosos helados de vainilla y chocolate, flagrantes excusas que los amados aceptaban como reglas de un juego hasta donde la realidad les dejó que lo creyesen. [2] Se acumularon minutos en los rescoldos de los bancos sin respaldo, en los desgastados bordillos de las aceras nuevas, en las amarillas estancias de la permisibilidad. Se convencieron de que aquello era lo que querían y no atendieron a la posibilidad de que no llegaba primero quien más corría, sino quien sabía cuál era el camino. Imprimieron a su soledad la ínfima ruta de un pasado enmarcado en manchas sepias que olían a lejanas esterlicias y a mundanos aromas de escaparates prefabricados en el mármol de una silueta con sabor a rancio alquitrán que, con incontinente precisión, trazaba con surcos de estilete el mapa de las candentes heridas cerradas con la cal de la nostalgia. Luego los años hicieron el resto. [3] Soñar con el reloj de los porvenires, mis nunca bien ponderados ciudadanos, es hacerlo con la muerte danzante y con la conclusión de que al cabo de tantas inclemencias sólo quedará la imagen de un final desastroso, símbolo de un heroísmo buscado y, por tanto, apetecido. Soñaba en sus tristezas con ser el mejor poeta de amor sin escribir versos que lo perpetuasen y se olvidó de que, desde hacía mucho tiempo, ya no era de este mundo, que había desatravesado los umbrales de la perfección y el craso error para dejarse arrastrar por el retoricismo más candente y cándido, por la simpleza de los deseos y la negación de las evidencias: dos eran dos mundos y no uno. [4] Coincidirán conmigo en que así no valía la pena destruir las pocas esperanzas que quedaban de ser devorados definitivamente por el infinito atroz y espasmódico. Que la piba de Fran hubiese muerto ese verano no solucionó el problema de las entretelas ni las horas entregadas a mirar, en la oscuridad de la habitación, a un techo donde una dama sin rostro era la dueña de esos amores perfectos que nunca titubean ante los ambages del vinagre ni se muestran reacios a confirmarse en el azufre de cada mueca de afecto. Se habló entonces, porque así ha quedado atestiguado, del agua oscura de una madrugada indolente que no atendió jamás a las razones de la urgencia, sino al agobio de los sudores concentrados, de las prisas sin respiro de las atenciones sin mirada. Así surgió para la leyenda el verso lúgubre de nuestro Sadalone, quien por carecer de voz no cantó nunca más alto que las contracciones de su corazón, apesadumbrado por una astilla sedimentada en algún recóndito lugar de sus olvidos. En aquellas papas no había la salvación de un día, como no la hubo en la guagua de los estíos finales. No se trataba de confirmar que la piel no volvería a ser hermosa porque ya no había vuelta atrás, sino que la piel había dejado de ser primavera. [5] Permítanme que les recuerde lo que se cuenta de nuestro acusado, porque se nos antoja muy grave que se afirme sin titubeos que la amó como únicamente podía amarse las cosas de esta vida: con el ímpetu de creer que tras el último beso se desvanecería entre sus brazos y no habría Purgatorio en donde hallarla ni arcilla con la que modelarla. Ridículo Orfeo. Afirman todos en su tradición que aprendió a gozar de los pequeños instantes que antes se cubrían con los pétalos de una insatisfacción teñida de aburrimiento. En la continuación de aquel deambular sonámbulo se hizo de arcilla seca y el viento lo esparció por los recovecos de un amor intenso que nunca atendió a las razones de la mesura. [6] Aquel desenfreno, escuchad bien, fue el primer paso de un reposo cuyo fin nunca llegué a vislumbrar hasta el día de su nacimiento, cuando tomó forma el agua derramada por la tristeza de una pérdida tan deseada como irreparable. Así se horadó en ti mi yo y esto es para que lo sepas, para que no lo olvides. Llueve cada día en los amaneceres del estaño y huele a casi nada en los