[1] Antes de que Magallanes, iniciador de la empresa que no vería culminar, y Juan Sebastián Elcano certificasen con su aventura marítima la esfericidad de nuestro planeta en 1522, y dejando al margen el hecho de que no fueron ni los primeros ni pocos los que antes de estos marinos ya la defendían, la visión “cotidiana”, bastante deformada por cierto, que se nos ha ofrecido sobre la percepción que había de la Tierra hasta ese momento era, por decirlo de algún modo, la de un gran tablero flotante en el Universo o, en el mejor de los casos, como defendía Anaximandro, un gran cilindro sin más límites que los avistados por unos horizontes donde salía o se ponía el Sol que, en la imaginería desvirtuada del Viejo Mundo, eran los bordes de un abismo que nadie en su sano juicio se atrevería a intentar traspasar si no quería correr el riesgo de caer al precipicio de la nada, el infinito.
Ese abismo determinó que más allá de los límites cartográficos anteriores al siglo XVI sólo existiese “lo desconocido”. Siempre que llega al conocimiento humano la percepción de que hay algo que se ignora o que no se puede explicar ni clasificar, surge de repente una instintiva reacción que le mueve a elaborar alternativas de respuestas a las preguntas sobre lo ignorado y que, con mayor o menor fortuna, permitirán “tranquilizar” la angustia que genera la presencia de lo misterioso. Así nacen los mitos, y así fue cómo el Océano Atlántico, ese gran desconocido al que ahora nos referimos, esa vasta e inexplorada masa no cuantificable de agua, tan temida como respetada, adquirió, en las visiones fantasiosas del mundo griego hacia los márgenes de su occidentalidad, la forma mitológica de dios de la Edad dorada con larga barba, cuernos de toro o en forma de pinzas de langosta, con torso y brazos musculosos y resto del cuerpo en forma de serpiente o pez. Con el tiempo, otra asociación mitológica, tan hermosa como inquietante, terminaría de darle el nombre con el que hoy lo conocemos a partir del titán Atlas, de quien se cuenta que fue condenado por Zeus a sostener sobre sus hombros la bóveda celeste.
Esto en lo que respecta a lo que es el Océano en sí, pero la inventiva del desconocimiento tiene múltiples ramas y profundas raíces, y todo un repertorio de islas míticas (San Borondón, Antillas, la isla de las Siete Ciudades, etc.), animales extraordinarios como los unicornios, razas difíciles de imaginar (sirenas, cíclopes, blemias, hombres con cabeza de perro o pezuñas de caballo, etc.) y lugares paradisíacos (Campos Elíseos, la Atlántida, el Jardín de las Hespérides, etc.) fue adornando los mapas y la mentalidad durante siglos de un sector representativo de la intelectualidad de su época. No es de extrañar que desde este escalafón las leyendas terminasen calando, por ese principio de autoridad no escrito que desprende esta oligarquía, en una nutrida población sin formación de ningún tipo compuesta, entre otros, por marineros y soldados de baja estofa.
El propio Colón, en su primera misiva a los Reyes Católicos, en 1493, era consciente de la existencia de estas creencias cuando afirma: «En estas islas hasta aquí no he hallado hombres mostrudos (sic), como muchos pensaban […]. Así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla Quaris, la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, los cuales comen carne humana». La existencia de caníbales no era un hecho novedoso ni un producto de la fantasía para los expedicionarios, aunque sí fuese moralmente deleznable.
Al margen del valor que tienen estos mitos y muchos otros como producto de la imaginación hacia los confines del horizonte atlántico o del afán mercantilista por evitar la presencia de otros comerciantes marinos, lo cierto es que en oposición a este ignoto mar se encuentra la que hubiera sido gran “laguna” si no fuera por las Columnas de Hércules, el espacio internum en torno al cual surgieron los principales imperios de la Antigüedad: el Mar Mediterráneo, que siempre ha representado “lo seguro”, lo fácilmente delimitable, lo factible, lo opuesto a la extensión donde hasta el siglo XVI nacía y moría el Sol porque el Océano Pacífico, hasta 1513, gracias a Vasco Núñez de Balboa, no podía ni siquiera ser concebido como una realidad.
En el confín de la continentalidad clásica, más allá de las citadas Columnas, cerca de ese borde africano que recorrieron durante siglos los mercaderes en sus trayectos hacia las “reales” Indias, las Islas Canarias reclaman desde el principio mismo de la navegación atlántica su derecho a formar parte de ese repertorio cartográfico que traería consigo el paso de fenicios y cartagineses como el general Hannon, quien, según Plinio, debió divisar el Teide a su regreso del Senegal; o que Juba II de Mauritania, como nos cuenta el historiador romano, estimase conveniente el envío de una expedición hacia las Afortunadas entre los años 29 a.C. y 20 a.C., de donde saldría, por citas directas e indirectas entre este y el gobernador del protectorado romano en Mauritania, la descripción de aquel territorio bañado por el mar tenebroso:
«La primero llamada Ombrios, no ofrece vestigio alguno de edificios, tiene en sus montañas una laguna y árboles semejantes a cañahejas de los cuales se extrae un licor amargo en los que aparecen de color negro, y agradable al paladar en los que tienen de color blanco. Llámase otra isla Junonia, y en ella se ve un pequeño templo de piedra. Junto a ésta hay otra del mismo nombre, pero de menores dimensiones. Viene enseguida Capraria, poblada de grandes lagartos, y a la vista de ambas se alza Nivaria, que lleva este nombre por sus nieblas y perpetua nieve. Sigue luego Canaria, llamada así por sus perros de gran tamaño de los que fueron enviados dos a Juba».
