Como siempre tengo prisa, no tengo nunca tiempo para escribir y, en consecuencia, me debo conformar con ofrecerte estos tropezones lingüísticos que lees. Yo quisiera darte otros escritos, otras cositas más elaboradas, de más enjundia y constitución, como te mereces, pero no tengo tiempo.
Es cierto que talento tampoco es que haya mucho, pero dejemos para el caso que nos ocupa la carencia de tiempo como mal relevante y omitamos la del entendimiento, aunque siempre sea recurrente la acertada máxima cervantina de las tentaciones que aquejan a los hombres de ser capaces de componer e imprimir libros con los que ganar fama y dinero.
Como quiero decir aquello que deseo como si ya no te lo pueda volver a decir nunca más, porque tengo prisa y no sé si podré volverme a encontrar contigo, me empleo en estas escrituras deslavazadas e irreverentes que periódicamente tienes la desgracia de encontrarte en tu senda de lecturas. Apiño ideas con palabras en un incomprensible ritual de compresión que me deja exhausto, y como tengo que hacerlo deprisa, no sé por qué pero tengo que hacerlo así, me quedo sin tiempo ni ganas de intentar empresas mayores.
Tras cada «se acabó esto», surgen los secretarios del ánimo con sus agendas voluminosas incitándome a cumplir con la programación existencial que desde hace años procuro cumplir con la debida diligencia aunque no sepa muy bien cómo, cuándo ni por qué firmé los compromisos contraídos. Los veo pelearse entre ellos por captar mi atención y percibo cómo en el fragor de sus discusiones siempre surge la certeza de que queda menos para no sé qué y que es indispensable apresurarse a terminar aquello que ni siquiera se ha comenzado. Sólo así, bajo estas prerrogativas, es como uno se va de los cenáculos antes incluso de haber llegado y se despide antes de dar las buenas horas.
No sé por qué, pero tengo prisa, mucha prisa, y por eso no tengo tiempo para nada, ni siquiera para tener prisa. El asunto de la prisa es algo que debería meditar con sosiego, pero no puedo porque no tengo tiempo para ello. Deambulo en una suerte de zafia omnipresencia que me hace estar ausente de todos los sitios en los que debo estar y estar sin tiempo donde no se me espera; y así, coincidirán conmigo, es imposible que haya filamentos con los que iluminar nada.