cristales de la congoja: qué pena de soledad tan absurda, mi gente, que se escribe de papel y que no somos capaces de aceptar. Nos hubiese gustado tanto amar más y saber perdonar, pero no somos nada aún, todavía no lo fuimos y de nada lo seremos. De las penas en la hecatombe muchas hubo que intoxicaron con sus hierros la pervivencia de cualquier tarde. No te olvides de que nada en sus miradas te mostrará circular su actitud, en péndulos de lona y matrices con prisas de mentiras. [7] Cándida se estremeció cuando llegó la hora de los finales. La piba de Fran ya le había advertido en la penumbra de la vigilia que los túneles de la eternidad desaparecerán cuando se atraviesen los umbrales de la soledad. Al principio fue locura y en el torrente sucumbieron las ilusiones derretidas como plumas de soles muertos. Qué Ícaro. Quedaron sólo huesos de espuma y de noche, sin luna; quedaron y se estuvieron hasta nunca. Porque te contaré dónde están tus males y tus altaneras pertenencias. Mal te podrán llamar por tu nombre cuando no has sido sino una mala esencia de lo que perdimos. No. Porque los versos son como los caminos, que una vez encontrados su ruta no puede dejar de caminarse hasta el final. Y como los besos, y como las promesas… Dos metas, nada más, dos metas y serás libre. Sólo has de temer no localizar en los entresijos de las campanas las alfombras en las persianas de los jueves achacosos como los huesos de la artrosis. Que termines para no volver y así te mueras, maldito. En las esquinas de la razón suele haber momentos para confirmar que debíamos de haberlo botado de nosotros o verlo convertirse en madera. [8] Todos se habían desconsolado amargamente de sus jardines amorosos y la envidia había dejado de ser agua de fondopozo para ser bebida desde los bordes del cristal manchado con el carmín lejano de unos labios que no supieron trascender en su condición de mensajeros del alma. Sonaba para que se oyese desde las inocentes soledades perdidas las voces del campanario, el panario, el nario y el rio. Muchos, muchísimos años antes, Viracocha fue hermosa. Tan llena de vida que no tenía tiempo para dormir. Se vivía tanto que de los entresijos domésticos pasó a ser por su aislamiento una familia en sí. Luego, la vimos convertida en barrio. El domingo de Pentecontés se hizo pueblo. Varios meses más tarde, con la fuerza de su condición existente rebosando los poros de sus centímetros, se transformó en una nación. Y cuando todos creíamos que aquí iba a quedar su vitalidad, la vimos hecha continente. Menos mal que las insolencias humanas fueron resueltas por las continencias divinas, aunque siempre nos quedará la pregunta de si pudo ser la hija del tartamudo Cándido Viracocha y la nieta de los arrepellejados Cándido y Cándida Viracocha mundo o galaxia. [9] Así les hablo, pues, mis ciudadanos, así, para que sepan cómo me duele el corazón en las certezas de la letanía que oyeron y que nunca olvidarán, la que quedará escrita en las gratitudes de ese tu final, del que desconocemos su principio mas no su existencia. Porque te confieso que pienso en tu muerte, Sadalone, en ella siempre; en tu tumba y en tu caja; en tu mortaja; en el recuerdo que dejarás; en los restos que te haremos y en los que no; en el reloj parado y en el que anda; en las nubes que pasan y en las que se quedan; en quienes te llorarán y en quienes no; en quienes te guardan y acompañan; en quienes sonríen y te olvidan; en los que oyeron tu voz y en quienes no; en el recuerdo que dejarás; en tus palabras, tu memoria; en tus obras, tu descendencia. Pienso en los que honraron tu esencia y vetaron tu presencia; pienso, miserable, en lo poco que has sido, eres y serás cuando, acabado, sepan, para tu desdicha, que polvo eres… mas polvo enamorado. [10] De estas entretelas, mis ciudadanos, nació Sadalone. Ahora lo juzgamos para condenarlo a muerte e ignorarlo para siempre.