I. A Sadalone cuento mi ágape: dos piezas de esto, un jugo de eso y, trituradas, cinco porciones de aquello. Le hablo de la preciosidad de su sabor y me mira sonriente. Le pondero el buen gusto que al paladar deja el manjar. ¿Y si las proporciones hubiesen cambiado?, me pregunta. Me seguiría produciendo placer su consumo. Mas, ¿dónde se ha de hallar el punto exacto para alcanzar la sublimidad en tu vianda?, me inquiere. Si conforme haces uso de cinco porciones hicieses lo propio con cuatro o con seis, ¿no crees que así hubieses logrado aumentar el gozo que ya de por sí te concedieron las cinco porciones? Y si el acceso a la máxima consideración de la fruición te lo hubiese aportado el incremento de las dos piezas de esto con una equis parte de otra porción de aquello, ¿habrías obtenido el culmen, el punto de inflexión a partir del cual ya nada puede ser superado? Imposible de saber sin experimentar ni comparar, le respondo.
Ese punto sublime, me apunta, es el centro de un universo. Aquí tiene su origen la perfección del hecho, aquella que intuimos nos llevará a una puntual dicha imposible de igualar. Como si de una gran onda se tratase, en torno a la señal, como órbitas, giran las secuelas que la envuelven. Conforme nos alejamos de la marca exacta, nos distanciamos de esa perfección y, en consecuencia, de la percepción de su acceso.
Así son las relaciones humanas, concluye. Sólo así se puede entender la permanente insatisfacción que subyace en la misma esencia de la humanidad por mucho que experimente y por mucho que compare. Una insatisfacción esta que cubrimos con el beneplácito de un cómodo conformismo que todos los días apuntalamos ante los espejos de la memoria. Dedicamos toda una vida cada día a buscar las adecuadas proporciones que nos conduzcan a la sublimidad entre nosotros siguiendo la ruta del incierto mapa de los deseos y las esperanzas, y terminamos por aceptar con resignación ese presente en el que desembocamos todos los días; un presente que, en mayor o menor medida, siempre estará alejado del punto sublime.
II. Al día siguiente y al que le siguió, hice todas las combinaciones posibles para comprobar si era posible llegar a la exacta proporción de la sublimidad. Pero siempre me preguntaba si ahí, en el gozo del brebaje, se acababa todo, si no era posible hacer algo más que superase en placer a lo ya obtenido. Hasta tal extremo llegó mi preocupación, que terminé desistiendo y amparándome en que todo no era más que una suerte de idealismo que, como tal, era tan inalcanzable como absurda la proposición de su consecución.
A Sadalone he confesado mi frustración por no lograr el punto sublime. Él me sonríe. No existe como tal, me dice. No existe el punto sublime; si existiese, este siempre se modificaría a fuerza de búsquedas, necesidades y circunstancias. Lo anhelaste hace unas horas, cuando eras equis horas menos viejo; ahora, equis horas menos joven, el punto sublime se ha desplazado de su lugar primigenio. Nuestra insatisfacción, pues, no proviene de la existencia de un punto sublime, nuestra insatisfacción viene de creer que existe un punto sublime y convencernos de que podemos acceder a él.
Ahora ya sabes cómo funciona la humanidad, cómo sobre las cenizas de las insatisfacciones se erigen los imperios. Gracias a la búsqueda del punto sublime todos hemos evolucionado; aunque todos de manera individual sigamos resignados a ver cómo desembocaremos en la periferia de la perfección porque la sublimidad no es egocéntrica.