Esto ocurrió una mañana después de un periodo vacacional. ¿Tras las navidades? ¿Tras la Semana Santa? No lo recuerdo. Importa al relato este detalle temporal porque forma parte del contexto una entrega de notas previa a los días no lectivos. Yo estaba en la puerta del instituto donde daba clases. ¿Que cuál es? Esto sí importa poco al relato.
Sigo. Un padre se acercó a mí. Me preguntó si yo daba clases ahí. Respondí afirmativamente. Me dijo el nombre de su hijo. No sabía quién era. Me dio más detalles: el curso, el nombre de algún compañero que le daba clase… Me disculpé. No sabía quién era su hijo. Me dijo que había aprobado todo. Le felicité. El hombre, muy serio, me miró. Hizo un gesto de extrañeza.
—¿Cómo? –me preguntó.
Con desconcierto, respondí:
—Lo siento. No entiendo su pregunta.
—¿Que cómo aprobó todo mi hijo si es un burro, si no sabe nada?
El mundo se me vino abajo. Alegué que desconocía quién era su hijo y cómo se había llevado a cabo la evaluación trimestral. El hombre, intuyo que consciente del brete en el que me había metido (sin duda alguna que de manera involuntaria), dijo por lo bajo: «No entiendo nada». Me dio los buenos días y me dejó donde mismo me había encontrado.
Lo vi marcharse al tiempo que pensaba: «Todos preguntan por qué sus hijos han suspendido; pero nadie, como este señor, por qué han aprobado. ¿No contiene esta pregunta el germen de lo que ha de ser una revolución positiva en la educación?». Especialmente ilusionado entré en el instituto.