Un 8 de marzo es un día magnífico para dirigirme a esos entes antropomórficos primarios -esos filonazis mentales- para afearles (por decir algo suave) el flaco favor que prestan a la Humanidad, así, en mayúscula, cuando piensan y actúan como lo que son (en eso son coherentes, para qué negarlo), sembrando contra las mujeres la semilla de la desigualdad, la brutalidad y el dolor.
También sería estupendo dirigir el dardo envenenado contra esos otros entes antropomórficos que pululan por las instituciones y que hacen del juego genérico «os/as» la carta de naturaleza de una conciencia de igualdad que, en sus bocas, es tan falsa como la nobleza de buena parte de sus acciones.
Mas hoy deseo dulcificar mi hiel porque deseo dirigirme a cuantos sí honran a su condición de integrantes de la gran familia de la Humanidad. Necesito aprovechar la efeméride para compartir con ellos una duda que lleva tiempo anidando en mi huerto: ¿Por qué cuando se desea integrar a los dos géneros en cualquier expresión oral y escrita, con el fin de que quede constancia de ambas partes y que la ausencia de una de ellas no llegue a connotar su olvido o desdén, se da prioridad en la enumeración primero al masculino y después al femenino? ¿Por qué se habla de “hombres y mujeres”, de “alumnos y alumnas”, de “ciudadanos y ciudadanas” y no al revés? ¿Cuándo podremos oír y leer, con la normalidad y frecuencia que requiere el caso, “una mujer y un hombre”, “una alumna y un alumno” o “una ciudadana y un ciudadano”, por seguir con los ejemplos anteriores? ¿Por qué en la lucha por la igualdad se acepta esta prioridad y se da por válida bajo el amparo de que “por lo menos” se cita al género femenino? ¿No cabe interpretar este segundo lugar como una percepción de sometimiento del género al dictamen de “lo masculino”?
No voy a entrar ahora en las profundas disquisiciones entre sexismo y lingüística, ni en el valor de la etimología como referente principal de una manera de ser del idioma ni en otras cuestiones de índole filológica (repito, filológica) relativas al tema. Tampoco me haré eco de lo irrelevante que es (a mi juicio, claro) para el español, como lengua común, esta lucha integradora de los «os/as» porque la victoria real por la igualdad se obtendrá cuando se ponderen los significados (metáfora de los hechos) y se ubique sin aspavientos en el lugar que corresponde a los significantes (los “envoltorios”).
Acéptense las preguntas como preludio a un replanteamiento de cuál debe ser el verdadero campo de batalla para vencer en la lucha por una igualdad que, tras la primera década del siglo XXI, no puede ni debe ser cuestionada.