No me gusta la palabra “señorita”. No me gusta, insisto. Nunca me ha gustado. Hiede a sexualidad de sacristía. A marca distintiva. Las “señoras” ya saben de eso; las “señoritas”, no. Tan pronto se casa la joven, por muy joven que sea, ya es señora; y si la mujer supera la edad casadera, la edad de la reproducción, el término se vuelve peyorativo y “señorita” connota ‘mujer con la que nadie ha querido estar’. Voz desagradable, sin duda.
¿Llamar “señora” a todas las mujeres y “señor” a todos los hombres tengan la edad que tengan? Sería lo razonable, ¿no? «¿Y usar el “doña” con las mujeres y “don” con los hombres tengan la edad que tengan?», me dirá alguien. «Por supuesto», responderé. Si la descendencia menor de edad de cualquier reina o rey es merecedora de un vocablo antepuesto al nombre de pila que representa un tratamiento de respeto, ¿cómo no van a ser merecedores de que se les anteponga la palabra “doña” o “don” a sus nombres los menores de edad, sean de la condición que sean, vengan de donde vengan y sean hijos de quienes sean hijos? ¿Por qué deberían no tener derecho al mismo tratamiento de respecto?