Es posible que el Atlántico no se pueda “entender”, si es aceptable el uso algo forzado de este verbo, sin muchos de los referentes históricos o geográficos manejados por el Viejo Mundo y exportados al continente americano; pero es casi seguro que sería inaceptable una visión del Océano que omitiese la importancia de un territorio como Canarias, fundamental punto de referencia cartográfico desde que Ptolomeo (90-168) las fijase como el primer meridiano de su Geographia, la carta náutica más utilizada hasta el siglo XIX, y diese con ello el testimonio escrito de una existencia que no dejarían de tener presentes quienes, como versea Sarmiento en este volumen, alzan su voz y sus cantares saludando a su hermosa libertad.
Una vez que aparece el “punto de referencia”, todo tránsito se hace posible. Del mito intangible que las visualizaba como los restos de la Atlántida platónica, los Campos Elíseos o el Jardín de las Hespérides se pasó al negocio, la política y el cristianismo, componentes básicos para justificar cualquier proceso de conquista y colonización que, desde el siglo XIII, terminaron transformando el espacio mítico en un campo de batalla objeto de la codicia mercantil, militar y, en menor medida, cultural de portugueses y castellanos, aderezados por genoveses, mallorquines y catalanes. Malocello, Teggia y un cada vez más denso número de expedicionarios fueron convirtiendo el lugar de simple avistamiento en huerta de provisiones y de ahí a lugar de tránsito eventual; luego, centro de objetivos anexionistas para terminar, en el último estadio del proceso, en aditamento a las posesiones de una Castilla, la del siglo XV, que, dadas las dificultades que representaba el tránsito terrestre por el este del Mediterráneo desde que el Imperio Otomano conquistó los Santos Lugares en 1453, había mostrado su particular interés por participar de lleno en el espacio atlántico porque era consciente de que no podía quedarse rezagada en el juego estratégico de la costa africana que había de conducirla, como último destino, a ese Oriente descrito por Marco Polo en sus viajes. Llegar al final deseado bordeando África requería de un gran esfuerzo logístico y para el éxito de las empresas marítimas se hacía indispensable la presencia de territorios propios, o sea, de casillas en este peculiar parchís donde las fichas contrarias no te pudiesen eliminar de esta interminable partida de intereses pecuniarios.
Luego vendría Colón y con él una nueva era histórica que transformaría el lugar de tránsito y avituallamiento en el pilar central de un puente con tres ojos continentales que, al día de hoy, todavía mantiene firme su estructura. El viaje del supuesto genovés, que habría de depararle el descubrimiento de América a los ojos del Viejo Mundo, terminó convirtiéndose en la lanza que cegaría al cíclope. La inmensa isla interoceánica se abrió a la vetustez de los restos de la Pangea. Comenzaron a morir los mitos en el mismo instante en el que Europa pretendía recuperarlos en un Renacimiento donde los dioses grecorromanos pasaron a ser simples ejes retóricos bajo la estola de un catolicismo que tomó parte del mercantilismo de la conquista y colonización americanas con más visos de terrenidad que de espiritualidad.
Las aguas negras de la tenebrosidad se tiñeron de rojo, se pasó de las leyendas fantasiosas a las recreaciones imaginarias; y de ahí, como el poso que dejan los sedimentos, a una realidad histórica donde las huestes del hermanamiento cultural e ideológico chocaban con el fratricidio del oro. Canarias no permaneció al margen de los acontecimientos y fue testigo, como último punto continental europeo, de cómo se exportó al Nuevo Mundo lo que se consideraba necesario para la fundación de un espacio sometido a los dictámenes de la corona española (cultura, ideología, religión, leyes…) y de cómo, desde este suelo receptor, como figurado último punto del continente americano, se inició un proceso de importación que enriquecería a España y, por extensión, al continente con las nuevas americanas.
Cuando se inició el proceso de independencia de las colonias, Canarias, por su situación estratégica y por el papel que había adoptado antes del siglo XVIII, fue un excepcional testigo de este hecho. Su ubicación geográfica, el carácter tan singular que marca la insularidad y los lazos de unión tan estrechos con los territorios americanos impregnaron a las islas de una corriente ideológica tan autónoma, tan liberada en buena medida de las ataduras con la metrópoli, que se favoreció el surgimiento de un prisma singular de identidad que, a la larga, se unió de manera indisoluble al hecho bautismal de la atlanticidad, la marca de referencia de Canarias en su calidad de “pilar central intercontinental”. Y como tal, medió en el tráfago de las carabelas, carracas, naos y galeones de las idas que fueron luego los bergantines, goletas, fragatas, corbetas y clíperes de los regresos. En una suerte de espejismos, las tierras de promisiones se fueron alternando teniendo siempre a las Afortunadas como epicentro de una espiral en la que el manto rojo, antaño negro, se disfrazaba del verde de los Sargazos.
Como atraídos por el canto mítico de las sirenas y nereidas atlánticas, los europeos, americanos, africanos y canarios han sucumbido al deseo de hallar el lugar donde la utopía fuera posible y no han dudado en pactar con el Océano, el mar afectuoso, el de los nobles deseos, el de las esperanzas y los sueños, la creación más perfecta, un tránsito hacia el locus amoenus de la prosperidad que muchas veces, más de las imaginadas, ha transformado el medio luminoso en un sombrío río Aqueronte donde muchos quedaron sin óbolos para pagar el viaje por ser la consecución de estos el motivo de un trayecto que aún, cinco siglos después, sigue teniendo el cromatismo de siempre.
[1] Introducción que elaboré a la edición de Poesía Atlántica que realizó Antonio Becerra Bolaños para Anroart Ediciones en 2007, págs. 7-20. ISBN: 978-84-96887-30-5; Depósito Legal: GC 758-2007.